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– Quisiera echar un vistazo a la tienda.

– No hay problema. Te acompaño. ¿Vienes tú también, Fazio?

La tienda de pinturas no había sido una verdadera tienda de pinturas. Se llamaba Fantasía con muy poca fantasía y era una especie de supermercado donde se vendían toda suerte de artículos relacionados con el hogar, desde azulejos para el cuarto de baño a alfombras, desde ceniceros a arañas de cristal. Una importante sección, la que había sido incendiada y de la cual no quedaba prácticamente nada, estaba dedicada a las pinturas: quien tuviera el capricho de pintarse el dormitorio de amarillo paja con cuadraditos verdes, y el comedor rojo fuego, encontraba allí todo lo que necesitaba; pero el que se dedicaba a pintar cuadros podía elegir también entre miles de tubitos de colores al óleo, al temple o acrílicos. Desde aquella sección se podía acceder a través de una escalera interior al apartamento donde vivía el propietario, el señor Costantino Morabito. Como es natural, al apartamento también se accedía a través de una puerta que daba a la calle; la escalera interior sólo era una comodidad que le servía a Morabito para abrir o cerrar el establecimiento desde dentro.

Di Nardo contestó a todas las preguntas del comisario, que fueron muchas.

– Quisiera hablar con Morabito -dijo Montalbano mientras regresaban a Jefatura.

– No hay problema -repitió Di Nardo-. Se ha ido a vivir a casa de su hermana porque el apartamento podía amenazar ruina. Los bomberos quieren efectuar un control.

– Hablando de controles, ¿quién controla la zona? ¿A quién se paga el pizzo?

– A los hermanos Stellino. En mi opinión, deben de estar cabreadísimos porque les atribuirán este incendio a pesar de que tal vez no han tenido nada que ver.

– Ésa podría ser una buena excusa para poner nervioso a Morabito. ¿Dónde puedo hablar con él?

– En mi despacho; yo tengo que ir a hacer otra cosa. Pongo a tu disposición al inspector Sanfilippo, que lo sabe todo.

– Si Morabito no necesitaba dinero, ¿por qué tendría que incendiar la tienda? -preguntó Fazio cuando ambos se quedaron solos. Y añadió-: El dottor Di Nardo nos ha dicho que Morabito no está casado, no es aficionado al juego, no tiene mujeres, no gasta sin freno, pues más bien es tacaño, no tiene deudas… ¿Por qué descartar que se deba a un impago del pizzo?

– Una vez vi una película americana, una comedia -dijo Montalbano pensativo-, donde se contaba la historia de uno que se lleva a casa a una puta aprovechando que su esposa se ha ido a pasar el día con su madre. En el momento de irse, cuando faltan tres horas para el regreso de la mujer, la puta no encuentra las bragas. Busca que te busca, pero nada. La puta se va. El hombre, sabiendo que tarde o temprano su esposa descubrirá las malditas bragas, va y prende fuego a la casa. ¿No te parece una buena razón?

– ¡Pero Morabito no está casado!

– Claro que no es lo mismo. Pero yo me preguntaba: ¿y si el incendio hubiera servido para esconder otra cosa?

– ¿Y qué puede ser?

– Un casquillo, por ejemplo.

– ¿Qué hacemos?

– Dile a Sanfilippo que vaya a buscar a Morabito. Y te lo advierto: dame cuerda porque voy a hacer mucha comedia.

Costantino Morabito era un cincuentón desaliñado, con la cara afeitada a la buena de Dios, el cabello despeinado y ojeras. Estaba extremadamente nervioso y se movía a sacudidas. Se sentó en el borde de la silla, sacó un pañuelo del bolsillo y lo mantuvo en la mano.

– Ha sido un golpe muy duro, ¿eh? -le dijo Montalbano tras haberse presentado.

– ¡Todo se ha perdido! ¡Todo! El humo lo ha alcanzado todo, incluso lo que había en las otras secciones, ¡y lo ha estropeado todo! ¡Un daño inmenso! ¡Estoy destrozado!

– Pero en medio de la desgracia, usted ha tenido suerte.

– ¿Qué suerte, perdone?

– La de no haber perdido la vida.

