– ¡No sólo corría demasiado sino que, encima, iba hablando por teléfono!
– No, yo…
– ¿Quiere negar que llevaba el móvil pegado a la oreja?
– No, pero es que yo…
– Carnet de conducir y permiso de circulación.
El carabinero tomó con la punta de los dedos los documentos que Fazio le tendía, casi como si temiera un contagio mortal.
– ¡Vaya, qué antipático es el tío! -masculló Fazio.
– Por la cara que pone, es de esos que, si no estás en regla, te hace ver las estrellas como mínimo -repuso Montalbano.
– ¿Le digo que somos polis?
– Ni bajo tortura se te ocurra.
Otro carabinero se puso a dar vueltas alrededor del vehículo. Después también se inclinó hacia la ventanilla.
– ¿Sabe que tiene rota la luz posterior izquierda?
– ¿Ah, sí? Pues no me había dado cuenta -dijo Fazio.
– ¿Lo sabías? -le preguntó el comisario.
– Pues claro que lo sabía. Me he dado cuenta esta mañana. Pero ¿podía perder tiempo cambiándola?
El segundo carabinero se puso a hablar con el primero, el cual empezó a escribir cosas en el cuaderno de notas que hasta entonces llevaba bajo el brazo.
– Esta vez, multa segura -murmuró Fazio.
– ¿Las multas os las reembolsan?
– ¿Está de guasa?
Entretanto, de uno de los vehículos de los carabineros bajó un comandante y empezó a acercarse.
– ¡Me cago en la mar! -exclamó Montalbano.
– ¿Qué pasa?
– ¡Dame un periódico, Fazio, dame un periódico!
– ¡No tengo ninguno!
– ¡Pues un mapa de carreteras, rápido!
Fazio se lo dio, Montalbano lo extendió del todo y empezó a estudiarlo con atención, ocultando prácticamente el rostro detrás. Pero oyó una voz desde su ventanilla.
– ¡Disculpe, si hace el favor!
Fingió no haber oído.
– ¡Le digo a usted! -repitió la voz.
No podía evitar bajar el mapa.
– ¡Comisario Montalbano!
– ¡Comandante Barberito! -respondió el comisario, poniendo a duras penas cara de sorpresa y mirando al comandante con una sonrisa en los labios.
– ¡Cuánto me alegro de verlo!
– Imagínese yo a usted -declaró Montalbano, bajando del automóvil para estrecharle la mano.
– ¿Adónde iba?
– A Fiacca.
Entretanto, los dos carabineros se habían acercado.
– ¿Por algo relacionado con el servicio?
– Pues sí.
– Devuélvanle los documentos al conductor.
– Pero es que… -protestó uno de los carabineros, el cual, enterado de que eran de la policía, no quería soltar el hueso.
– Nada de peros -zanjó Barberito.
– Mire, mi comandante, que si hemos cometido algún fallo, no tenemos ningún inconveniente en… -empezó el plusmarquista Montalbano, asumiendo la actitud de alguien que está por encima de las mezquindades de la vida.
– ¡Usted bromea! -exclamó Barberito tendiéndole la mano.
– Grrr… grrracias. -Tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a rugir de rabia.
Reanudaron la marcha. Al cabo de un prolongado silencio, Fazio hizo el único comentario posible:
– Nos han cubierto de mierda.
Casi a la entrada de Fiacca sonó el móvil de Fazio.
– Es Catarella. ¿Qué hago? ¿Contesto?
– Contesta -dijo Montalbano-. Y déjame oír a mí también.
– ¿No habrá otro puesto de control?
– No creo. Los carabineros tienen menos gasolina que nosotros.
– Acérquese todo lo que pueda.
El comisario acercó la cabeza el máximo a la de Fazio, pero debido a los baches de la carretera, de vez en cuando se corneaban como carneros.
– Hola, Catarella. Dime.
– ¿El dottori está ahí personalmente en persona en tu mismo coche?
– Sí, habla, que te está oyendo.
