– Pero ¿por qué precisamente una mariposa?
– Quién sabe. Quizá porque el tatuaje de un elefante o un rinoceronte desentona con una chica guapa.
Se hizo el silencio.
– ¿Qué hacemos? -preguntó al poco Mimì.
– De momento, esta mañana quiero comprobar una cosa -dijo Montalbano.
– ¿Y yo puedo empezar mi recorrido por las fábricas de muebles y los talleres de restauración? -preguntó Fazio a su vez.
– Sí, cuanto antes empieces, mejor.
– ¿Y yo? -dijo Augello.
– Ya te lo he dicho: métete en el bolsillo la fotografía de Picarella y corre a ver al jefe superior; hazme caso. Nos vemos esta tarde a las cinco. Ah, enviadme a Catarella.
Mientras ambos salían, Montalbano escribió algo en una hoja doblada. Catarella se presentó de inmediato.
– ¡A sus órdenes, dottori!
– En esta hoja hay dos nombres, Graceffa y monseñor Pisicchio. De Graceffa te he anotado también el número. Lo llamas y le pides que te dé el número de su hermana, que se llama Carmela, el número y la dirección. Después busca en la guía telefónica de Montelusa a monseñor Pisicchio, lo llamas y me lo pasas. ¿Está claro?
– Más claro que el sol, dottori.
A los cinco minutos sonó el teléfono.
– Pisicchio.
– ¡Ah, monseñor! Soy el comisario Montalbano de Vigàta. Disculpe que me haya tomado la libertad de…
– ¿Por qué quiere saber cómo se llama mi hermana y su número de teléfono? -lo interrumpió Pisicchio.
Por la voz se deducía que el monseñor estaba más bien cabreado. Virgen santa, pero ¿qué lío había armado Catarella?
– No, monseñor, perdóneme; el encargado de la centralita… el encargado de la centralita se habrá… su hermana no… perdone, yo quería ir a verlo esta mañana a propósito de una investigación que…
– ¿Que no se refiere a mi hermana?
– En absoluto, monseñor.
– Pues entonces venga a las doce del mediodía en punto. Via del Vescovado, cuarenta y ocho. Sobre todo, le ruego que sea puntual.
La comunicación se cortó sin ninguna despedida. Era hombre de pocas palabras monseñor Pisicchio.
– ¡Catarella!
– ¡Aquí estoy, dottori! ¡Tengo el número de la hermana de Graceffa!
– Pero ¿por qué le has preguntado el nombre y el número de su hermana también a monseñor?
Catarella lo miró perplejo.
– Pero ¿usía no quería el número de las dos hermanas, la de Graceffa y la de monseñor Pisicchio?
– Déjalo correr. Dame el número que te ha facilitado Graceffa y procura desaparecer.
Catarella se retiró, confuso y humillado. Como es natural, en el número no se distinguía si los treses eran ochos y los cinco, seises. Consiguió acertar a la primera.
– ¿Señora Loporto?
– Sí, ¿con quién hablo?
– Soy el comisario Montalbano. Su hermano Beniamino me ha facilitado su número. Necesito hablar con usted.
– ¿Conmigo?
– Sí, señora.
– ¿Y yo por qué tengo que hablar con usted? ¡Ni hablar del peluquín! ¡Yo la conciencia la tengo tranquila!
– No me cabe duda. Se trata de una simple información.
– ¡Ah, bueno! ¡Ya lo he comprendido! -Carcajada sardónica de la señora Loporto.
– ¿Qué ha comprendido?
– ¡Ya no hay comidita para gatos, amigo mío!
– No entiendo, señora.
– ¡Yo, en cambio, a ti te entiendo muy bien! Como la otra vez, que con la excusa de pedirme una información, ¡me vendiste una aspiradora que no funcionaba! Quizá lo mejor sería cambiar de tono.
– Muy bien, pues dentro de cinco minutos van dos agentes a recogerla y la traen a comisaría.
– Pero ¿de verdad eres un poli?
– Sí. Y le aconsejo que conteste a mi pregunta: cuando usted buscaba una cuidadora para su hermano, ¿a quién recurrió?
