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– No quiero robarles más tiempo. A partir de mañana por la mañana, serán ustedes convocados uno a uno. Practicaremos interrogatorios muy largos y minuciosos. También estarán presentes los de la brigada antidroga. En cualquier caso, he querido verlos por eso: si a alguno de ustedes se le ocurre algo, puede llamarme. Les doy las gracias.

Se levantó y se fue, dejándolos a todos pasmados.

En la trattoria de Enzo comió con tanto apetito como si llevara un retraso de varios años. Después, para aprovechar el día, dio su habitual paseo hasta el faro.

– ¿Qué tiempo nos viene? -le preguntó al pescador.

– Bueno.

Se sentó en la roca aplanada. Pero no le apetecía pensar en nada; se sentía vacío por dentro. Se pasó media hora tocándole los cojones a un cangrejo que intentaba subir a la roca. En cuanto ganaba cinco centímetros, lo obligaba a regresar al punto de partida empujándolo hacia atrás con una varilla.

«¡Míralo! -dijo Montalbano primero-. Pero ¿no te da vergüenza? ¿Ves a qué estado has quedado reducido? ¡A jugar con un cangrejo!»

«¿Quieres dejarlo en paz? -terció Montalbano segundo-. ¿Acaso está prohibido pasar el rato como a uno le dé la gana? Esta mañana ha hecho su trabajo, ¿sí o no?»

«¡Menudo esfuerzo! ¡Se ha desriñonado!»

Como castigo, pues en el fondo Montalbano primero tenía razón, nada más llegar a su despacho se puso a firmar la montaña de documentos que había encima del escritorio.

Sonó el teléfono poco después de las seis.

– Dottori, está aquí el señor Mallita.

– Pregúntale cómo se llama.

– Dottori, ahora mismo li he dicho cómo se llama.

– Tú pregúntaselo.

Lo oyó soltar maldiciones.

– Me he equivocado, dottori. Spalitta se llama.

Le faltaba una ele, pero se podía conformar; la perfección no es de este mundo.

– Pásame la llamada.

– No puedo porque ya está aquí.

– Bueno, pues hazlo pasar.

Tuvo la absoluta certeza de que esa misma noche podría llamar a Livia. Había cumplido la solemne promesa.

Spallitta parecía víctima de un ataque de fiebre terciana.

– ¿Tiene algo que decirme?

– Sí, señor. Puesto que he tenido alguna pequeña condena por cuestiones de droga, temo verme mezclado con eso.

– ¿Con qué, perdone?

– Con el asunto de los tablones llenos de droga. Se lo juro: ¡yo nada sabía y nada sé!

– Bueno, si usted tiene la conciencia tranquila, ¿qué teme?

– Pero es que…

– No tiene la conciencia tranquila, ¿verdad?

Spallitta inclinó la cabeza y no dijo nada.

– ¿Cuánto le pagó Picarella para que lo ayudara en el falso secuestro?

– Quinientos euros. ¡Pero se lo juro, me presentó la cosa como una broma! Necesitaba desaparecer porque le había prometido a una puta que la llevaría una semana a Cuba. ¿Por qué cuenta ahora esa mentira de los golpes? Yo lo traté siempre como él quería, lo tuve escondido unos días en casa de mi hermano, en el campo, pero a diario le llevaba comida, cigarrillos, periódicos… ¡Y ahora quiere arruinarme ese grandísimo cabrón!

Llamaron a la puerta y entró Augello. Vio que el comisario estaba ocupado e hizo ademán de retirarse.

– No, no, Mimì; pasa. Vienes como anillo al dedo. Siéntate. ¿Qué tal ha ido el interrogatorio?

Augello vaciló un instante dada la presencia del desconocido. Después decidió contestar sin dar nombres.

– No ha ido mal. Creo que, como máximo, en dos días lo suelta todo.

– Yo creo que antes. Si todavía no has tenido ocasión de conocerlo, te presento al señor Spallitta. Él es quien ayudó a Picarella a montar su secuestro. Podéis seguir hablando aquí. -Se levantó.

– ¿Y tú adónde vas? -preguntó Mimì un poco extrañado.

