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– Sí, en dos cuartitos de via Empedocle, doce. Encontrará todas las indicaciones en la hoja que le he entregado.

– ¿Qué horario tienen?

– En via Empedocle hay alguien sólo pasadas las siete de la tarde. De día mis voluntarios trabajan, ¿comprende? Además, para hacer lo que hacemos, nos basta el teléfono. Y ahora no me haga más preguntas. Habrá de perdonarme, pero tengo un compromiso. Si se hubiera dignado ser puntual…

Puesto que se encontraba en Montelusa, se acercó un momento a Retelibera.

Nicolò Zito le dijo que no tenía mucho tiempo porque estaba a punto de salir en antena con el telediario.

– ¿Sabes que, a propósito de las fotos, no he recibido ninguna llamada más exceptuando las dos del primer día?

– ¿Te parece extraño?

– Un poco. ¿Debo seguir sacándolas en antena?

– Sólo hoy y después basta.

Montalbano también se había sorprendido de la escasez de informaciones. En general, la búsqueda de una persona a través de la televisión desencadenaba un diluvio de llamadas de gente que realmente había visto, de gente que había creído ver, y de gente que no había visto nada pero aun así llamaba. Esta vez, en cambio, sólo se habían recibido dos llamadas, y por si fuera poco, una de ellas era completamente inútil.

* * *

Llovía ligeramente cuando se detuvo delante de la trattoria. Seguía sin haber pescado fresco, pero Enzo le llevó de primero pasta con pesto trapanés, y de segundo bacalao alla ghiotta, es decir, a la glotona, según la antigua receta mesinesa.

En conjunto, Montalbano no se sintió con ánimos para quejarse aunque no tuviera una especial inclinación por el bacalao.

Al salir de la trattoria, puesto que seguía lloviendo un poco, fue a la comisaría.

De la hoja que le había entregado monseñor Pisicchio se deducía que el cavaliere Guglielmo Piro, el primero de la lisia en su condición de brazo operativo, tenía tres números de teléfono. Después del primero figuraba «dom.», después del segundo «desp.», y después del tercero nada porque era el de un móvil.

Igual a aquella hora el cavaliere estaba en su casa descansando después de comer. Marcó el primer número.

– ¿Oiga? ¿Hablo con casa Piro? ¿Sí? Soy el comisario Montalbano.

– Tú espera que yo aviso -dijo la voz de una chica.

Se ve que el cavaliere se servía de su misma asociación.

– ¿Dígame? No he entendido quién llama.

– Cavaliere, soy el comisario Montalbano. Necesito verlo urgentemente.

– ¿Para una casa?

¿De qué estaba hablando? ¿Qué pintaban las casas?

– No; necesito que usted me proporcione información sobre las muchachas rusas que…

– Entiendo. Como mi principal actividad es la venta de casas, había pensado… ¿Quién le ha facilitado mi número?

– Monseñor Pisicchio, que también me ha dado una hoja ilustrativa de La Buena Voluntad, la asociación que tienen ustedes.

¡Había conseguido no llamarla organización!

– Ah. Pues entonces podríamos vernos más tarde en via Empedocle.

– De acuerdo. Dígame a qué hora.

– ¿Le parece bien a las seis? Si quiere verme antes, puede ir a mi agencia inmobiliaria, que está en la via…

– No, cavaliere; se lo agradezco, pero me va muy bien a las seis.

Después le entró una duda. ¿Y si en La Buena Voluntad estaban todos chiflados como monseñor Pisicchio?

– Le advierto que a lo mejor llego con un poco de retraso.

– No importa. Lo esperaré.

El primero que apareció a las cinco fue Mimì Augello.

– ¿Has visto al jefe superior?

– ¿Sabes que la señora Ciccina ya había hablado con él?

– ¡Pues se habrá presentado a las tantas de la madrugada! Pero bueno, ¿qué te ha dicho?

