– Los justos para sentirme viva. De serie B. Van y vienen.
Pasaron un rato en silencio, prestando atención al murmullo del mar.
– Salvo, ¿qué te pasa?
– ¿A mí? Nada. ¿Qué me tiene que pasar?
– No te creo. Tú me hablas, pero piensas en otra cosa.
– Perdona, pero tengo entre manos un caso importante y de vez en cuando me distraigo. Se trata de una chica a la que…
– No pico.
– No entiendo.
– Salvo, tú quieres cambiar de tema y tratas de despertar mi curiosidad. Pero yo no pico. Por si fuera poco, eres incapaz de mentir; te conozco desde hace demasiado tiempo. ¿Qué te pasa?
– Nada.
Esa vez fue Ingrid la que volvió a llenar los vasos. Bebieron.
– ¿Cómo está Livia?
Había pasado al ataque directo.
– Bien, creo.
– Comprendo. ¿Te sientes con fuerzas para contármelo?
– A lo mejor, dentro de un ratito.
El aire era tan salado que pellizcaba y ensanchaba la respiración.
– ¿Tienes frío?
– Estoy muy bien -contestó Ingrid.
Le pasó el brazo por debajo del suyo, se lo apretó y apoyó la cabeza sobre su hombro.
– … en resumen, sólo a finales de agosto se dignó contestar finalmente mis llamadas. Puedes creerme: debí de llamarla a diario durante casi un mes. Empecé a preocuparme en serio. Livia me dijo que ella también había intentado llamarme varias veces desde el barco de Massimiliano, pero que no había cobertura porque estaban en alta mar. No me lo creí.
– ¿Por qué?
– Pero ¿qué era aquello? ¿La vuelta al mundo sin escalas? ¿Es posible que nunca entraran en un puerto con teléfonos? ¡Anda ya! Y de esta manera, cuando tuvimos la posibilidad de volver a vernos, se armó un follón que no veas. Ahora que lo pienso, creo que fui un poco agresivo.
– Conociéndote como te conozco, quitaría ese «poco».
– De acuerdo, pero me sirvió. Livia me confesó que había habido algo entre ella y…
– ¿El primito Massimiliano? ¡No me digas!
– Yo también lo temía. Pero no; fue con un tal Gianni, un amigo de Massimiliano que iba con ellos en el barco. No quiso explicarme nada más. Oye, Ingrid, en tu opinión, ¿qué significa eso de que hubo algo?
– ¿De verdad quieres saberlo?
– Sí.
– Cuando una mujer dice que ha habido algo con un hombre, quiere decir que ha habido de todo.
– Ah.
Montalbano apuró el vaso y volvió a llenarlo. Ella lo imitó.
– Salvo, no me digas que eres tan ingenuo como para no haber llegado a esa misma conclusión.
– Llegué enseguida. Sólo quería que tú me lo confirmaras. Y entonces yo rematé la faena.
– No entiendo.
– Le solté que en verano yo tampoco había estado mano sobre mano.
Ingrid se sobresaltó.
– ¿Lo dices en serio?
– En serio.
– ¡¿Tú?!
– Yo, por desgracia.
– ¿Y dónde metiste las manos?
– Conocí a una chica mucho más joven que yo. Veintidós años. No sé cómo pudo ocurrir.
– ¿Te la tiraste?
Montalbano se sintió un poco molesto ante aquella manera de hablar.
– Para mí fue una cosa muy seria. Y sufrí de verdad.
– Bueno, pero en medio de un diluvio de lágrimas y remordimientos, hiciste el amor con ella. ¿Es así?
– Sí.
Ingrid lo abrazó, se medio levantó y le dio un beso en los labios.
– Bienvenido al club de los pecadores, cabrón.
– ¿Por qué me llamas cabrón?
– Porque le has contado a Livia ese desliz senil.
– No fue un desliz sino algo mucho más…
– Peor.
– ¡Pero Livia, en el fondo, fue leal conmigo! Me contó su historia. Yo no podía ocultarle que también…
– ¡Quita, por Dios! Y sobre todo no seas hipócrita, ni siquiera se te da bien. Tú a Livia el polvo con esa chica no se lo contaste por lealtad sino como represalia. ¿Y sabes qué te digo? Que a lo mejor lo que te indujo a tirarte a esa chica también fue que el silencio de Livia te provocaba celos. Por consiguiente, lo confirmo: eres un cabrón.
