– Gira a la izquierda y vamos a Caltabellotta.
– ¿A hacer qué?
– Antes había un restaurante muy bueno.
Fazio tomó la carretera indicada.
A Montalbano lo asaltó un pasaje de una lección de historia y lo recitó con los ojos cerrados:
– «La paz de Caltabellotta, firmada el treinta y uno de agosto de mil trescientos dos, puso fin a la guerra de las Vísperas Sicilianas. Federico Segundo de Aragón fue reconocido como rey de Trinacria y se comprometió a contraer matrimonio con Leonor, hermana de Roberto de Anjou…»
Interrumpió sus palabras.
– ¿Y bien? -dijo Fazio-. ¿Cómo acabó la cosa?
– ¿Qué cosa?
– ¿Federico cumplió el compromiso? ¿Se casó con Leonor?
– Ya no me acuerdo.
«Hervir una coliflor en agua salada, sacarla poco cocida y trocearla. Echarla luego en una sartén donde se haya sofrito una cebollita cortada en tiritas. Aparte, freír un buen trozo de salchicha fresca, y en cuanto esté dorada, cortarla en rodajas de un centímetro como máximo, retirando la piel. Poner la coliflor y la salchicha con el aceite de la fritura, añadir unas cuantas patatas cortadas en finas rodajas transparentes, aceitunas negras troceadas, sal y especias. Mezclar bien los ingredientes. Con un poco de masa de pan fermentada, preparar un hojaldre en forma de disco y colocar en una tartera de borde alto, llenar con la mezcla de ingredientes, cubrir con otro disco de masa de pan y juntar bien los bordes. Untar la parte superior con manteca de cerdo e introducir la tartera en el horno muy caliente. Sacar en cuanto se dore (tardará una media hora).»
Ésa era la receta de la empanada de cerdo que el comisario pidió que le dictaran después de haberse chupado los dedos en compañía de Fazio. Para el primer plato habían optado por algo ligero: arroz a la siciliana, ese en que se notan los sabores del vino, el vinagre, las anchoas saladas, el aceite, el tomate, el zumo de limón, la sal, la guindilla, la mejorana, la albahaca y las aceitunas negras llamadas passuluna.
Eran platos que exigían vino, y la exigencia no quedó sin respuesta.
Cuando salieron, a Montalbano le faltó el paseo por el muelle hasta el faro.
– Oye, Fazio, vamos a dar un paseo; llegamos hasta el castillo y volvemos antes de subir al coche.
– Sí, señor dottori, de esa manera se evaporará un poquito el pestazo de vino que hacemos. Como nos paren los carabineros, esta vez nos enchironan por conducción en estado de embriaguez.
El paseo resultó parcialmente útil. Mientras subían al coche, Fazio vio a un hombre que estaba levantando la persiana de una papelería.
– ¿Me disculpa un momento, doctore?
– ¿Qué tienes que hacer?
– Como esta noche mi mujer y yo vamos a casa de un amigo para celebrar el cuarto cumpleaños de su hijo, le compraré como regalo una caja de tizas de colores.
Al regresar, dejó la cajita en el salpicadero y se pusieron en marcha.
A la primera curva que tomó Fazio, la cajita resbaló y cayó hacia la parte de Montalbano. El comisario la recogió mientras se preguntaba si cuando él era pequeño ya había tizas de colores o eran todas blancas. Estaba a punto de volver a dejar la caja en su sitio cuando sus ojos se posaron en una línea de letras muy pequeñas en un lateraclass="underline" «Fábrica de Pinturas Arena – Montelusa.»
No sabía que en Montelusa hubiera una fábrica de pinturas.
O sea, una fábrica de tizas de colores.
Una fábrica de pinturas que después las vendía al por menor.
Y las pinturas al por menor se vendían en las tiendas que vendían pinturas.
Le costaba razonar rápido con todo el vino que llevaba dentro. Los pensamientos estaban como retorcidos y resultaba casi imposible desenredarlos.
