Выбрать главу

– Pero ¿cómo puedo sufrir un complejo de abuelo si no he sido padre?

– ¿Y eso qué tiene que ver? ¿Sabes lo que es un embarazo psicológico?

– Cuando una mujer presenta todos los signos de estar embarazada y sin embargo no lo está.

– Justamente. Lo tuyo es una abuelitis psicológica.

Y, como es natural, la discusión había terminado de mala manera.

Desde la puerta de la comisaría oyó hablar a Catarella, muy alterado.

– No, siñor jefe supirior, el dottori no puede ponerse al teléfono porque no tiene el don de la bicuidad. Está en el Sarsetto porque… ¿Oiga? ¿Oiga? Pero ¿qué ha hecho? ¿Ha colgado? ¿Oiga? -Entonces vio a Montalbano-. ¡Ah, dottori, dottori! ¡Era el siñor jefe supirior!

– ¿Qué quería?

– No me lo ha dicho, dottori. Sólo quería hablar urgentemente con usía.

– Muy bien, luego lo llamo.

Encima del escritorio había una montaña de papeles para firmar. Al verlos, Montalbano se puso furioso. Esa mañana no estaba para eso. Dio media vuelta y pasó ante el trastero que le servía de zona de recepción a Catarella.

– Vengo enseguida. Voy a tomarme un café.

Después del café, se fumó un cigarrillo y dio un corto paseo. Regresó al despacho y llamó al jefe superior.

– Soy Montalbano. A sus órdenes.

– ¡No me haga reír!

– ¿Por qué? ¿Qué he hecho?

– Ha dicho: «¡A sus órdenes!»

– ¿Y qué tenía que decir?

– ¡No se trata de decir sino de hacer! ¡Las órdenes se las doy yo, pero no me atrevo siquiera a pensar en el uso que usted hace de ellas!

– Señor jefe superior, jamás me permitiría hacer de ellas el uso que usted supone.

– Dejémoslo correr, Montalbano, será mejor. ¿Cómo acabó el asunto de Ninnio?

El comisario se quedó estupefacto. ¿Qué? ¿De qué niño le estaba hablando?

– Mire, señor jefe superior, yo de ese niño no…

– ¡Por el amor de Dios, Montalbano! ¡Qué niño ni qué niño! ¡Giulio Ninnio tiene por lo menos sesenta años! Escúcheme con atención y considere mis palabras como un ultimátum: exijo una exhaustiva respuesta por escrito para mañana por la mañana.

El comisario colgó. Seguramente el expediente de aquel Giulio Ninnio, del cual no conseguía recordar absolutamente nada, estaría enterrado en la montaña de papeles que tenía delante. ¿Tendría el valor de meterle mano? Alargó despacio un brazo y agarró la carpeta que había encima de las demás con una rápida sacudida final, tal como se hace para agarrar un animal venenoso que puede morderte. La abrió y se quedó de una pieza. Era justo el expediente de Giulio Ninnio. Montalbano experimentó el impulso de arrojarse al suelo y darle las gracias a san Antonio, que con toda seguridad le había hecho el milagro. Abrió la carpeta y empezó a leer. A Ninnio le habían incendiado su tienda de tejidos. Los bomberos establecieron que se trataba de un incendio intencionado. Ninnio declaró que le habían quemado el negocio por no haber querido pagar el llamado pizzo, es decir, el impuesto pagado por los comerciantes a una organización mafiosa. En cambio, la policía pensaba que el que había prendido fuego a la tienda era el propio Ninnio para cobrar el seguro. Pero allí había algo que no encajaba. Giulio Ninnio había nacido en Licata, vivía en Licata, y su tienda estaba ubicada en la calle principal de Licata. Pues entonces, ¿por qué no se dirigían a la comisaría de Licata en lugar de a la suya? La respuesta era muy sencilla: porque los de la Jefatura Superior de Montelusa se habían confundido entre Licata y Vigàta. Montalbano cogió el bolígrafo y escribió en un papel con membrete: «Ilustre señor Jefe Superior, no siendo Vigàta Licata y tampoco Licata Vigàta, está claro que ha habido una errata. La orden que usted menciona no obtuvo ninguna respuesta de mi persona, no por mala fe sino por respeto a la geografía.»

