– ¡Yo no lo hi dicho!
– Pero ¿cómo? ¡El dottor Montalbano también te ha oído decir que Picarella había pasado a mejor vida!
– ¡Ah, sí! ¡Eso claro que lo hi dicho!
– Pero ¿por qué lo has dicho?
– ¿Acaso no es la verdad? Antes, cuando estaba secuestrado, las pasaba moradas, mientras que ahora que es libre ha pasado a una vida mejor.
– Yo a éste cualquier día juro que le pego un tiro -dijo Fazio, cortando la comunicación.
– Pero el tiro de gracia se lo pego yo -añadió Montalbano.
– ¿Damos media vuelta?
– No. Mimì ha hecho bien en ir enseguida a casa de Picarella. Ya está él. Nosotros seguimos adelante. Pero en el primer bar que encontremos, paramos y nos tomamos un coñac. Lo necesitamos, que este viaje ha sido demasiado azaroso.
Llegaron a Fiacca pasadas las once.
Encontraron enseguida via Alfano, una calle ancha y de poco tráfico. La verja del chalet estaba cerrada, pero debajo de la placa había un portero automático. Montalbano llamó. Al poco rato contestó una voz de mujer.
– ¿Quién es?
– Soy el comisario Montalbano, de Vigàta.
– ¿Qué quiere?
– Quisiera hablar con el notario.
– Está ocupado. Haga una cosa, entre y diríjase a la sala de espera. Lo llamarán cuando le toque el turno.
Accedieron a una antesala con dos puertas a la izquierda; encima de una de ellas una placa indicaba «Sala de espera», como en las estaciones de antaño. A mano derecha había otras dos puertas, encima de una de las cuales una pequeña placa rezaba «Despacho». Y debajo, en caracteres más pequeños: «Se ruega no entrar.»
Al fondo de la sala, una escalera daba acceso al piso de arriba, donde seguramente vivían el notario y su mujer.
Fazio abrió la puerta de la sala de espera, asomó la cabeza, volvió a sacarla y cerró la puerta.
– Hay unas diez personas esperando.
– En cuanto salga alguien del despacho, pedimos que avisen al notario -dijo Montalbano.
Pasados diez minutos largos, el comisario perdió la paciencia.
– Fazio, sube un poquito y llama a la señora.
Tras subir tres peldaños, Fazio se puso a llamar en voz baja:
– ¡Señora! ¡Señora Palmisano!
– ¡Pero así no te oye!
– ¡Señora Palmisano! -repitió Fazio un poco más fuerte.
No hubo respuesta.
– Haz una cosa. Sube al piso de arriba y dile que queremos hablar con ella.
– ¿Y si se asusta al verme?
– Procura que no ocurra.
Fazio empezó a subir tan cautelosamente que si la señora Palmisano lo hubiera visto, lo habría tomado por un ladrón. Y se habría armado un escándalo digno de los demás escándalos que se habían armado esa mañana.
13
Durante la espera, ¿podía fumarse un cigarrillo? Montalbano miró alrededor, pero no vio ningún cartelito que lo prohibiera. A decir verdad, tampoco vio ningún cenicero.
¿Qué hacer? Decidió filmárselo y guardarse después la colilla en el bolsillo. Acababa de dar la primera calada cuando Fazio apareció en lo alto de la escalera.
– Suba, dottore.
Montalbano apagó el cigarrillo y se lo metió en el bolsillo. Cuando llegó arriba, Fazio le susurró:
– Es una señora amabilísima.
Habían dado apenas dos pasos cuando Fazio se detuvo, respiró hondo, arrugó la nariz y dijo:
– Huelo a quemado.
– ¿Metafóricamente hablando? -preguntó Montalbano.
– No, señor; realmente hablando.
Montalbano comprendió que no había apagado bien la colilla y que la chaqueta empezaba a quemarse. ¿Podía presentarse ante la señora en mangas de camisa?
Se limitó a dar unos manotazos enérgicos al bolsillo para conjurar el principio de incendio.
La sexagenaria Ernesta Palmisano, bien vestida y sin un solo cabello fuera de lugar, los hizo pasar a un bonito salón. E inmediatamente Montalbano se quedó deslumbrado por unas cinco o seis botellas de Morandi y por dos bañistas de Fausto Pirandello.