– Mira, Ingrid, que la historia con Adriana, así se llama, fue una cuestión muy complicada. Entre otras cosas, todo lo que ocurrió fue porque ella lo quiso, porque tenía una finalidad concreta.
– ¿Fuiste a misa el domingo?
– ¿Qué tiene que ver la misa?
– ¡Que estás razonando como un auténtico católico! ¡Para vosotros los católicos siempre es la mujer la que induce al hombre a cometer el pecado!
– ¿Vamos a iniciar una guerra de religión? Dejémoslo correr -dijo Montalbano enfurecido.
Se pasaron un buen rato en silencio, y después Ingrid murmuró:
– Perdóname.
– ¿Por qué?
– Por lo que he dicho sobre la chica. He sido estúpidamente vulgar.
– No, mujer, no.
– Sí, lo he sido. He visto que sufrías hablando de eso y entonces…
– ¿Entonces qué?
– Me ha dado un ataque de celos.
Montalbano no entendió nada.
– ¿Celos? ¿Estás celosa de Livia?
Ingrid rió.
– No, de Adriana.
– ¡¿De Adriana?!
– Pobre Salvo, tú a las mujeres jamás las entenderás. ¿Y ahora en qué situación estáis tú y Livia?
– No sabemos si vale o no la pena tratar de colocar los pedazos otra vez en su sitio.
– Mírame.
Montalbano se volvió a mirarla. Ingrid estaba muy seria.
– Va-le la pe-na. Te lo digo yo. No tiréis a la basura todos estos años juntos. Creéis que no habéis tenido hijos, pero en cambio sí tenéis uno: vuestro pasado en común. Yo no tengo ni eso.
Sorprendido, Montalbano vio caer dos gruesas lágrimas de sus ojos. No supo qué decirle. Quería abrazarla, pero pensó que empeoraría aquel momento de debilidad que ella estaba viviendo. Ingrid se levantó y entró en la casa.
Regresó con la cara lavada.
– Vamos a terminarnos la botella.
Se la terminaron.
– ¿Te sientes con fuerzas para conducir?
– No -contestó Ingrid con voz pastosa-. ¿Quieres echarme?
– Ni soñarlo. Cuando tú digas, te acompaño.
– No subiría a un coche contigo ni cuando no has bebido; imagínate si voy a subir ahora. ¿Aún te queda whisky?
– Tendría que haber media botella.
– Sácala.
Se la bebieron.
– Me ha entrado sueño -dijo Ingrid.
Se levantó tambaleándose ligeramente, se inclinó y besó a Montalbano en la frente.
– Buenas noches.
Él se fue al cuarto de baño procurando hacer el menor ruido posible, y cuando entró en el dormitorio, Ingrid, que se había puesto una de sus camisas, ya estaba durmiendo como un tronco.
7
Montalbano despertó más tarde que de costumbre con un ligero dolor de cabeza.
Ingrid aún estaba profundamente dormida. Durante la noche no se había movido del lugar en que se había tumbado. El perfume de su piel hizo que Montalbano se quedara un poco más en la cama con los ojos cerrados y las ventanas de la nariz abiertas. Después se levantó despacio y fue a mirar a través de la ventana.
No llovía, pero no había muchas esperanzas: el cielo estaba negro y uniformemente cubierto.
Fue al cuarto de baño, se vistió, preparó café, se bebió dos tazas seguidas y le llevó una a Ingrid.
– Buenos días. Yo tengo que irme dentro de poco. Tú quédate en la cama todo lo que te apetezca.
– Espérame. Me ducho rápidamente y estoy lista. Me apetece otro café, pero contigo.
Él regresó a la cocina a preparar otra cafetera para cuatro.
En casa no tenía nada para el desayuno, pues jamás lo tomaba. Los envases de mantequilla y mermelada sólo estaban en el frigorífico en los períodos en que Livia, que solía robarlos en los hoteles, bajaba a pasar unos días en Marinella.
Preparó lo mejor que pudo la mesita de la cocina con un par de servilletas de papel, dos tazas y el azucarero.