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* * *

Llegó a la comisaría pasado el mediodía, muy nervioso a causa del tráfico que había en las calles. En cuanto lo vio, Catarella empezó a quejarse en plan coro griego.

– ¡Ah, dottori, dottori!

– Espera. ¿Está Fazio?

– Todavía no está. ¡Ah, dottori, dottori!

– Bueno, ¡pero qué pesado eres, Catarè! ¿Qué ocurre?

– ¡El siñor jefe superior llamó! ¡Dos veces llamó! Estaba fuera de sí. ¡Y la segunda vez más fuera que la primera!

– ¿Qué quiere?

– Dice que usía tiene que dejar todo lo que está haciendo e ir enseguida y urgentemente donde él. ¡Virgen María, dottori, la de voces que daba! ¡Con todo el rispeto debido al siñor jefe superior, parecía haberse vuelto loco!

¿Qué podía haber hecho para que el jefe superior se hubiera enfadado tanto? Se le ocurrió una idea que le pegó un susto: ¿quizá resultaba que a Picarella lo habían secuestrado en serio?

– Hazme un favor: llama a Fazio al móvil y pásame la llamada al despacho.

– ¡Ah, dottori, dottori! Pero si no se presenta urgentemente, el siñor jefe superior…

– Catarè, haz lo que te digo.

En cuanto se sentó, sonó el teléfono.

– Fazio, ¿dónde estás?

– En Montelusa, dottore. Por aquello que usted me dijo que hiciera.

– ¿Has encontrado algo acerca de la Mirabilis?

– Después se lo digo.

O sea que había algo; había acertado.

– Oye, Fazio, puesto que me ha mandado llamar el jefe superior, no quisiera que… ¿Hay alguna novedad sobre el secuestro de Picarella?

– ¿Y qué novedades quiere usted que haya, dottore?

– Nos veremos a las cuatro.

Y cortó la comunicación.

– ¿Catarella? Llámame al dottor Augello al móvil.

– Ahora mismísimo, dottori. Cuente hasta cinco… Aquí lo tengo; se lo paso.

– Mimì, ¿dónde estás?

– En Monterago. He visitado la fábrica de muebles que hay aquí.

– ¿Has encontrado algo?

– Nada. Aquí fabrican muebles modernos sin dorados. Horribles, por cierto.

– ¿Sabes si por casualidad se han recibido noticias de Picarella?

– ¿Y por qué tendría que haber noticias?

– Nos vemos a las cuatro.

Salió, volvió a subir al coche soltando reniegos y repitió el camino de Montelusa. Menos mal que el día seguía despejado, sin una sola nube.

– Buenos días, Montalbano.

– Buenos días, dottor Lattes.

¿Sería posible que, cada vez que iba a Jefatura, la primera persona con quien se tropezaba fuera siempre el dottor Lattes, apodado Latte e Miele?

– ¿Cómo va la familia?

Lattes, el jefe de gabinete del jefe superior, se había emperrado desde hacía tiempo en pensar que él era un hombre casado y con hijos, y no había manera de convencerlo de lo contrario. Por consiguiente, la respuesta de Montalbano no podía ser más que:

– Todos bien, gracias a la Virgen.

Lattes no dijo nada. Si el «gracias a la Virgen» era una expresión que le encantaba, ¿por qué no se había asociado al agradecimiento tal como hacía siempre? ¿Y por qué no lo había llamado «queridísimo» como solía? Fue entonces cuando el comisario reparó en que Lattes estaba menos comunicativo que de costumbre. Le entró la duda de si su actitud se debía a la convocatoria del jefe superior.

– ¿Conoce el motivo de la…?

– No he sido informado.

Demasiado rápido en contestar el señor jefe del gabinete. Quizá mereciera la pena insistir.

– Temo haber cometido un error -murmuró Montalbano con rostro contrito.

– Yo también lo temo.

Tono severo.

– ¡Entonces es que usted sabe algo y no quiere decírmelo! Dottor Lattes, ¿es grave la cosa?

Lattes inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Montalbano siguió haciendo teatro dramático.