– ¿Le gustan, comisario?
– Son espléndidos, bellísimos.
– Pues entonces después le enseñaré un Tosi y un Carrà. Están en el estudio privado de mi marido. ¿Tomarán algo?
Fazio y Montalbano se miraron y se comprendieron al vuelo. Era la ocasión perfecta para ver a Katia.
– Sí -contestaron a coro.
– ¿Un café?
– Gracias -respondió el pequeño y bien adiestrado coro.
– Tengo que prepararlo yo porque hoy, por desgracia, la asistenta…
– ¿Qué ha hecho…? -exclamó Montalbano levantándose de un brinco.
– ¿… la asistenta? -terminó Fazio levantándose a su vez.
La señora Palmisano se pegó un susto.
– ¡Oh, Dios mío! ¿Qué he dicho?
– Disculpe, señora -dijo el comisario, haciendo un esfuerzo por conservar la calma-. ¿Su asistenta es una joven rusa que se llama Katia Lissenko?
– Sí -contestó perpleja.
– ¿Qué ha hecho? -preguntó el pequeño coro.
– Hoy no ha venido.
Montalbano y Fazio, más que sentarse, se derrumbaron de nuevo en las butacas. Habían pasado lo que habían pasado para no llegar a ninguna conclusión. La señora Palmisano también volvió a sentarse, olvidándose del café.
– ¿Ha llamado para avisar que no podría venir? -preguntó el comisario.
– No. Pero jamás había ocurrido. Jamás ha faltado ni un solo día. Siempre ha sido muy correcta y puntual, ordenada… ¡Ojalá hubiera muchas como ella!
– ¿Desde cuándo está a su servicio?
– Desde hace tres meses.
O sea, que se había trasladado a Fiacca inmediatamente después de trabajar en Vigàta, en casa de Graceffa.
– ¿A qué hora tenía que presentarse?
– A las ocho.
– ¿Y cómo no la ha llamado usted para saber por qué…?
– Llamé sobre las nueve, pero no contestó nadie. Probablemente no había nadie en casa.
– ¿Dónde vive?
– Una viuda, la señora Bellini, le alquila un cuartito. Via Atilio Régulo, número treinta.
– ¿Cómo llegó a ustedes?
– Nos la recomendó don Antonio, el párroco de la iglesia que hay justo en esta misma calle. Pero ¿puedo saber por qué todas estas preguntas sobre Katia? ¿Ha hecho algo malo?
– No nos consta. La buscamos porque podría facilitarnos datos muy importantes para una investigación en curso. Se trata del homicidio de una muchacha rusa; ¿ha oído usted hablar de eso?
– No. Cuando oigo historias de homicidios en la televisión, cambio enseguida de canal.
– Y hace muy bien. ¿Cómo es Katia de carácter?
– Es una muchacha tranquila, normal, no diría precisamente alegre, pero tampoco triste. De vez en cuando parece ausente… absorta, eso es, como si estuviera siguiendo un pensamiento poco agradable.
– Señora, le ruego que reflexione bien antes de contestar. ¿Ha observado en Katia algo distinto en los últimos días? Me refiero al período comprendido entre la noche del lunes y ayer por la noche.
– Sí -contestó sin necesidad de reflexionar.
– ¿Qué ha observado?
– El martes por la mañana, cuando llegó, estaba muy pálida y le temblaban un poco las manos. Le pregunté qué le ocurría y me contestó que la habían llamado desde su pueblo… ¿Chelkovo?
– Sí.
– Y que había recibido una mala noticia.
– ¿Le dijo cuál?
– No. Y no insistí porque comprendí que no quería hablar de eso.
– ¿Observó alguna otra cosa?
– Sí. Ayer por la mañana, al volver de correos, adonde mi marido la había mandado a enviar unas cartas certificadas, la vi francamente trastornada. Le pregunté la razón y me contestó que no se encontraba bien, que había tenido una especie de desmayo y que se trataba sin duda de una consecuencia de esa mala noticia de la que no conseguía recuperarse. Por eso esta mañana, al ver que no venía, no me sorprendí demasiado. Sin embargo, me había hecho el propósito, en caso de no conseguir hablar con ella por teléfono, de ir a verla por la tarde.