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– Y yo qué sé. Cuando cerré la tienda, al pie de la escalera no había nada.

– ¿No puede aventurar una suposición?

– ¿Qué quiere que le diga? Debió de ponerlo el que prendió el fuego.

– Exactamente. Pero el problema sigue siendo el mismo: ¿cómo se las arregló el incendiario para llegar hasta allí?

– Y yo qué sé.

– Las dos persianas metálicas del establecimiento no fueron forzadas. Las ventanas estaban cerradas. ¿Por dónde entró?

El pañuelo que Morabito se pasaba por la frente ya estaba empapado.

– Pudo utilizar un mecanismo de relojería. Lo dejaría al pie de la escalera antes del cierre del local.

– ¿Usted cerró la tienda por fuera?

– No. ¿Por qué tendría que haberlo hecho? La cerré igual que siempre.

– ¿O sea?

– Desde dentro.

– ¿Y cómo hizo para acceder a su apartamento?

– ¿Cómo tenía que hacerlo? Subí por la escalera interior.

– ¿A oscuras?

A Morabito el sudor le había traspasado incluso la chaqueta: tenía dos manchas oscuras en los sobacos.

– ¿Cómo a oscuras? Con la luz.

– ¡Ni hablar! Con la luz habría reparado a la fuerza en la presencia del mecanismo de relojería. ¿No lo vio?

– ¡Por supuesto que no!

– O sea, tengo que tomar nota de que usted admite…

Morabito osciló tan bruscamente en la silla que poco faltó para que se cayera.

– ¿Qué… qué admito? ¡Yo no he admitido nada!

– Disculpe… vamos por orden. Usted, en un primer momento, ha dicho que el incendio podría haber sido causado por un cortocircuito o por autocombustión. ¿No es así?

– Sí.

– Pero si ahora me sale con la hipótesis de un mecanismo de relojería, significa que admite la posibilidad de un incendio intencionado. ¿Está claro?

El hombre no contestó. Un ligerísimo temblor había empezado a reptar por su cuerpo.

– Oiga, Morabito, quiero echarle una mano. Veo que se encuentra en apuros. ¿Quitamos de en medio el hipotético mecanismo de relojería, del cual, por otra parte, no se ha encontrado el menor rastro?

Morabito asintió con la cabeza; evidentemente no estaba en condiciones de articular ni una palabra.

– Muy bien. Eliminado también el mecanismo de relojería. Según Ragusano -prosiguió Montalbano-, esa especie de pira hecha a propósito fue profusamente rociada con gasolina, y después bastó una cerilla… ¡Desde luego es muy raro!

– ¿Qué?

– ¡Que el incendiario no se incendiara a su vez! ¡Ah, ah! ¡Ésta sí que es buena! ¡Francamente buena! ¿No le recuerda l'arroseur arrosé de los hermanos Lumière o aquello de ir por lana y salir trasquilado? -Se echó a reír mientras pateaba el suelo y soltaba manotazos sobre el escritorio.

Morabito lo miró asustado y con los ojos desorbitados; a lo mejor empezaba a preguntarse si estaría tratando con un imbécil o un loco. Pero ¿de qué coño le hablaba?

– A no ser que…

Súbito cambio de expresión. Frente arrugada, mirada pensativa, boca ligeramente torcida.

– ¿A no ser qué? -preguntó casi sin resuello Morabito.

– A no ser que el incendiario ya se encontrara en la escalera. Amontona la pira, sube los peldaños y arroja la cerilla o lo que fuera desde lo alto de la escalera, quedando lejos de la llamarada. Sí, eso es lo que tiene que haber ocurrido. Pero en ese caso…

Suspense. Pausa. Expresión facial crispada porque en el interior de la cabeza se está formando un pensamiento.

– ¿… en ese caso? -inquirió Morabito con un hilo de voz.

– En ese caso el incendiario, para ponerse a salvo, no tenía más remedio que entrar en su apartamento. ¿Usted lo vio?

– ¿A quién? -preguntó desconcertado.

– Al incendiario.

– Pero ¿qué dice?

– ¿Está seguro?

– Si le digo que…

Montalbano levantó una mano.