¿Dónde se había quedado? Ah, sí: en las pinturas que se vendían en las tiendas de pinturas. ¿Y qué? ¡Menudo descubrimiento! Felicidades, dott… ¡Un momento! ¿Qué había oído la víspera en la televisión? «¡Haz un esfuerzo, Montalbà, que puede ser muy importante!» Batidas de búsqueda de un fugitivo de la justicia en la clandestinidad, detención de un concejal del Ayuntamiento… ¡Ahí lo tenía! Incendio probablemente provocado en una tienda de pinturas de Montelusa. ¡Ésa era la noticia que no le había permitido conciliar el sueño! ¿Dónde se puede encontrar purpurina en cierta cantidad? Donde la producen o donde la venden. No donde la compran, que ésos la compran en poca cantidad. Se había equivocado en todo.
– ¡Cabrón! -gritó, dándose un manotazo en la frente.
El coche derrapó.
– ¿Vamos a hacer la segunda de esta mañana? -preguntó Fazio.
– Perdóname.
– ¿Con quién la tiene tomada?
– Conmigo, en primer lugar. Y después también un poco contigo y con Augello.
– ¿Por qué?
– Porque no podíamos encontrar purpurina en cierta cantidad en las fábricas de muebles o en los talleres de restauración, sino en los sitios donde la producen o la venden. Anoche oí que en Montelusa habían quemado una tienda que vendía pinturas. Quiero acercarme allí ahora mismo. Llama a alguien de los nuestros en Montelusa y pídele que te dé el número de teléfono y el domicilio del propietario.
14
Todo se podía decir de Carlo Di Nardo, menos que fuera celoso de su trabajo.
Recibió a Montalbano con los brazos abiertos en su despacho de la Jefatura de Montelusa; por si fuera poco, ambos habían sido compañeros de curso y se tenían simpatía.
– ¿A qué debo el placer?
Montalbano le explicó lo que quería.
– Aquí en Montelusa no tienes más que buscar en tres sitios: en la fábrica de pinturas Arena, que es proveedora de media isla, en la tienda de las hermanas Disberna y en la de Costantino Morabito, o por lo menos en lo que queda de ella. Por lo que me ha parecido comprender, tú piensas que la chica, al caer tras haber recibido el disparo, se manchó con purpurina. ¿Es así?
– Así es.
– Pues yo descarto que las hermanas Disberna hayan podido disparar contra cualquier ser vivo, ni siquiera contra una hormiga. Además, el negocio lo atienden ellas mismas, que tienen setenta y tantos años cada una, con la ayuda de una sobrina de cincuenta y pico. No creo que sea el caso. En cambio, la fábrica de pinturas es grande y tendrías que echarle un vistazo.
– ¿No me dices nada de la tienda de Morabito?
– A ése lo he dejado para el final. En primer lugar, el incendio ha sido provocado, a ese respecto no cabe la menor duda. Sólo que se ha utilizado una técnica distinta.
– ¿O sea?
– ¿Tú sabes cómo se incendian las tiendas de los que no quieren pagar el pizzo? Raras veces los incendiarios entran en el locaclass="underline" se limitan a arrojar gasolina a través de una ventana abierta o a verterla por debajo de la persiana metálica o la puerta. En el noventa por ciento de los casos en que el incendiario entra en el local, resulta quemado más o menos gravemente.
– ¿Aquí, en cambio, el fuego se prendió desde dentro?
– Exactamente. Y no se han registrado roturas de persianas metálicas, puertas o ventanas. Ésta es también la opinión del ingeniero Ragusano del cuerpo de bomberos.
– En definitiva, ¿tú te inclinarías más bien por una hipótesis que implicara al propio Morabito?
– ¡Pero qué diplomático te has vuelto con la edad, Montalbà! Locascio, el del seguro, también cree que ha sido Morabito.
– ¿Para cobrar el dinero de la póliza?
– Eso es lo que él cree.
– ¿Y tú no?
– La posición económica de Morabito es muy desahogada. Si ha pegado fuego a su tienda, habrá sido por otro motivo. Ese hombre esconde algo. Tenía previsto intentar descubrirlo mañana, pero has aparecido tú. ¿Qué quieres hacer ahora?