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– ¿Cómo se llama Masino?

– Tommaso Lapis, y es el tercer nombre de la lista que le ha entregado monseñor. Pero Anna también hace lo mismo algunas veces. Anna Degregorio es el cuarto nombre.

– ¿Anna Degregorio frecuenta sola los locales nocturnos?

– No, de ninguna manera. Es una chica muy guapa y podría haber equívocos. Va con su novio, que sin embargo no pertenece a nuestra asociación.

– Pero sabe combinar lo útil con lo placentero.

– Se me escapa el sentido de la…

– ¿La señorita también presenta la nota de gastos?

– Por supuesto.

– ¿Y ella también va el sábado por la noche?

– No. El domingo. El lunes no trabaja.

– ¿A qué se dedica?

– Es peluquera.

– Mire, voy a decirle el motivo por el cual quería verlo. Le daré dos nombres: Irina y Katia, rusas, veintipocos años, ambas nacidas en Chelkovo.

– Ya me lo imaginaba, ¿sabe? ¿Irina ha vuelto a hacer trastadas? El contable Curcuraci se nos quejó por el robo de las joyas de la señora Sjostrom. Pero nosotros no podemos garantizar la honradez de las chicas. ¿Qué ha hecho ahora?

– No me consta que haya hecho ninguna trastada. Sé que Irina se apellida Ilic. Pero quisiera saber el apellido de Katia.

– Espere un momento.

Piro se acercó al ordenador y se entretuvo buscando un poco.

– Katia Lissenko, nacida en Chelkovo el tres de abril de mil novecientos ochenta y cuatro. ¿Ella también ha causado algún daño?

– No creo.

– Aquí consta que la habíamos colocado como cuidadora de un señor de Vigàta, Beniamimo Graceffa. ¿Sigue trabajando allí?

– No; se fue. ¿Se puso de nuevo en contacto con ustedes?

– No hemos vuelto a tener noticias suyas.

– ¿Y de Irina?

– De Irina tampoco, pero si hubiera vuelto a presentarse, habríamos tenido que mandarla detener. No habríamos podido evitarlo. Nosotros respetamos totalmente la…

– ¿Han tenido muchos casos de chicas que los hayan defraudado, traicionado su confianza?

– Sólo dos veces, por suerte. Como ve, un porcentaje francamente irrisorio. Irina y una nigeriana.

– ¿Qué hizo la nigeriana?

– Amenazó con un cuchillo a la señora en cuyo domicilio trabajaba; los hechos ocurrieron hace aproximadamente cuatro años. No hemos tenido otras quejas, gracias a Dios.

Al comisario no se le ocurría ninguna otra pregunta. El pestazo a quemado lo notaba más fuerte que nunca, pero no conseguía establecer su origen. Se levantó.

– Gracias por todo, cavaliere. Si necesitara algo más…

– Estoy a su entera disposición. Lo acompaño.

Fue justo en la puerta cuando se le ocurrió preguntar:

– ¿Recuerda si Katia e Irina llegaron juntas a su asociación?

El cavaliere Piro no tuvo la menor duda.

– Juntas, lo recuerdo perfectamente.

– ¿Y eso?

– Estaban muy asustadas. Aterrorizadas. Michelina, el tercer nombre de la lista, la que se encarga de la acogida inicial, ya no sabía qué hacer, hasta el punto de que se vio obligada a llamarme para que la ayudara a tranquilizarlas un poco.

– ¿Le dijeron el motivo?

– No. Pero se puede comprender.

– ¿O sea?

– Probablemente se habían escapado a espaldas de su, ¿cómo diría?, explotador.

– ¿Por qué piensa en un explotador? Al parecer no eran putas, sino bailarinas.

– Ciertamente. Pero a lo mejor no habían terminado de pagar a quien las ayudó a venir a Italia. Usted ya sabe cómo se realizan esas expatriaciones, ¿verdad? Su amiga, en cambio, llegó una semana después.

Seguramente un golpe en la cabeza le habría hecho menos efecto a Montalbano.

– ¿Su… su… su amiga?

El cavaliere se sorprendió de la violenta sorpresa del comisario.

– Sí… Sonia Mejerev, también de Chelkovo, que…

– ¿Dónde la colocaron?