– ¡Alto ahí! -Y se puso a mirar fijamente el rincón superior izquierdo de la estancia. Después murmuró como para sí-: Sí… sí… sí… -Posó los ojos en Morabito-. ¿Sabe que se me está ocurriendo una idea?

– ¿Cu… ál?

– La de que usted no sólo vio al incendiario sino que incluso lo reconoció, pero no quiere decírnoslo.

– ¿Por… por qué no…?

– Porque está asustado. Y está asustado porque el incendiario era uno de los hermanos Stellino, los mafiosos que controlan su zona.

– ¡Por favor! ¡Por el amor de Dios! ¡Los Stellino no tienen nada que ver! ¡Se lo juro!

– Eso lo dice usted. Y puesto que lo dice usted… ¿sabe que se me está ocurriendo otra idea?

Morabito abrió los brazos, resignado.

– ¿Tiene usted enemigos?

– ¿Yo, enemigos? No.

– Sin embargo, se podría pensar que alguien ha querido hacerle… ¿cómo se llama?… ahora no me sale… Fazio, ayúdame.

– ¿Una mala jugada?

– ¡Bravo! ¡Eso es! ¡Podríamos incluso llamarlo una broma pesada! ¿No le parece, señor Morabito?

– No entien…

– ¡Pero si es muy fácil! Alguien que le quiere mal prende fuego a su tienda para que la culpa caiga sobre los hermanos Stellino.

– Podría ser -dijo el hombre, aferrándose a las palabras del comisario.

– ¿Le parece que sí? ¡Pues mire, me alegro de que esté de acuerdo! ¡Me alegro muchísimo! Porque verá: también opina que se trata de un acto doloso el dottor Locascio, el inspector de seguros.

– ¡Claro! ¡Ésos buscan todos los pretextos para no pagar! -replicó Morabito un poco tranquilizado.

– Pero Locascio no está pensando en un impago del pizzo.

– Ah, ¿no? ¿Pues en qué está pensando?

– ¿Quiere que se lo diga? ¿De veras lo quiere? Piensa que es usted quien ha incendiado la tienda para cobrar la póliza del seguro.

– ¡Pero qué hijo de la grandísima puta! ¿Qué necesidad tengo yo del dinero de la póliza? Mis negocios marchan viento en popa. ¡Basta con preguntar a los bancos!

– Mi compañero el comisario Di Nardo, que ya lo ha interrogado, no piensa lo mismo.

– ¿Lo mismo que quién?

– Que Locascio, naturalmente. Él está emperrado en la idea del impago del pizzo. Y por eso ha pedido nuestra intervención. Quiere utilizar este incendio como acusación contra los miembros de la familia Stellino que ejercen el control de la zona donde usted tiene su establecimiento. Tenga un poco de valor, señor Morabito. ¡Media palabra suya nos bastará para enviar a la sombra a los Stellino!

– ¡Y dale con los Stellino! ¡Le digo que los Stellino no tienen nada que ver!

– ¿Está seguro?

– Segurísimo. Además, aunque tuvieran que ver, como yo diga media palabra, ¡ésos me matan!

– Sobre todo si los Stellino no tienen nada que ver con el incendio, tal como usted ha declarado reiteradamente.

– ¡Oiga, usted no para de hablar y yo ya no entiendo nada!

– ¿Se siente cansado, señor Morabito? ¿Quiere que hagamos una pausa?

– Sí.

– ¿Y usted qué hace? ¿Me denuncia?

– ¿Yo a usted, comisario? ¿Po… por qué?

– Si me fumo un cigarrillo. Aquí está prohibido.

Morabito se encogió de hombros.

15

Montalbano se fumó tranquilamente el cigarrillo, y como no vio ningún cenicero, lo apagó contra el tacón del zapato y se guardó la colilla en el bolsillo. Total, ya tenía un buen agujero y uno más no importaba.

Mientras fumaba, nadie había abierto la boca. Morabito había pasado el tiempo con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos. Fazio simulaba levantar acta. Sólo entonces Montalbano fingió darse cuenta.

– Pero ¿qué estás haciendo?

– Tomo apuntes para el acta.