– A Marinella. Tengo que hacer una llamada importante. Nos vemos mañana.

17

– ¿Cómo estás?

– Un poco mejor, ¿y tú?

– Bastante bien, gracias.

– ¿Qué tiempo tenéis por ahí?

– Bueno. ¿Y vosotros?

– Inestable.

Pero ¿dos personas pueden pasar años y años de vida en común y acabar hablándose como dos extrañas? ¿No habría sido mejor emprenderla a palabrotas o intercambiar insultos? ¿Propinarse empujones y soltarse un guantazo?

Montalbano experimentó una rabia contenida contra la situación en que se encontraban Livia y él. A aquellas alturas, si la culpa había sido suya o de Livia ya no tenía la menor importancia; ahora lo importante era hablar mirándose largo rato a los ojos, aclararlo todo y salir como fuera de las arenas movedizas en que se estaban hundiendo lentamente.

– ¿Sigues teniendo la misma idea?

– ¿Cuál?

– La de venir aquí si…

– Pues claro.

– Entonces te digo que he conseguido disponer de tres o cuatro días absolutamente libres.

– Muy bien.

¿Y nada más? ¿Nada de oh, qué bonito, qué alegría? ¡Qué poco entusiasmo! ¿No había cumplido él su palabra? «Te llamaré en cuanto tenga unos días libres», le había prometido. Había corrido a toda prisa a Marinella para darle la noticia, ¿y así se lo agradecía?

– O sea que cuando tú quieras…

– Por mí, incluso mañana -se apresuró ella a contestar.

Lo cual significaba que tenía la maleta preparada y había pasado el mayor tiempo posible en casa a la espera de esa llamada. Y también significaba que no se trataba de escaso entusiasmo, tal como él había pensado, sino de que Livia vigilaba cuidadosamente cada palabra que decía por temor a revelar la intensidad de sus sentimientos.

– Muy bien, pues voy a recogerte a Punta Raisi.

– Déjalo.

– Pero ¿por qué?

– Porque podrías tener algún contratiempo inesperado. Y yo no resistiría esperarte en vano. Por mi propia tranquilidad, prefiero coger el autobús.

– Livia, ¡pero si te he dicho que estoy completamente libre!

– ¿Qué te cuesta dejar que yo…?

– ¡Pero si ya te he dicho que no hay ningún problema! Anda, ¿a qué hora tienes previsto llegar?

– Con el habitual vuelo del mediodía.

– A mediodía estoy allí.

– Oye, no te enfades, pero…

– Pero ¿qué?

– Preferiría que no nos quedáramos en Marinella.

– ¿No quieres pasar aquí estos días?

– No.

Montalbano se sintió un poco ofendido. ¿Qué daño le había hecho Marinella a Livia para que ahora no le pareciera bien?

– ¿Por qué? ¿Alguna vez no te has encontrado a gusto aquí?

– Precisamente por eso.

– No lo entiendo.

– Siempre me he encontrado muy bien ahí. Demasiado quizá.

– ¿Pues entonces?

– Intuyo que Marinella influiría en mis decisiones y acabaría por condicionarme.

– ¿Y a mí no me condiciona?

– Relativamente, porque es tu casa.

– Entiendo; quieres jugar la partida en territorio neutral.

En el silencio de Livia comprendió el esfuerzo que ella estaba haciendo para no darle la respuesta que se merecía.

– Perdóname, he dicho una tontería. Vamos a hacer una cosa. Una vez en Punta Raisi, decidimos juntos adónde ir y vamos sin necesidad de pasar por aquí. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Hasta mañana.

– Hasta mañana.

Montalbano colgó, pero se quedó un buen rato al lado del teléfono, pensando en las palabras de Livia.

¡Conque la casa la habría condicionado! Pero ¿qué bobadas decía? ¡Cuatro paredes no condicionan nada! Son unas paredes como otras y nada más. Las casas buenas o malas que provocan la felicidad o la desgracia de quienes viven en ellas sólo existen en las películas americanas. Pensándolo bien, ni siquiera los muebles consiguen condicionar. Siempre y cuando uno no quiera participar en el condicionamiento.