– ¡Y ésa, con lo celosa que es, igual la toma conmigo!
– Mimì, gajes del oficio.
– Pero ¿cómo tengo que hacerlo?
– Has de tratarla con mucho tacto, Mimì. Empieza diciéndole, por ejemplo, que estás seguro de que su marido, allí donde se encuentra, está muy bien. Mejor dicho, está estupendamente. Mejor dicho todavía: no puede estar más bien. Y en ese preciso instante, mientras la señora lanza un suspiro de alivio, le enseñas la fotografía.
– ¿Y si me pregunta cómo la hemos conseguido?
– Le dices que nos la han enviado con carácter anónimo.
– ¿Sabes qué voy a hacer? La llamo ahora y le digo que venga aquí. Así me quito de encima la molestia. Y si es necesario, te llamo a ti.
– ¡¿A mí?! Yo en este caso no pinto nada, Mimì, y tampoco quiero pintar. El mérito de haberlo resuelto os corresponde a ti y Fazio. Por eso, ni se te ocurra.
Se quedó en la comisaría media hora más. Después, temiendo que Mimì se sintiera perdido con la señora Ciccina y lo llamara, decidió irse.
– ¿Se va a Marinella, dottori?
– Sí, Catarè. Nos vemos mañana por la mañana.
La lluvia había hecho una pequeña pausa. Pero amenazaba con seguir con más fuerza que antes. Nada más salir, Montalbano comprendió que no le apetecía demasiado regresar a casa, pues con tanta agua no podría sentarse en la galería. Tendría que comer en la cocina o delante del televisor. En resumen, él solo entre cuatro paredes rumiando su situación con Livia. ¡Menuda diversión! ¿Qué hacer? ¿Ir a Enzo o probar una trattoria nueva? ¿Y si volvía a diluviar?
Puesto que, perdido entre estas dudas, circulaba despacio, alguien tocó el claxon a su espalda. Se desvió hacia un lado. Pero el vehículo que circulaba tras él no sólo no lo adelantó sino que volvió a darle ruidosamente al claxon.
¿Es que tenía ganas de tocarle los cojones?
Se había puesto otra vez a llover, y por eso, a través del espejo retrovisor, distinguía apenas que el automóvil de gran cilindrada que lo seguía era verde. Entonces bajó el cristal de la ventanilla, sacó el brazo y le hizo señas de que pasara. La respuesta fue otro estridente bocinazo.
¿Buscaban camorra? Pues la tendrían.
Se desvió hasta el bordillo y se detuvo. El otro coche hizo lo mismo. Entonces el comisario perdió la paciencia. A pesar del agua, abrió la puerta y bajó. Vio que el del otro coche abría la portezuela del copiloto.
Corrió hacia el coche verde, dispuesto a soltar el primer tortazo, pero se vio rodeado por los brazos de Ingrid, muerta de risa.
– Te he hecho enfadar, ¿eh, Salvo?
¡Ingrid Sjostrom! ¡Su amiga, confidente y cómplice! Llevaba por lo menos medio año sin verla.
– ¡Que alegría, Ingrid! ¿Adónde ibas?
– A reunirme con un amigo para cenar. ¿Y tú?
– A Marinella.
– ¿Estás solo? ¿Tienes algún compromiso?
– Estoy completamente libre.
– Espera. -Cogió el móvil que descansaba en el salpicadero y marcó un número-. ¿Manlio? Soy Ingrid. Oye, tengo que decirte que, por desgracia, mientras me estaba vistiendo para ir a tu casa me ha entrado una jaqueca terrible. ¿Podemos dejarlo para mañana? ¿Sí? Eres un ángel. -Devolvió el móvil a su sitio-. Jamás en mi vida he sufrido una jaqueca -dijo.
– ¿Adónde vamos? -preguntó el comisario.
– A tu casa; si Adelina te ha dejado algo de comer, nos lo repartimos.
– De acuerdo.
Con Ingrid, la perspectiva de la velada en Marinella ya era otra cosa.
– Yo voy delante y tú me sigues.
– No, Salvo, mi coche no puede seguirte; el motor se resiente. Dame las llaves de la casa y yo voy delante.
Cuando Montalbano llegó, Ingrid estaba en el dormitorio, rebuscando en el interior de su bolso de bandolera.
