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Pero Livia añadió:

– Además, no creo que pudiéramos hablar en serio de lo nuestro, viéndonos deprisa y corriendo. Tenemos que hacerlo mirándonos a los ojos durante todo el tiempo que haga falta.

Tenía razón.

– Pues entonces, ¿cómo lo hacemos?

– Vamos a hacer lo siguiente. En cuanto sepas que tienes unos días verdaderamente libres, me llamas y yo voy. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Pues hasta pronto.

– Hasta pronto.

– Que duermas bien.

– Lo mismo te digo.

– Un… saludo.

Y se cortó la comunicación. Montalbano experimentó la clara sensación de que Livia le estaba diciendo «Te quiero» y de que el pudor se lo había impedido. La emoción lo dejó sin respiración. Corrió a la galería, se agarró con fuerza a la barandilla y respiró hondo. Después se sentó y apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados.

En la voz de Livia se advertía una nota de tristeza tan honda que se estaba sintiendo mal. Sólo otra vez había percibido en las palabras de ella la misma nota: cuando hablaron del hijo que ya jamás podrían tener.

Durmió mal, dando vueltas en la cama, levantándose y acostándose a cada momento, encendiendo y apagando la luz para ver las manecillas del reloj que parecían moverse a cámara lenta.

Al final vio entrar por la ventana la luz de un claro amanecer.

Se levantó esperanzado; a lo mejor el pescador se había equivocado sobre la duración del mal tiempo. Y así fue efectivamente: el cielo estaba despejado, soplaba un aire fresco y cortante. El mar aún no estaba en calma, pero tampoco tan agitado como para haber impedido que las embarcaciones pesqueras salieran a faenar. Montalbano se sintió consolado por la idea de que Enzo encontraría finalmente pescado fresco. Tan consolado que regresó a la cama y durmió tres horas de sueño que le permitieron recuperar el que había perdido.

Al salir de casa, decidió no pasar por la comisaría sino dirigirse a la cárcel, que se encontraba a unos kilómetros de Montelusa. No tenía ninguna autorización para hablar con el recluso, pero confiaba en su buena amistad con la alcaide del establecimiento y en su comprensión.

En efecto, no tardó ni poco ni mucho en encontrarse en un cuartito con Pasquale, el hijo de Adelina.

– Pero ¿cuándo te van a conceder el arresto domiciliario?

– Es cuestión de días. Dicen que el juez tiene que pensarlo. Pero ¿qué es lo que tiene que pensar? ¿En sus cuernos tiene que pensar? Yo ya no podía esperar más para decirle lo que quiero decirle.

– ¿Y qué quieres decirme?

– Dutturi, se lo pido por lo que más quiera. Aunque esté aquí dentro con usía, yo con usía no estoy hablando. ¿Me explico?

– Perfectamente.

– Es más, vamos a hacer una cosa, usía jamás se ha reunido en la cárcel con Pasquale Cirrinciò. No quiero ganarme fama de miserable.

– Te doy mi palabra.

– ¿Ya han identificado a la chica asesinada del vertedero?

– Por desgracia, todavía no.

Pasquale se quedó pensando y después dijo:

– La otra noche, cuando estaba viendo la televisión, vi que enseñaban dos fotografías.

Montalbano levantó enseguida las orejas; se lo esperaba todo menos que la llamada de Pasquale tuviera relación con el caso que tenía entre manos.

– ¿Te refieres a la mariposa tatuada?

– Sí, señor.

– ¿La habías visto antes?

– Sí, señor.

– ¿Encima de una chica?

– No, señor; en fotografía.

– Habla y no me obligues a arrancarte las palabras con tenazas.

– ¿Usía se acuerda de Peppi Cannizzaro?

– No. ¿Quién es?

– Lo acusaron de atraco a mano armada a la Banca Regional de Montelusa. Lo tuvieron unos meses encerrado y después lo pusieron en libertad por falta de pruebas.

– Pero ¿había sido él?

Pasquale acercó tanto el rostro al del comisario que parecía querer darle un beso en la boca.

– Sí, señor, pero no tenían pruebas.

– Bueno, pero ¿qué tiene que ver Peppi Cannizzaro con…?