– No tuvimos tiempo de hacerlo porque una noche, después de una semana de permanencia con nosotros, ya no regresó al chaletito. Desapareció.

– Pero ¿no preguntaron a sus amigas si sabían algo?

– Sí, desde luego. Pero Irina nos tranquilizó, nos dijo que Sonia había encontrado a un amigo de su padre y que era…

– ¿Fue Masino quien las convenció a las tres de que vinieran aquí, a su asociación?

– No; se presentaron espontáneamente.

– ¿Tiene fotografías de las chicas?

– Tengo fotocopias de los pasaportes.

– Vamos dentro. Las quiero.

Mientras el cavaliere imprimía desde el ordenador, Montalbano le preguntó:

– ¿Puede darme la dirección del chalet donde se alojan las chicas?

– Está en la carretera de Montaperto. Inmediatamente después del surtidor de gasolina. Es un chalet bastante grande…

– ¿Cómo de grande?

– Tres pisos; lo reconocerá enseguida.

El chaletito había aumentado repentinamente de tamaño.

– ¿Las chicas comen allí?

– Sí. Tenemos cocinera y asistenta. Hay también una, ¿cómo diría?, una encargada que duerme en la casa. Algunas veces nuestras huéspedes están intranquilas. Se pelean por cualquier tontería, llegan a las manos, se hacen desaires.

– ¿Puedo ir?

– ¿Adónde?

– Al chaletito.

El cavaliere no dio la impresión de estar muy de acuerdo.

– Bueno, es que a esta hora… Ya está de guardia el vigilante nocturno. Tiene orden taxativa de no dejar entrar a nadie. Comprenderá que, con todas esas mujeres, unos malvados serían capaces de… Si quiere, puedo llamar y… pero no veo ningún motivo para que usted…

– ¿La asistenta y la cocinera también duermen allí?

– La cocinera sí. La asistenta no; entra a trabajar a las nueve de la mañana y sale a la una.

– Anóteme el nombre, el apellido, la dirección y el número de teléfono de la asistenta.

* * *

Fue lo primero que hizo nada más llegar a Marinella. Dejó las fotografías encima de la mesita de noche y la llamó.

– ¿La señora Ernestina Vullo? Soy el comisario Montalbano.

– ¿Comisario de qué?

– De policía.

– Oiga, mire, yo a mi hijo 'Ntoniu lo eché de casa a patadas. ¿Es mayor de edad?

– ¿Quién? -preguntó Montalbano, un tanto perplejo y no muy seguro de que la pregunta estuviera dirigida a él.

– Mi hijo. ¿Es mayor de edad?

– No sabría decirle.

– ¡Pues claro que es mayor de edad! ¡Tiene treinta años! Y por eso usted tiene que ir a buscarlo donde coño se esté exhibiendo y no a mi casa. Buenas noch…

– ¡Espere, señora; no cuelgue! No la llamo por su hijo sino por su trabajo en el chalet de La Buena Voluntad, donde se alojan…

– ¡… esas puercas! ¡Esas grandísimas putas! ¡Guarras! ¡Zorras! ¡Chicas de mala vida! ¡Uff, comisario! ¡Imagínese que por la mañana van desnudas por toda la casa!

Justo lo que él quería saber.

– Oiga, señora, piense un poco antes de contestar. Procure recordar bien. Hace tiempo hubo en el chalet tres chicas rusas, Irina, Sonia y Katia. ¿Las recuerda?

– Pues claro. Katia era una buena chica. Sonia se escapó.

– ¿Tuvo ocasión de ver si las tres lucían el mismo tatuaje cerca de la paletilla izquierda?

– Sí, señor, una mariposa.

– ¿Las tres?

– Las tres. Una mariposa exactamente igual.

– ¿Ha visto que en la televisión han mostrado…?

– Yo no veo la televisión.

¿Sería útil convocarla en comisaría y mostrarle las fotografías? Llegó a la conclusión de que no.

– Una vez, pero de eso hace más de dos años -prosiguió la mujer-, vi un tatuaje en el omóplato izquierdo de una chica rusa, en el mismo sitio exacto donde las otras tenían la mariposa.

– ¿Una mariposa de otra clase?