– Parece que el juez hablará en favor de un arresto domiciliario.
El café era bueno.
– Dame otra taza, Adelì.
Puesto que el dottor Pasquano iba a llegar tarde, podía tomárselo con calma.
En la época de los griegos, el Salsetto era un río, pero en la época de los romanos se convirtió en un torrente, en un riachuelo durante la época de la unificación de Italia, después, en la época del fascismo, en un arroyo de mierda, y finalmente, con la llegada de la democracia, en un vertedero de basura ilegal. Durante el desembarco de 1943, los americanos construyeron, sobre el lecho ya seco, un puente metálico que unos años después desapareció de la noche a la mañana, desmontado completamente por los ladrones de hierro. Pero el lugar había conservado su nombre. Montalbano llegó a una explanada donde había cinco vehículos de la policía, dos automóviles privados y los furgones para trasladar los cadáveres al depósito. Los coches policiales pertenecían todos a la Jefatura de Montelusa y los privados eran uno de Mimì Augello y otro de Fazio.
«¿Cómo es posible que en Montelusa tengan gasolina para parar un tanque mientras que a nosotros nos falta?», se preguntó el comisario, contrariado.
Prefirió no darse ninguna respuesta.
Augello se le acercó en cuanto lo vio bajar del coche.
– Pero, Mimì, ¿no podías rascarte los cojones tú solito?
– Salvo, a ti no hay quien te entienda.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que si no te hubiese pedido que vinieras, después me habrías dejado atontado con tus «y por qué no me has dicho esto y por qué no me has dicho lo otro».
– ¿Cómo es la muerta?
– Está muerta.
– Mimì, una respuesta así es peor que un disparo a traición. Como me sueltes otra, te pego un tiro en legítima defensa. Te lo vuelvo a preguntar: ¿cómo es la muerta?
– Jovencita. Poco más de veinte años. Y parece muy guapa.
– ¿La habéis identificado?
– ¡Pero qué dices! Está desnuda, y no hay ropa, ni siquiera un bolsito.
Habían llegado al borde de la explanada.
Una especie de sendero de cabras conducía al vertedero, situado unos diez metros más abajo. Justo al final del sendero había un grupo de personas entre las cuales reconoció a Fazio, el jefe de la Científica, y al dottor Pasquano, inclinado sobre algo que parecía un maniquí. En cambio, el fiscal Tommaseo se encontraba en medio del sendero, desde donde vio al comisario.
– Espere, Montalbano, ya estoy aquí.
– Pero ¿cómo? ¿Ha venido Pasquano? -preguntó el comisario.
Mimì lo miró perplejo.
– ¿Por qué no tendría que haber venido? Llegó hace media hora.
Por lo visto, el cabreo con el pobre Catarella había sido una broma.
Pasquano era célebre por su mal carácter y tenía especial empeño en ser considerado un hombre imposible, por eso muchas veces se dedicaba a hacer teatro, para conservar la fama.
– ¿No baja? -preguntó Tommaseo, acercándose sin resuello.
– ¿Y para qué voy a bajar? Ya la ha visto usted.
– Debía de ser muy guapa. Un cuerpo maravilloso -dijo el fiscal con los ojos brillantes a causa de la excitación.
– ¿Cómo la han matado?
– Un disparo en la cara con un revólver de gran calibre. Está absolutamente irreconocible.
– ¿Por qué piensa que ha sido un revólver?
– Porque los de la Científica no han encontrado el casquillo.
– ¿Qué ha ocurrido según usted?
– ¡Pero si está clarísimo, querido amigo! Bueno pues: la pareja llega a la explanada, baja del coche, recorre el sendero y llega al arenal para ocultarse. La chica se desnuda, y después, una vez terminado el acto sexual… -Se detuvo, se lamió los labios, tragó saliva al pensar en la imagen del acto-. Entonces el hombre le pega un tiro en la cara.
– ¿Por qué?
– Bueno, eso ya lo veremos.
– Oiga, pero ¿brillaba la luna?
Tommaseo lo miró desconcertado.