– Ahora se lo explico. Detuvieron a Peppi Cannizzaro y lo pusieron en la misma celda que a mí.

– ¿Lo conocías?

Pasquale adoptó una actitud evasiva.

– Bueno… algunas veces habíamos trabajado juntos.

Mejor no preguntar qué clase de trabajo habían hecho juntos.

– Sigue.

– Dutturi, tiene que creerme. No era el mismo Peppi que yo había conocido. Había cambiado. Antes gastaba bromas, se comportaba como un amigo, se reía por cualquier tontería, y ahora en cambio se había vuelto muy callado y estaba nervioso y de mal humor.

– ¿Por qué?

– Se había enamorado.

– ¿Y le hacía ese efecto?

– Sí, señor, porque no podía estar sin su novia. De noche se quejaba y la llamaba. ¡Me daba una pena el pobre! Tenía siempre su fotografía delante y de vez en cuando la besaba. Un día me la enseñó. La verdad es que era una chica muy guapa.

– ¿Y cómo es posible que en la foto se viera el tatuaje?

– Porque la chica estaba de espaldas; la fotografía estaba cortada justo bajo las paletillas y ella tenía la cabeza vuelta hacia atrás. Por eso se veía muy bien la mariposa.

– ¿Qué te dijo de ella?

– Que era rusa, que tenía veinticinco años y que antes trabajaba como bailarina.

– ¿Cómo se llamaba?

– Zin, me parece.

Pero ¿qué nombre era aquél? ¿Tal vez un diminutivo de Zinaida?

– ¿Qué más te dijo de ella?

– Nada.

– ¿Dónde puedo encontrar a Cannizzaro?

– Dutturi, ¿y yo qué sé? Yo estoy dentro y él está fuera.

– Pasquà, te lo agradezco. Espero que te saquen pronto de aquí. Me has sido verdaderamente útil.

Antes de abandonar la cárcel, pidió a la dirección las señas de Peppi Cannizzaro. Vivía en Montelusa, en una travesía de via Bacchi-Bacchi. Decidió ir a verlo enseguida.

Era una casa de cuatro pisos; Cannizzaro habitaba en el tercero. Montalbano llamó al timbre, pero nadie abrió.

Volvió a llamar más fuerte. Nada. Entonces utilizó el puño cerrado. Después añadió al puño unos cuantos puntapiés. Armó tal jaleo que se abrió la puerta de enfrente y apareció una viejecita furibunda.

– Pero ¿qué es todo este escándalo? ¡Tengo a mi hijo durmiendo!

– Pues la verdad, señora, es un poco tarde para dormir.

– ¡Es que mi hijo trabaja como vigilante nocturno, grandísimo cabrón de mierda!

– Perdone, buscaba a Cannizzaro.

– Si no te abre, es que no está.

– ¿Sabe si tardará?

– ¡Y yo qué sé! Hace tres días que no veo a Peppi por la escalera.

– Oiga, señora, ¿ha visto hace poco a la novia de Peppi, una chica que se llama Zin?

– Si la he visto o no la he visto, ¿a ti qué carajo te importa?

– Soy el comisario Montalbano.

– ¡Pues mira qué miedo me das! ¡Me estoy cagando del susto! -contestó la vieja.

Y le cerró la puerta en las narices con un golpe tan fuerte que el pobre vigilante nocturno debió de caerse de la cama.

No había más que una manera de localizar a Cannizzaro.

Regresó a la cárcel, y la alcaide puso unos cuantos peros, aunque al final se dejó convencer. Montalbano volvió a reunirse con Pasquale en el mismo cuartito de antes.

– ¿Qué pasa, dutturi?

– He ido a ver a Cannizzaro, pero no estaba en casa; la señora de enfrente dice que hace tres días que no lo ve.

– ¿Zin tampoco estaba? Peppi me dijo que se la había llevado a su casa para que viviera con él.

– Ella tampoco. ¿Tienes idea de dónde puedo encontrarlo?

– No, señor dutturi. Pero a lo mejor, hablando con alguien de aquí dentro… Hay dos amigos de Peppi… Si me entero de algo, se lo hago saber.