– No, señor, no era una mariposa… Espere que ahora no me sale cómo se llama… se llama… ah, sí: cululùchira.
Oh, Virgen santa, ¿qué podría ser? ¿Un trasero tatuado? ¿No sería excesivo incluso para una bailarina de nightclub?
– ¿Puede explicarme qué es?
– ¿No sabe lo que es? ¡Oh, santo Dios! ¡Todos saben lo que es! ¿Y ahora cómo se lo explico yo?
– Inténtelo.
– Bueno, pues digamos que es casi tan grande como una mosca, vuela de noche y hace luz.
¡Una luciérnaga!
En cuanto colgó, el teléfono sonó.
– ¿Dutturi Montalbano? Soy Adelina.
– Dime, Adelì. ¿Qué hay?
– Que mi hijo quería verlo.
Se le había olvidado por completo.
– Adelì, he tenido tantas cosas que hacer que…
– Mi hijo dice que es urgente.
– Mañana por la mañana voy sin falta. Buenas noches, Adelì.
Puesto que tenía el teléfono a mano, lo utilizó.
– ¿Fazio?
– Dígame, dottore.
– Perdona que te moleste llamándote a casa.
– ¡Faltaría más!
– ¿Has conseguido averiguar algo en las fábricas de muebles?
– He decidido con el dottor Augello que yo iría a ver las dos de Montelusa. Lo he hecho todo en cuestión de una hora. La primera sólo fabrica muebles modernos. La segunda fabricaba muebles con dorados hasta hace un par de años. Le pregunté al propietario si conservaban purpurina y me dijo que la poca que les quedaba la habían tirado.
– ¿Pues entonces estamos siguiendo un camino equivocado, tal como decías tú?
– Me parece que sí.
– Esperemos a ver qué dice Augello y después lo decidimos. ¿O sea que tú mañana por la mañana tienes un poco de tiempo?
– Claro. ¿Qué tengo que hacer?
– He sabido que las jóvenes rusas vivían en un chalet alquilado por La Buena Voluntad, que es la asociación presidida por monseñor Pisicchio que se encarga de buscarles trabajo a esas chicas. El brazo derecho del monseñor, el cavaliere Guglielmo Piro, que tiene una agencia inmobiliaria, me ha dicho que el chalet pertenece a una sociedad de Montelusa, la Mirabilis. Es un chalet grande de tres pisos en la carretera de Montaperto, pasado el surtidor de gasolina.
– ¿Tengo que ir?
– No. A mí me interesa saber quién hay en la Mirabilis, los nombres del consejo de administración, de los socios… Lo que se sabe oficialmente y, sobre todo, lo que prefieren que no se sepa oficialmente.
– Voy a probar.
– No he terminado, perdona.
– Dígame.
– Quisiera saber también la vida y milagros de ese cavaliere Piro, que, como ya te he dicho, posee una agencia inmobiliaria en Montelusa. Quiero saber la fama que tiene.
– ¿No le convence?
– ¿Qué quieres que te diga? No me convence nada de esa asociación. Pero es sólo una impresión mía. A lo mejor monseñor Pisicchio no lo sabe, pero igual a sus espaldas…
– Empezaré mañana a primera hora.
No llovía a pesar del mal tiempo. El agua del mar se había retirado de debajo de la galería y ahora se había quedado hacia la mitad de la playa. Podía comer fuera.
Se preparó un plato hondo de caponatina acompañado con pan elaborado con harina de trigo duro. Un pan que le gustaba tanto que algunas veces, cuando estaba recién hecho, lo partía con la mano y se lo zampaba solo y sin ningún acompañamiento.
Para volver a sonar, el teléfono esperó educadamente a que terminara de comer.
10
– Salvo, soy yo.
¡Livia!