– ¡Emocionado estoy! ¡Virgen María, pero qué emocionado estoy!
– Bueno, Catarè, procura calmarte y habla.
– ¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori, dottori!
– ¿Se te ha rayado el disco? -preguntó Fazio, que conducía con la mano izquierda mientras con la derecha sujetaba el móvil al alcance de su oído y el del comisario.
– Si ha repetido tres veces «Ah, dottori, dottori», la cosa tiene que ser muy seria -dijo Montalbano un tanto preocupado.
– ¿Nos dices qué ha ocurrido, sí o no? -preguntó Fazio.
– ¡Han encontrado a Picarella! ¡Esta mañana lo han encontrado! ¡A mejor vida pasó!
– ¡Coño! -exclamó Fazio mientras el automóvil daba un bandazo, provocando un montón de frenazos y sonoras pitadas de los ciclomotores y camiones que circulaban en ambas direcciones.
– ¡Coño y mil veces coño! -jadeó Montalbano.
Para controlar mejor el vehículo, Fazio soltó el móvil.
– Acércate al bordillo y para -indicó el comisario.
Fazio obedeció. Ambos se miraron.
– ¡Coño! -remachó Fazio.
– ¡Pues entonces el secuestro era verdaderamente de verdad! -dijo Montalbano, confuso y sorprendido-. ¡No era falso!
– ¡Nos equivocamos con él, pobrecillo!
– Pero ¿por qué lo han matado sin siquiera pedir un rescate?
– Quién sabe -respondió Fazio, y repitió en voz baja y atemorizada-: ¡Coño!
– ¡Llama a Augello y pásamelo!
Fazio recogió el móvil y marcó el número.
«El número solicitado…», empezó una voz femenina grabada.
– Lo tiene apagado.
– Virgen santa -suspiró Montalbano-. ¡Ahora, si el jefe superior la emprende con nosotros a puñetazos y puntapiés en el culo, tendrá toda la razón!
– ¿Y a la señora Picarella dónde la deja? ¡Esto va a terminar pero que muy mal para todos nosotros! Igual el señor jefe superior nos manda a todos a freír espárragos por ahí -dijo Fazio, empezando a sudar.
El comisario también se notaba sudado. Estaba claro que el asunto tendría serias y graves consecuencias.
– Vuelve a llamar a Catarella y pregúntale si sabe dónde está Augello. Hay que adoptar inmediatamente un plan común de defensa.
Puesto que estaban parados, a Montalbano le resultó más fácil escuchar.
– Hola, Catarè. ¿Sabes dónde está el dottor Augello?
– Como el dottori Augello estaba en la comisaría al recibirse la noticia del hallazgo del susodicho Picarella, si ha ido al domicilio de los Picarella para hablar…
«¿Ha ido a ver a la señora Picarella, viuda reciente? -pensó Montalbano-. ¡Qué valiente es Mimì!»
– … con el mismo.
Montalbano y Fazio se miraron perplejos. ¿Habían oído bien? ¿Habían oído de verdad lo que habían oído? Si Picarella había muerto, aquel con quien Mimì había ido a hablar no podía ser humanamente Picarella. Pero Catarella había dicho «el mismo». Entonces el problema era: ¿qué quería decir Catarella con «mismo»?
– Dile que te lo repita -pidió Montalbano al borde de un ataque de nervios.
Fazio habló con la misma prudencia que se utiliza con un loco de atar.
– Oye, Catarè. Ahora te pregunto una cosa y tú sólo tienes que contestar sí o no. ¿De acuerdo? ¿Está claro? Ni una palabra más. O sí o no, ¿de acuerdo?
– Muy bien.
– ¿El dottor Augello ha ido a hablar con el señor Picarella, el que habían secuestrado?
– De acuerdo.
Montalbano soltó una maldición y Fazio también.
– ¡Tienes que contestar sí o no, joder!
– Sí.
– Pero entonces, ¿por qué has dicho que Picarella había muerto?