– Verá, no se trataba de un encuentro romántico, la luna no era necesaria, sólo se trataba de…
– Ya he comprendido de qué se trataba, dottor Tommaseo. Pero lo que quiero decir es que en estas últimas noches no brillaba la luna, así que tendríamos que haber encontrado dos cadáveres.
Tommaseo se quedó estupefacto.
– ¿Por qué dos?
– Porque, bajando en medio de una oscuridad total por ese senderito, el hombre tendría que haberse desnucado con toda seguridad.
– ¡Pero qué me dice, Montalbano! ¡Debían de tener una linterna! ¡Imagínese si no estaban organizados! En fin, yo, por desgracia, debo irme. Ya hablaremos. Buenos días.
– ¿Tú crees que fue eso lo que ocurrió? -le preguntó Montalbano a Mimì cuando Tommaseo se fue.
– ¡Eso para mí es una de las consabidas fantasías sexuales de Tommaseo! ¿Por qué tenían que bajar al vertedero a echar un polvo? ¡Ahí abajo hay un pestazo que corta la respiración! ¡Y unas ratas capaces de comerte vivo! ¡Podían hacerlo muy bien en esta explanada, que es famosa por la cantidad de gente que viene a follar! Pero ¿no has visto cómo está el suelo? ¡Hay todo un mar de preservativos!
– ¿Le has hecho esa observación a Tommaseo?
– Pues claro. ¿Y sabes qué me contestó?
– Me lo puedo imaginar.
– Me contestó que igual esos dos se fueron a follar al vertedero porque, en medio de la mierda, disfrutaban más. El gusto de la depravación, ¿comprendes? ¡Cosas que sólo se le pueden ocurrir a alguien como Tommaseo!
– Muy bien. Pero si la chica no era una puta profesional, es posible que aquí en esta explanada, con tantos coches y con los camiones que pasan…
– Los camiones que se dirigen al vertedero no pasan por aquí, Salvo. Descargan al otro lado, donde hay una pendiente más cómoda que se hizo especialmente para los vehículos pesados.
En la parte superior del sendero apareció la cabeza de Fazio.
– Buenos días, dottore.
– ¿Les falta mucho?
– No, dottore; una media hora más.
A Montalbano no le apetecía ver a Vanni Arquà, el jefe de la Científica. Le inspiraba una antipatía visceral, ampliamente correspondida.
– Ya vienen -dijo Mimì.
– ¿Quiénes?
– Mira hacia allí -contestó Augello señalando en dirección a Montelusa.
En la carretera de tierra que llevaba al vertedero desde la provincial se estaba levantando una nube de polvo idéntica a un tornado.
– ¡Virgen santísima, los periodistas! -exclamó el comisario. Seguro que alguien de Jefatura se había ido de la lengua-. Nos vemos en el despacho -dijo, encaminándose a toda prisa hacia su automóvil.
– Yo vuelvo ahí abajo -repuso Mimì.
La verdadera razón por la cual no había querido bajar al vertedero era que no deseaba ver lo que habría tenido que ver: el cadáver de una chica de poco más de veinte años. Antes le daban miedo los moribundos mientras que los muertos no le causaban la menor impresión. Ahora, de unos años a esta parte, no soportaba la contemplación de muertos asesinados todavía en la flor de la edad. En su interior surgía una rebelión absoluta en presencia de algo que consideraba contrario a la naturaleza, una especie de sacrilegio máximo, aunque el muerto fuera un delincuente y tal vez incluso un asesino. ¡Y no hablemos de los chiquillos! El comisario apagaba inmediatamente el televisor en cuanto el telediario mostraba cuerpos de niños destrozados, muertos a causa de la guerra, el hambre, la enfermedad.
– Es tu paternidad frustrada -había sido la conclusión de Livia, dicha con cierta perversidad, cuando él le comentó la cuestión.
– Jamás había oído hablar de la paternidad frustrada, siempre de la maternidad frustrada -replicó él.
– Si no se trata de paternidad frustrada -insistió Livia-, a lo mejor quiere decir que sufres un complejo de abuelo.