Ya no se esperaba esa llamada; no pensaba, después de lo que se habían dicho la última vez, que ella volviera a llamarlo. En todo caso, el que habría tenido que llamar era él. Y lo había intentado, no la encontró en casa y lo dejó correr; sin insistir y sintiéndose, además, un poco aliviado por no haber hablado con ella. Porque volver a llamar habría sido inútil, quizá habría empeorado las cosas. En cambio, era necesario que se vieran personalmente y hablaran. Pero era precisamente ese encuentro el que le daba miedo, pues bastaría una tontería, una palabra equivocada, un pequeño ataque de nervios, para que ambos emprendieran un camino sin retorno. Entretanto estaban como en suspenso, en el aire, como los globitos de los niños que, cuando están medio desinflados, no consiguen ni subir al cielo ni bajar a la tierra.
Pero esa especie de limbo, a cada día que pasaba, se convertía en algo peor que el infierno.
Inmediatamente, la voz de Livia le encogió el corazón. Sintió la boca seca y habló a duras penas.
– Me encanta oírte, de verdad.
– ¿Qué estabas haciendo?
– Acabo de cenar en la galería. Por suerte ha dejado de llover, porque desde hace varios días…
– Aquí no llueve. ¿Has conseguido quedarte en mangas de camisa?
– Sí; no hacía frío.
– ¿Qué has comido?
Y entonces lo comprendió. Livia intentaba estar en la casa de Marinella con él, se lo estaba imaginando como las muchas otras veces que lo había visto, trataba de anular la distancia, imaginándoselo mientras hacía los gestos habituales de todas las noches. Montalbano sintió que lo asaltaba una mezcla de melancolía, ternura, añoranza, deseo.
– Caponatina -contestó con la voz quebrada por la emoción.
Pero ¿cómo era posible que uno corriera el riesgo de que se le formara un nudo en la garganta diciendo una palabra como caponatina?
– ¿Por qué no has vuelto a llamarme, Salvo?
– Lo intenté hace varias noches, pero no contestabas. Después no…
– ¿Ya no te has sentido con ánimos?
Él fue a contestar que no había tenido tiempo, pero se contuvo y prefirió decir la verdad.
– Me faltó valor.
– A mí también.
– ¿Y cómo te has decidido esta noche?
– Por que no podemos seguir así.
– Es verdad.
Se hizo el silencio.
Pero Montalbano siguió percibiendo la respiración un tanto afanosa de Livia. ¿Era sólo por estar hablando con él que respiraba de aquella manera? ¿Era la emoción o alguna otra cosa?
– ¿Cómo estás? -le preguntó.
– ¿Cómo quieres que esté? ¿Y tú?
– No estoy nada bien, la verdad.
– Pero ¿trabajas?
– Sí, tengo entre manos un caso que…
– Tienes suerte.
– ¿Por qué?
– Porque puedes distraerte. Yo, en cambio, ya no he podido.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que me he declarado enferma. No es enteramente mentira, ya que todos los días tengo un poco de fiebre.
– ¿Todos los días? ¿Has ido al médico?
– Sí, no es nada grave. Tengo que hacer una serie de aburridos análisis. Sea como fuere, desde ayer puedo quedarme dos semanas en casa. Ya no me sentía con fuerzas para ir al despacho. ¿A que no lo sabes? -Se rió sin jovialidad-. Por primera vez he provocado un estropicio en el despacho. Me han llamado la atención.
Y entonces él dijo sin pensar, porque le salía de lo más hondo del corazón:
– Pero si no vas al despacho, ¿por qué no vienes aquí?
Pasó un ratito antes de que ella contestara:
– ¿De verdad lo quieres?
– Coge un avión mañana. Voy a buscarte al aeropuerto. Venga, ánimo, no lo pienses más.
– ¿No es mejor esperar?
– ¿Esperar a qué?
– A que tú resuelvas el caso que tienes entre manos. No creo que, si voy mañana, tengas demasiado tiempo para mí.
– Lo dejo todo.
– Salvo, ya sabes que después no lo harías; empezarías a buscar excusas que, en este momento, no me siento con ánimo de soportar.
– Te prometo que…
– Ya conozco tus promesas.
Montalbano pensó: «Esas son las palabras equivocadas que yo temía. Ahora empezará la consabida pelea.»