– Que nos hemos tomado el secuestro a la ligera. Que enseguida nos hemos empeñado en decir que era un montaje y no hemos organizado búsquedas serias. Que ha habido demasiada superficialidad. Que él no está en modo alguno dispuesto a defendernos si se descubre que se trata de un auténtico secuestro. Que nada nos autoriza a pensar que la señora Ciccina no tenga razón. Que puede ser un doble. Que la creencia popular según la cual en el mundo hay siete personas exactamente iguales no es tan descabellada en el fondo. Que…

– Ya basta. ¿En resumen?

– ¿Tú te acuerdas de Poncio Pilato?

Llegó Fazio.

– ¿Me traes algo?

– No, señor dottore; vengo con las manos vacías. Además, voy demasiado despacio.

– ¿Por qué?

– Porque no sé qué tengo que preguntar, lo que tengo que hacer, dónde tengo que mirar. En cualquier caso, he empezado con los dos restauradores y con la fábrica de muebles que hay aquí en el pueblo.

– Dime.

– La fábrica de muebles Jannuzzo quebró hace un año. La tienda está abierta para la venta de los muebles que todavía quedan, pero la gran nave donde los fabricaban está cerrada y ya nadie trabaja allí. He echado un vistazo a las cadenas de las puertas, y están todas oxidadas; le garantizo que nadie las ha tocado en los últimos meses.

– ¿Y los talleres de restauración?

– Uno está en un local de cuatro metros por cuatro, y el restaurador, por decirlo de alguna manera, arregla sillas de paja, cómodas a las que les falta una pata y cosas así. Las cosas que tiene que reparar las saca a la acera y por la noche las guarda dentro. En cambio, el otro es un verdadero restaurador. He hablado con él; se llama Filippo Todaro. Tenía purpurina y me la enseñó. Me explicó que necesita muy poca para la restauración de dorados. Cuestión de pocos gramos.

– ¿Me estás diciendo que nos olvidemos de los restauradores?

– Sí, señor dottore.

– Pues muy bien. Recuerdo que me dijiste que las fábricas de muebles son sólo cuatro.

– Sí, pero…

– ¿Crees que es inútil?

– Sí, señor. Me parece que es una completa pérdida de tiempo, o sea que no merece la pena.

– No te desanimes, Fazio. Mañana habrás terminado. Pero créeme, es demasiado importante, hay que hacer esa comprobación.

– Dos las hago yo -se ofreció Mimì, conmovido por la desconsolada expresión de Fazio.

– Pero ¿por qué piensas que estás haciendo algo inútil? -preguntó Montalbano.

– Dottore, no sé explicarlo con palabras. Es una sensación.

– ¿Quieres saber una cosa? Yo también tengo la misma sensación. Así que terminemos con el control de las fábricas de muebles, y después, cuando hayamos llegado a la conclusión de que estamos siguiendo un camino equivocado, nos pondremos a buscar otro.

– Como quiera usía.

Puesto que se había desatado otro diluvio y los limpiaparabrisas no daban abasto para retirar el agua del cristal, le costó Dios y ayuda encontrar la maldita via Empedocle. Cuando finalmente la enfiló, no había sitio para aparcar ni siquiera un alfiler. Consiguió estacionar en una callecita casi paralela, via Platone. Teniendo en cuenta que se encontraba en un barrio filosófico, decidió tomarse el asunto con filosofía.

Esperó en el interior del coche a que amainara un poco la lluvia y después bajó, pegó una buena carrera y llegó a la cita con un cuarto de hora de retraso. Pero no hubo reproches.

– Quisiera saber en primer lugar cómo se desarrolla el trabajo que ustedes llevan a cabo.

– En realidad, nuestro trabajo es muy sencillo -dijo el cavaliere Guglielmo Piro.

Era un sesentón tirando a bien vestido y un tanto enano, sin un solo cabello en la cabeza ni pagado a precio de oro, y que además tenía un tic: cada tres minutos se pasaba el índice de la mano derecha bajo la nariz. El primero de los dos cuartitos era una especie de lugar de acogida con sillas, butacas y un sofá; en el segundo, donde se encontraban el comisario y el cavaliere, había un ordenador, tres ficheros, dos teléfonos y dos escritorios.