– Al padre Pinna.
– ¿Quién es?
– ¿Cómo que quién es? Un cura. ¡El párroco de mi iglesia!
– ¿Y él fue quien le indicó a aquella chica rusa, Katia?
– No; el padre Pinna me dijo que me dirigiera a monseñor Pisicchio, que está en Montelusa.
– ¿Y fue monseñor Pisicchio quien le envió a Katia?
– No; fue otra persona por cuenta del monseñor.
Las calles de la parte antigua de Montelusa están tan enmarañadas como los intestinos en la barriga; las direcciones prohibidas, las obras públicas, los contenedores de basura llenos a rebosar, los cascotes de una finca baja con jardín que se había derrumbado dos meses atrás y seguían obstruyendo la mitad de una callejuela, hicieron que Montalbano llegara diez minutos después del mediodía.
– Llega usted con retraso -dijo monseñor Pisicchio mirándolo indignado-. ¡Y eso que le había rogado que fuera puntual!
– Perdone, pero el tráfico…
– ¿Acaso el tráfico es una novedad? Eso significa que, sabiendo que siempre hay tráfico, uno sale antes de casa y evita llegar tarde.
Era un hombretón de unos cincuenta años, de cabello pelirrojo y figura y modales de ex jugador de rugby. En el despacho del obispado, todos los muebles estaban en proporción con el tonelaje del monseñor, incluido el crucifijo que había detrás del escritorio y que también lo miró de mala manera, o eso por lo menos le pareció a Montalbano, por haber llegado con retraso.
– Crea que lo siento -dijo Montalbano, temiendo sufrir algún castigo corporal.
– ¿Qué desea de mí?
– Me han dicho que está usted al frente de una organización que se encarga de buscar trabajo…
– Sí. La organización, como usted la llama, es una asociación fundada hace cinco años, La Buena Voluntad. Nos encargamos sobre todo de muchachas muy jóvenes para evitar que caigan en ambientes ambiguos o en el mundo del hampa, estilo droga, prostitución…
– ¿Cuántos son ustedes?
– Aparte de mí, seis. Tres hombres y tres mujeres. Todos voluntarios, dotados precisamente de buena voluntad.
– ¿Cómo hacen las chicas para ponerse en contacto con ustedes?
– De muchas maneras. Algunas se presentan solas porque se han enterado de nuestra existencia; a otras nos las indican los párrocos, asociaciones similares a la nuestra u otras personas corrientes; a otras conseguimos convencerlas de que abandonen lo que estaban haciendo y confíen en nosotros.
– ¿Y cómo las convencen? -preguntó el comisario. Confió en que, entre los medios de convicción, no se incluyeran maneras rudas propias de un jugador de rugby.
– Nuestros voluntarios las abordan en las calles donde han empezado a prostituirse o bien en los locales nocturnos… En resumen, intentamos llegar a tiempo, antes de que ocurra lo irreparable.
– ¿Cuantas aceptan su ayuda?
– Más de las que pueda imaginar. Muchas jóvenes se dan cuenta del peligro y prefieren un trabajo honrado a las ganancias fáciles.
– ¿Ocurre que alguna muchacha se harte del trabajo honrado y regrese a las ganancias fáciles?
– Raras veces.
– ¿Podría hablar con sus voluntarios?
– No hay problema. -Buscó bajo el escritorio, sacó una hoja y se la entregó-. Aquí están los nombres, direcciones y números de teléfono.
– Se lo agradezco. He venido por dos chicas rusas, Katia e Irina, que su organización, perdón, su asociación ha…
– Por desgracia, de esa tal Irina me hablaron. Pero usted no tiene que dirigirse a mí.
– ¿Pues a quién entonces?
– Verá, yo represento legal y oficialmente a La Buena Voluntad, la presido, recaudo fondos, pero ¿me creerá si le digo que, en cinco años, no he visto ni siquiera a una de esas chicas?
– ¿Pues a quién debo dirigirme?
– Al primer nombre de la lista. Es el cavaliere Guglielmo Piro, el brazo operativo, vamos a decir.
– ¿La organización, perdón, la asociación tiene una sede?