– ¡Ah, sí! ¡San Gerlando me ayudó! ¡Ha sido un verdadero milagro, señor comisario! ¡Las llamas estuvieron a punto de alcanzar el piso de arriba, donde yo me encontraba, y de asarme a la parrilla!

– Oiga, ¿quién se dio cuenta del incendio?

– Yo. Noté un fuerte olor a quemado y…

– Yo también lo noto -lo interrumpió Montalbano.

– ¿Ahora? -preguntó perplejo Morabito.

– Ahora.

– ¿Y de dónde?

– Lo noto procedente de usted. ¡Qué raro!

Se levantó, rodeó el escritorio, se situó al lado de Morabito, le puso la nariz a cinco centímetros de distancia y empezó a olfatearlo desde el cabello al pecho.

– Ven a oler tú también.

Fazio se levantó, se situó al otro lado e imitó al comisario. Sorprendido, Morabito permaneció inmóvil.

– Algo se nota, ¿verdad?

– Sí -dijo Fazio.

– ¡Pero yo me he lavado! -protestó Morabito.

– Se tarda tiempo en lograr que desaparezca, ¿sabe?

Regresaron a sus asientos.

– Siga, señor Morabito.

– Noté un fuerte olor, abrí la puerta que da a la sala y el humo me asfixió. Entonces llamé a los bomberos, que llegaron enseguida. ¿Usted sabe cómo arden las pinturas?

– ¿Qué estaba haciendo usted?

– Estaba a punto de irme a dormir. Ya pasaba de la medianoche. Había estado viendo un poco la televisión…

– ¿Qué daban?

– No me acuerdo.

– ¿No recuerda ni siquiera el canal?

– No, pero…

– Diga, diga.

– Disculpe, comisario, yo ya se lo he contado todo a un compañero suyo, al jefe de bomberos, al del seguro… ¿Usted qué tiene que ver con esto?

– Mi compañero Fazio y yo formamos parte de una brigada especial creada por el señor jefe superior. Especialísima. Nos ocupamos de incendios provocados, atribuibles al impago del pizzo. -Se levantó repentinamente y se puso a dar voces-: ¡Así no se puede seguir! ¡Los honrados comerciantes como usted ya no tienen por qué someterse a las horcas caudinas que impone la mafia! ¡Hemos aguantado cuarenta años y ahora se acabó!

Se sentó y se felicitó a sí mismo, tanto por lo de las horcas caudinas como por la cita mussoliniana. Hasta Fazio lo contempló con admiración.

Costantino Morabito, impresionado primero por lo del olor y después por la fanfarronada, se tragó aquel embuste cual agua fresca y se puso muy nervioso.

– Hay que… descartarlo.

– ¿A qué se refiere?

– Al impago…

– ¿Usted paga el pizzo con regularidad?

– No… no se trata de pagar o no pagar. Estoy seguro de que la causa del incendio no es la que usted cree.

– ¿No? ¿Y cuál es la que cree usted?

– Que no se trata de un incendio provocado.

– ¿Pues qué ha sido?

– A lo mejor un cortocircuito.

– Antes de mandarlo llamar, he estado hablando con el ingeniero Ragusano. Él descarta un cortocircuito.

– ¿Por qué?

– Porque se ha localizado el punto en que se inició el incendio. Y por allí no pasa nada que tenga que ver con la electricidad.

– Pues entonces ha sido autocombustión.

– Ragusano también la descarta por una cuestión de temperatura. Y se hace unas cuantas preguntas.

– A mí no me las ha hecho.

– Todavía no, pero ya se las hará.

Ahí quedaba bien una risita un tanto siniestra que le salió bordada. Se mereció otra mirada de admiración de Fazio y un vistazo desconcertado de Morabito.

– ¡Se las hará, vaya si se las hará!

Otra risita mefistofélica.

– ¿Quiere saber alguna?

– Oigámosla -dijo Morabito, secándose el sudor que le brillaba en la frente.

– El incendio se inició en un punto concreto, exactamente al pie de la escalera interior. Donde no tendría que haber material inflamable, cuyos restos, en cambio, han encontrado los bomberos precisamente allí. Ragusano me ha dicho que esos materiales habían sido amontonados formando una pequeña pira. ¿Quién los puso allí?