– Los bom… bomberos… han…
– No se preocupe; les pediremos autorización. ¿Ha venido con su coche?
– No.
– Pero ¿tiene?
– Sí.
– ¿Dónde lo guarda?
– En un ga-ga-garaje que se co-co-comunica con la ti-tienda.
– ¿Tiene un maletero grande?
– Bastante.
– ¿Podría ser más concreto? Le pondré un ejemplo: ¿dentro cabría un cuerpo?
– Pero ¿qué…?
– No se altere, no hay motivo. Después iremos a echar un vistazo a su coche. Especialmente al maletero. Fazio, antes de que nos vayamos, ¿tienes alguna pregunta?
El comisario rogó a Dios que Fazio hiciera la jugada adecuada.
Y Fazio, que había comprendido que le pasaban el balón, chutó directamente a portería.
– Perdone, ¿usted vende purpurina?
Marcó. Morabito se levantó, dio media vuelta sobre sí mismo y cayó al suelo como un saco vacío. Fazio se inclinó, lo agarró con fuerza y lo sentó de nuevo en la silla, pero el hombre, nada más sentarse, volvió a resbalar. Un muñeco de trapo.
– Déjalo así. Llama a Sanfilippo y que le diga a Di Nardo que venga aquí enseguida. ¡Seguro que este imbécil ha matado a la chica! ¡Lástima!
– ¿Lástima por qué?
– Porque ahora la investigación pasará a Di Nardo y de Di Nardo pasará a los de homicidios. Competencia territorial.
– Pues entonces, a partir de este momento ¿ya estamos fuera?
– Por completo. Es más, ¿sabes qué te digo? Que llamo un taxi y me voy a Marinella. Nos vemos mañana por la mañana y me cuentas la continuación.
Pero la continuación ya la sabía sin necesidad de esperar al día siguiente. Se la contó mientras se dirigía en coche a Vigàta.
Un sábado por la noche un ruido despierta a Morabito. Presta atención y cree que ha entrado un ladrón en casa. Abre el cajón de la mesita de noche, coge el revólver y se levanta cautelosamente de la cama. Y ve que el ladrón, que ha entrado por la puerta con una llave falsa o lo que sea, está intentando abrir el cajón del escritorio donde guarda las ganancias de dos días. Pero el caco lo oye acercarse y huye.
Seguro que ha tenido ocasión de estudiar el plano del apartamento y baja por la escalera que lleva a la tienda. A lo mejor, haciendo una inspección previa antes de entrar en la casa, ha visto que la ventana de la sección de pinturas estaba abierta. Llega rápidamente a la sección, se encarama a un banco para alcanzar la ventana, que es muy alta, pero resbala, cae en medio de los saquitos de purpurina, alguno de ellos se rompe, se gira para ver a qué distancia se encuentra Morabito y éste le pega un tiro.
Probablemente no quería matarlo, pero el disparo da en el blanco. Sin embargo, el tiro debe de haber desplazado el pasamontañas de lana negra que cubría la cara del ladrón, y Morabito descubre que se trata de una mujer.
Entonces pierde la cabeza.
Es cierto que se las podrá arreglar con la nueva ley acerca de la legítima defensa, pero se pregunta si la ley es igualmente válida en caso de que el ladrón sea una mujer. Y por si fuera poco, una mujer desarmada.
Superado el primer momento de temor, empieza a reflexionar.
Y empieza a vislumbrar una salida. Puesto que nadie lo ha oído disparar, ¿no sería mejor mantenerse al margen del asunto? ¿No comparecer para nada?
Sigue pensando a lo largo de toda la noche y el domingo siguiente. Después toma la decisión que le parece más apropiada.
Desnuda el cadáver, lo lava porque en las partes superiores está manchado de purpurina, y lo introduce desnudo en el maletero de su coche. No tiene ningún problema porque el garaje se comunica con la tienda y, por consiguiente, nadie puede verlo.
Durante la noche entre el domingo y el lunes se sienta al volante y va a arrojar el cadáver al Sarsetto.
Y adiós muy buenas.
Pero ¿por qué a los pocos días decidió que lo mejor que podía hacer era pegarle fuego a la tienda?
Eso sí tendría que decírselo Fazio al día siguiente.