Firmó y selló. La burocracia le había resucitado una lejana vena poética. Las rimas cojeaban un poco, es cierto, pero, total, Bonetti-Alderighi jamás se daría cuenta de que él le había contestado en verso. Llamó a Catarella, le entregó el expediente Ninnio y la carta, y le ordenó que lo enviara todo al jefe superior tras haberlo registrado debidamente.

2

Poco después de que Catarella se hubiese retirado, apareció en la puerta Mimì Augello de vuelta del vertedero. Parecía nervioso.

– Entra. ¿Habéis terminado?

– Sí. -Augello se sentó en el borde de la silla.

– ¿Qué te pasa, Mimì?

– Tengo que irme corriendo a casa. Mientras venía para acá me ha llamado Beba porque Salvuzzo llora y le duele la barriga, y ella no consigue calmarlo.

– ¿Le ocurre a menudo?

– Lo suficiente para tocar los cojones.

– No me parece una actitud muy paternal.

– Si tú tuvieras un hijo que da la lata como el mío, lo arrojarías por la ventana.

– Pero ¿a Beba no le convendría más llamar a un médico que a ti?

– Pues claro, pero si no me tiene a su lado no da ni un paso, no es capaz de tomar una decisión por su cuenta.

– Bueno, pues dime lo que tengas que decirme y vete a casa.

– He conseguido hablar un poco con Pasquano.

– ¿Te ha dicho algo?

– Ya sabes cómo es. Cualquier asesinato se lo toma como un asunto personal. Como si lo hubieran ofendido, como si le hubieran hecho un desaire a él. Y cada año que pasa, es peor. ¡Jesús, menudo carácter tiene el tío!

Montalbano pensó que, en el fondo, comprendía muy bien a Pasquano.

– A lo mejor es que ya está hasta la coronilla de descuartizar cadáveres. Dime.

– Entre maldiciones he conseguido que me dijera que, en su opinión, a la chica no la mataron donde fue encontrada.

– Perdona un momento, pero ¿quién la encontró?

– Uno que se llama Salvatore Aricò.

– ¿Y qué hacía por allí a primera hora de la mañana?

– Todos los días al amanecer ese hombre va al vertedero a buscar cosas que después arregla y revende. Me ha explicado que ahora encuentra cosas casi nuevas, apenas utilizadas.

– Mimì, ¿es que todavía no habías descubierto el consumismo?

– Aricò acababa de llegar cuando vio el cuerpo y nos llamó con el móvil. Al interrogarlo, comprendí que sólo sabía lo que nos había dicho; entonces le pedí su dirección y teléfono y dejé que se fuera, entre otras cosas porque estaba muy impresionado y no paraba de vomitar.

– Me estabas diciendo que, según Pasquano, a la chica la mataron en otro sitio.

– Exacto. Alrededor del cadáver prácticamente no había restos de sangre. Y sin embargo habría tenido que haberlos, y muchos. Además, Pasquano ha visto heridas y arañazos en el cuerpo causados al golpearse varias veces por la cuesta cuando lo arrojaron al vertedero.

– ¿Esas heridas no habrían podido producirse durante una pelea anterior al homicidio?

– De momento, Pasquano lo excluye.

– Y difícilmente se equivoca. ¿En la explanada donde aparcan los coches se ha hallado sangre?

– Ni siquiera allí.

– Eso confirma la tesis de Pasquano de que la trasladaron allí cuando ya había muerto. A lo mejor, escondida en el maletero. ¿El doctor ha podido establecer cuánto tiempo llevaba muerta?

– Ahí está lo bueno. Dice que sólo podrá saberlo con seguridad después de la autopsia, pero, a ojo, cree que la mataron por lo menos veinticuatro horas antes del hallazgo.

Lo cual era bastante raro.

– Pero ¿por qué ocultarían el cadáver un día entero?

Mimì abrió los brazos.

– No sé decirte, pero eso parece. Y hay otra cosa que podría, repito, podría ser importante. El cuerpo estaba boca arriba, pero en determinado momento Pasquano le dio la vuelta.