– ¡Oh, Dios mío! ¡No puedo perder el puesto! ¡Tengo una familia que mantener! ¡Una verdadera familia! ¡Con hijos y todo! ¡No una unión de hecho como las que, por desgracia, suele haber hoy en día!

Lattes miró alrededor; el ujier estaba leyendo el periódico, en la antesala sólo se encontraban ellos dos.

– Escúcheme bien -dijo bruscamente-. Parece que usted…

En aquel momento el jefe superior abrió la puerta de su despacho.

– Pero ¿es que todavía no ha llegado ese…?

Lattes tuvo una reacción instintiva: agarró con ambas manos a Montalbano empujándolo hacia el jefe superior, y al mismo tiempo pegó un salto hacia atrás como para distanciarse del comisario. Pero ¿qué era, un apestado?

– ¡Aquí está! -exclamó.

– Ya lo veo. Pase, Montalbano.

– ¿Necesita algo de mí? -preguntó Lattes.

– ¡No!

La puerta se cerró a la espalda del comisario con un sordo rumor de lápida sepulcral.

11

Debía de tratarse de algo muy serio, y por consiguiente lo mejor era no empezar enseguida a hacerse el gracioso con Bonetti-Alderighi y tanto menos dejarse llevar por las ganas de armar jaleo y provocar que todo terminara de mala manera.

El jefe superior se sentó en su sillón detrás del escritorio, pero no le indicó a Montalbano que tomara asiento. Lo cual era una confirmación de la gravedad del asunto.

Bonetti-Alderighi dedicó unos largos minutos a mirar al comisario como si jamás lo hubiera visto, y la conclusión del examen fue un desconsolado: «¡En fin!» Montalbano agotó la mitad de sus energías permaneciendo inmóvil y mudo, sin desmadrarse.

– ¿Me explica cómo hace para que se le ocurran ciertas ideas? -dijo finalmente el jefe superior.

¿A qué ideas se refería? Por precaución, quizá le conviniera protegerse adelantando las manos.

– Mire, señor jefe superior, si quiere hablarme del llamado secuestro Picarella, yo asumo la…

– Me importa un carajo el secuestro Picarella. De eso no faltará ocasión para volver a hablar, no se preocupe.

Pues entonces, ¿por qué?

De pronto recordó el asunto del expediente Ninnio, cuando contestó con una poesía. A lo mejor el jefe superior había sido iluminado por el Espíritu Santo y comprendió que lo había mandado a tomar por culo en verso.

– Ah, ya entiendo. Usted se refiere a aquello que escribí de que Vigàta no es Licata y Licata no es Vigàta…

El jefe superior puso unos ojos como platos.

– Pero ¿está usted loco? ¿Qué es esa historia? ¡Sé muy bien que Vigàta no es Licata y que Licata no es Vigàta! ¿Me toma por idiota? Oiga, Montalbano, ¡no empiece a hacerse el tonto porque le aseguro que esta vez no viene a cuento!

El comisario se rindió.

– Pues entonces diga usted.

– ¡Pues claro que digo yo! ¡Vaya si digo! A ver si lo entiendo, por favor. ¿Me quiere explicar qué gusto le encuentra, qué soberano placer experimenta en ponerse a sí mismo y ponerme a mí en apuros?

– Ningún gusto y ningún placer, puede creerme. Le aseguro que, si eso ocurre, no lo hago deliberadamente.

– ¿Me está diciendo que no lo hace a propósito?

– Exactamente.

– ¡Entonces, peor!

– ¿Por qué?

– ¡Porque significa que usted actúa sin discernimiento, sin tener en cuenta las consecuencias de sus actos!

«Calma, Montalbano, calma. Cuenta hasta tres y después habla. Mejor dicho, cuenta hasta diez.»

– ¿Se ha quedado mudo?

– Pero ¿qué he hecho?

– ¿Qué ha hecho?

– Sí, ¿qué he hecho?

– ¿Querría explicarme por qué fue a tocarles los cojones a los de La Buena Voluntad? ¿Por qué? ¿Quiere dignarse decírmelo?