Montalbano llegó a Marinella de tan mal humor que ni siquiera le apetecía comer.
La conclusión del asunto lo había decepcionado.
Un delito imbécil cometido por un imbécil. Pero, por otra parte, ¿cuántos eran los casos de homicidios inteligentes cometidos por personas a las que la cabeza les funcionaba? En toda su carrera, habría podido contarlos con los dedos de una mano. De acuerdo, pero aquél era más imbécil que el término medio.
Pero Di Nardo o el jefe de la brigada de homicidios, tras demostrar que Morabito había matado a la ladrona, ¿iría más allá? ¿Conseguiría, por lo menos, dar un nombre a la chica asesinada? ¿O bien, tras comprender que aquella investigación no era tan sencilla como parecía, se echaría atrás?
Pero ¿acaso no estaba obligado a comunicar a sus compañeros el punto al que él había llegado en la investigación?
Porque a aquellas alturas no cabía la menor duda de que al menos dos de las chicas rusas que llevaban la mariposa tatuada eran unas ladronas. Y estaba demostrado que tres de ellas habían tenido algo que ver con La Buena Voluntad.
La susodicha asociación tenía la pinta de ser un terreno peligroso, prácticamente un campo minado. ¿Di Nardo, o quienquiera que ocupara su lugar, se vería con ánimos para afrontar el peligro de volar por los aires? ¿Cuántos políticos con poderosas influencias en Roma, todos ellos, de la derecha, el centro o la izquierda, con enchufes clericalescos, entrarían en liza para alinearse en defensa de monseñor Pisicchio y La Buena Voluntad? ¿Y el ministerio público tendría el valor de asumir sus responsabilidades? ¡Pero si habían bastado cuatro preguntas formuladas al cavaliere Piro para que el jefe superior se viera sepultado bajo un alud de llamadas de protesta!
Mejor no echar mano de salidas ingeniosas. Quedarse quieto. Dejarle la iniciativa a Di Nardo. Si los de Jefatura daban señales de vida y pedían informes acerca de la investigación que hasta aquel momento él había llevado a cabo, les diría todo lo que hubiera que decir. «En caso contrario, guarda silencio, Montalbano, y disimula.»
Mientras permanecía sentado en la galería fumando y bebiendo whisky en una noche que parecía hecha a propósito para disipar los más siniestros pensamientos, notó poco a poco que se evaporaba aquella mezcla de decepción y leve rabia que había nacido en su interior al comprender que la investigación se le había escapado de las manos.
Paciencia, no era la primera vez que ocurría.
Entretanto había un lado positivo, es decir, tenía por delante unos cuantos días sin líos ni problemas. Pues mira, podría aprovecharlos para hacer…
«¿Hacer qué? -le preguntó repentinamente Montalbano primero-. ¿Querrías explicarme qué sabes hacer en la vida, aparte de tus intrigas policiacas? Comes, defecas, duermes, lees alguna novela, vas al cine de vez en cuando y listo. No te gusta viajar, no practicas deportes, no tienes ninguna afición y, bien mirado, ni siquiera tienes amigos con quienes pasar unas horas…»
«Pero ¿qué chorradas estás diciendo? -replicó en plan polémico Montalbano segundo-. Hace unos largos de natación que ni un campeón olímpico, ¿y tú vienes a contarme que no practica deportes?»
«Los largos no cuentan. ¡Cuentan los intereses verdaderos y serios, los intereses que dan sentido a la vida de un hombre y la enriquecen!»
«¿Ah, sí? ¡Pues ponme un ejemplo de esos intereses! ¿La jardinería? ¿La filatelia, las discusiones sobre si la Juve se merecía el scudetto de campeón de Liga más que el Milán?»
«Pero ¿me dejáis terminar a mí? -intervino Montalbano-. Estaba pensando simplemente que podría aprovechar esos pocos días libres que tengo por delante para que viniera Livia. Es más, ¿sabéis lo que os digo? Que cojo el teléfono y la llamo ahora mismo.»
Se levantó, entró en la casa, agarró el teléfono y marcó el número, pero en cuanto oyó el primer timbrazo colgó.
No, pensándolo bien, no estaba totalmente libre.