– Salvo, voy a darme una ducha, que tengo la ropa mojada y pegajosa.
– Después me la doy yo.
En aquel momento, el bolso que Ingrid iba a dejar en la mesita de noche cayó al suelo y el contenido se desperdigó por toda la habitación. Se pusieron a recoger, y al poco rato Ingrid comprobó si lo habían recuperado todo.
– En fin -dijo perpleja.
– ¿Qué falta?
– Pensaba que tenía una caja de preservativos. No la encuentro. A lo mejor no la he cogido.
Montalbano la miró alucinado.
– ¿Por qué pones esa cara, Salvo?
– ¿No es el hombre el que tiene que proveerse?
– Teóricamente sí. Pero si se olvida, ¿qué hacemos? ¿Nos ponemos a cantar tararí tarará?
– Espera, que busco mejor.
– No; déjalo, Salvo. No los necesito. Puesto que he venido a pasar la velada contigo… -dijo mientras se iba al cuarto de baño.
«Puesto que ha decidido pasar la velada conmigo, los preservativos no le hacen falta», se repitió Montalbano.
¿El hipotético fauno Montalbano tenía que sentirse ofendido? ¿El casto José Montalbano tenía que sentirse orgulloso? En la duda, fue a abrir la cristalera de la galería y salió. Seguía lloviendo sin descanso, naturalmente.
Si el agua del cielo no había mojado ni la mesita ni la banqueta era porque la marquesina había cumplido con su deber; en cambio, el agua del mar había llegado hasta debajo de la galería y se había comido la playa por completo. Bien mirado, aunque hiciera un poco de frío, podían poner la mesa fuera.
Abrió el frigorífico y sufrió una decepción. No había nada, excepto unas aceitunas y un poco de queso. ¿Tendrían que salir de casa para buscar un sitio donde comer? Abrió el horno.
– ¡Hombre de poca fe! -se regañó a sí mismo.
Adelina había preparado pasta 'ncasciata y berenjenas a la parmesana; bastaba con encender el horno y calentarlo un poquito.
Entró Ingrid, envuelta en un albornoz suyo.
– Ahora ya puedes ir tú.
Montalbano la miró sin moverse.
– ¿Y bien?
– Ingrid, ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos?
– Más de diez años. ¿Por qué?
– ¿Cómo es posible que te hayas vuelto más guapa?
– ¿Al final se te ocurren ideas?
– No; era una simple constatación. Oye, he visto que podemos comer en la galería.
– Mejor. Yo lo preparo todo; anda, ve.
Si la pasta 'ncasciata fue llorada cuando desapareció, las berenjenas a la parmesana se merecieron, al llegar a su final, una especie de prolongado lamento fúnebre. Junto con la pasta encontró también una honrosa muerte una botella de un blanco tierno y engañoso, y con las berenjenas se sacrificó, en cambio, media botella de otro blanco que, bajo una suave apariencia, escondía un temperamento traidor.
– Hay que terminar la botella -dijo Ingrid.
Montalbano fue a buscar las aceitunas y el queso.
Después Ingrid quitó la mesa y él oyó que se ponía a lavar los platos.
– Déjalo, total mañana viene Adelina.
– Perdóname, Salvo, pero es más fuerte que yo.
El comisario se levantó, cogió una botella nueva de whisky y dos vasos y regresó a la galería.
Poco después Ingrid se sentó a su lado. Él le llenó un vaso hasta la mitad. Bebieron.
– Ahora podemos hablar -dijo Ingrid.
Durante la cena apenas habían hablado como no fuera para hacer comentarios acerca de lo que estaban comiendo. En los frecuentes silencios, el olor y el rumor del agua del mar que golpeaba las pilastras sobre las cuales descansaba la galería habían sido un condimento y una música de fondo tan repentinos como bienvenidos.
– ¿Cómo está tu marido?
– Bien, creo.
– ¿Qué significa «creo»?
– Desde que lo eligieron diputado vive en Roma, donde se ha comprado un apartamento. Yo nunca he ido. Viene a Montelusa una vez al mes, pero pasa más tiempo con sus electores que conmigo. Por otra parte, ya hace años que no mantenemos relaciones.
– Comprendo. ¿Amores?