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Ingrid entró cuando el café acababa de salir. Se sentaron, y el comisario le llenó una taza. Por una vez, se sentía un poco cohibido.

Quizá la víspera no tendría que haberse abierto tanto a su amiga, confiarse tan a fondo. ¡Y encima con una sueca! Una gente que tanto respeta el pudor por los sentimientos… Igual la había puesto en un aprieto. Además, si había meado fuera del tiesto contándole lo suyo con Adriana, ¿con qué derecho le había contado encima la historia de Livia con Gianni?

Era una cuestión que afectaba a Livia y, si acaso, a él, y que debía quedar entre ellos dos. Pero, por otra parte, ¿con quien podía hablar de la situación sino con Ingrid?

«¿Sabes por qué te has ido de la lengua con Ingrid? Porque eres viejo y ya no aguantas el vino mezclado con whisky», dijo Montalbano primero.

«El vino, el whisky y la vejez no tienen nada que ver -terció Montalbano segundo-. ¿Cómo puedes evitar que salga sangre de una herida abierta?»

Pero Ingrid no insistió en el tema de la víspera porque seguramente había comprendido la incomodidad de su amigo.

– ¿Qué caso tienes entre manos, Salvo?

– Estos días las televisiones locales no hablan de otra cosa.

– Yo nunca veo las televisiones locales. Ni siquiera las nacionales, en realidad.

– En un vertedero de basura encontramos a una chica asesinada, y es muy difícil identificarla pues estaba desnuda, sin ropa ni documentos. Sólo tiene un pequeño tatuaje.

– ¿Qué tatuaje?

– Una mariposa.

– ¿Dónde? -preguntó Ingrid, repentinamente atenta.

– Muy cerca del omóplato izquierdo.

– ¡Dios mío! -exclamó ella palideciendo.

– ¿Qué ocurre?

– Hasta hace tres meses tuve una asistenta rusa que llevaba un tatuaje así… ¿Qué edad tenía?

– No más de veinticinco.

– Coincide. La mía tenía veinticuatro. ¡Dios mío!

– No corras tanto. Puede que no sea ella. Oye, ¿por qué dejaste de tenerla a tu servicio?

– Fue ella, que desapareció de repente.

– Explícate mejor.

– Una mañana no la vi por la casa. Pregunté a la cocinera y ella tampoco la había visto. Fui a su habitación, pero no estaba. Ya no regresó. La sustituí por una de Zambia.

¡Cómo iba a sustituirla por una de Trento o de Canicatti! Cada vez que Montalbano llamaba a casa de Ingrid, le contestaba alguien procedente de Antananarivo, Palikir, Lilongüe…

– Pero su desaparición me hizo sospechar -prosiguió Ingrid.

– ¿Por qué?

– Mira, yo casi nunca estoy en casa, pero las pocas veces que había hablado con ella…

– ¿Cuánto tiempo estuvo en tu casa? -la interrumpió Montalbano.

– Un mes y unos días. Te estaba diciendo que las pocas veces que hablé con ella no me causó buena impresión.

– ¿Por qué?

– Era evasiva, ambigua. No quería hablar de sí misma.

– Y al sospechar, ¿qué hiciste?

– Fui a echar un vistazo a los sitios donde guardo las joyas.

– ¿No tienes una caja fuerte?

– No. Las tengo escondidas en tres lugares distintos. Nunca me las pongo. Pero una vez me puse algunas porque tenía que acompañar a mi marido a una cena importante, y en aquella ocasión la chica debió de adivinar dónde las guardaba.

– ¿Te las robó?

– Las que estaban en aquel escondite, sí.

– ¿Estaban aseguradas?

– ¡Qué va!

– ¿Cuánto valían?

– Entre trescientos y cuatrocientos mil euros.

– ¿Por qué no la denunciaste?

– ¡La denunció mi marido!

– ¿En la Jefatura de Montelusa?

– No; en la comandancia de los carabineros.

Por eso él no se había enterado. ¡Imagínate si los carabineros se dignaban mantenerlos informados! Pero ¿acaso ellos no hacían lo mismo con los carabineros?

– ¿Cómo se llamaba?

– Me dijo que Irina.

– ¿Nunca viste algún documento suyo?

– No. ¿Por qué habría tenido que verlo?

– Perdona, pero ¿cómo haces para contratar asistentas, cocineras, mayordomos? En tu casa hay un ir y venir continuo.

– No soy yo quien se ocupa de eso, sino el contable Curcuraci.

– ¿Y ése quién es?

– Es el viejo administrador que antes se encargaba de los bienes de mi suegro que ahora pertenecen a mi marido.

– ¿Tienes su número?

– Sí, lo tengo en el móvil que he dejado en el coche. Ahora cuando salgamos te lo doy. Oye, si quieres yo podría… aunque la cosa no me gustaría para nada…

– ¿Querrías verla?

– Si puede serte útil para la identificación…

– El disparo que la mató le arrancó prácticamente la cara. No podrías reconocerla. A no ser que… Oye, ¿esa Irina tenía alguna señal particular que tú hubieras observado?

– ¿En qué sentido?

– Lunares, cicatrices…

– En la cara o las manos, no. En otras partes del cuerpo no sabría decirte, pues nunca la vi desnuda.

Había sido una pregunta estúpida.

– Espera, estoy recordando… ¿Las lentillas pueden ser una señal particular? -inquirió Ingrid.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque Irina las llevaba. Recuerdo que un día perdió una, pero la encontramos.

– ¿Puedes venir conmigo al despacho cinco minutos? Quiero enseñarte una fotografía.

– Es la segunda vez -dijo Ingrid levantándose.

– ¿De qué?

– Que hablamos de una persona desconocida sobre la cual tú estás investigando y que yo en cambio…

– Ya -repuso Montalbano de mala gana.

Ella se refería a aquella vez en que, al ver por casualidad la fotografía de un muerto ahogado que había sido amante suyo, permitió al comisario interrumpir un tráfico de niños.

Pero Montalbano no recordaba aquella investigación con agrado: le había costado una herida en el hombro y, aún más grave, también había tenido que matar a un hombre.

– No me cabe la menor duda: el tatuaje es el mismo -dijo Ingrid devolviéndole la fotografía al comisario, que la dejó encima del escritorio.

– ¿Estás segura?

– Segurísima.

Y de Ingrid podía fiarse.

– Pues entonces eso es todo. Te lo agradezco.

Ingrid lo abrazó con fuerza. Él correspondió al abrazo. El momento de incomodidad mientras tomaban el café en la cocina ya había desaparecido por completo.

Y, naturalmente, fue entonces cuando se abrió la puerta y apareció Mimì Augello.

– ¿Molesto? -preguntó con una voz como para partirle la cara a puñetazos.

– Para nada -contestó Ingrid-. Ya me iba.

– Te acompaño -dijo Montalbano.

– No hace falta -aseguró ella, besándolo ligeramente en los labios-. Y por lo que más quieras: mantenme al corriente.

Le dijo adiós con la mano a Augello y se fue.

– Ingrid nunca me ha tenido demasiada simpatía -dijo Mimì.

– ¿Lo has intentado?

– Sí, pero…

– Ten paciencia; no todas las mujeres se mueren de ganas de ser estrechadas entre tus viriles brazos.

– ¿Qué nos pasa esta mañana? ¿Un ataque de amargura? ¿Estamos nerviosos? ¿Algo no salió bien anoche?

– Mimì, ya basta de estupideces fuera de lugar. Ingrid ha venido porque vio en Retelibera las fotografías del tatuaje.

– ¿Ingrid lo tiene igual? ¿Lo has comprobado?

– Mimì, pero ¿es que no te das cuenta de lo mucho que me tocas, los cojones con esas insinuaciones imbéciles? Si no tienes ganas de hablar en serio, vete y envíame a Fazio.

Como si lo hubieran llamado, apareció Fazio.

– Sentaos -dijo el comisario-. En primer lugar, quiero saber cómo terminó la cosa con la señora Ciccina Picarella. ¿Vino ayer?

– Corriendo -contestó Augello-. Yo me había preparado diciéndole a Gallo y Galluzzo que se quedaran cerca y que intervinieran en cuanto ella empezara a pegar gritos. Pero en cambio…