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Hablando claro: a no ser que uno no quiera ser condicionado a sabiendas. Entonces basta cualquier cosa, por ejemplo, esa estatuilla que Livia compró en Fiacca…

La tomó en sus manos.

Medía unos quince centímetros de altura y representaba a un muchacho con el alegre rostro de un pilluelo que llevaba un cesto de peces a la espalda. No era una obra de arte, pero tenía su gracia. Livia la había comprado precisamente por la expresión de la cara, viva, abierta e inteligente. Y de pronto Montalbano recordó lo que ella le había susurrado al oído en el momento de regalársela:

– Si algún día tenemos un hijo, lo querría así.

Pero ¿cuántos años habían pasado desde entonces? ¿Diez? ¿Quince? Y mientras lo invadía un repentino arrebato de emoción, comprendió que Livia tenía razón.

«No la casa en sí misma, sino todo lo que hemos acumulado en ella de recuerdos, memorias, tristezas y alegrías, esperanzas y decepciones, risas y lágrimas, ¡eso sí que condiciona!»

Fue a dejar la figurita en su sitio, pero le resbaló de la mano y cayó al suelo. Se agachó a recogerla soltando maldiciones.

Sólo la cabeza se había separado limpiamente del cuerpo; lo demás no había sufrido el menor daño. Intentó recomponerla: encajaba a la perfección, no se había perdido ni un solo trocito.

Entonces se puso a buscar el pegamento universal, lo encontró, se sentó y, con mucho cuidado, pegó la cabeza al cuerpo. Se mostró complacido, pues la unión le había quedado impecable pese a no ser habilidoso en las manualidades. Dejó la estatuilla en la mesita y se levantó para ir a preparar la maleta.

Con Livia estaría fuera por lo menos cuatro días. Pero en cuanto bajó la maleta de encima del armario y la abrió, le entró el mal humor y se le pasaron las ganas.

Al día siguiente por la mañana tendría todo el tiempo que quisiera para hacerla.

Decidió quedarse en la galería hasta que le entrara el sueño.

Por la mañana despertó más tarde que de costumbre, pasadas las ocho; se ve que su cerebro y su cuerpo ya se sentían de vacaciones. Se dio una ducha muy larga y, tras afeitarse, cogió la maquinilla, el jabón, el peine y los demás artículos de aseo, los guardó en un elegante neceser negro que le había regalado Livia y fue a dejarlo en la maleta. Después abrió el armario y empezó a elegir camisas. A las nueve la maleta ya estaba lista; la cerró, la llevó al coche y la introdujo en el portamaletas.

¿Debería pasar por la comisaría? ¿O bien subía al coche sin decirle nada a nadie y, en todo caso, llamaba desde fuera?

Quizá fuese mejor telefonear para avisar que se iba.

Y entonces, mientras cogía el auricular, vio la estatuilla. La tomó en la mano y la miró.

La cabeza encajaba perfectamente; alrededor del cuello discurría una línea tan fina como un cabello que revelaba de manera inequívoca la rotura y la subsiguiente compostura.

Sí, vista de lejos, la figurita parecía entera y perfecta, pero vista de cerca…

«Paciencia -se dijo, depositándola en el mismo sitio de antes-. Lo importante es haberla salvado, no haber tenido que tirarla a la basura.»

Levantó el auricular y oyó hablar a alguien. ¿Una interferencia? Pero enseguida reconoció la voz de Catarella.

– ¿Diga? ¿Diga? ¿Quién está al tilífono?

– Soy Montalbano, Catarè.

– Pero ¿usía me ha llamado a mí?

– No, Catarè; estaba a punto de llamarte, pero tú ya estabas en línea.

– ¿Y cómo es que yo he contestado sin la llamada de usía?

– No es que me hayas contestado, se ve que tú me estabas llamando y… Oye, dejémoslo. Llamo para decirte que no iré al despacho porque me marcho un…

– ¡No puede irse de ninguna manera, dottori!

– ¿Por qué?

– Pues porque han matado a uno.

Fue como un puñetazo en pleno rostro.

– ¿Dónde?

– Precisamente a la entrada del pueblo por la carretera de Montelusa.

Esperaba que la cosa hubiera ocurrido fuera de la jurisdicción de la comisaría. Pero no; tendrían que encargarse ellos.

– ¿Sabes cómo se llama la víctima?

– Fazio me lo ha dicho, pero ahora no me sale… Espere… ¿Cómo se llama eso que se necesita para escribir?

Pero ¿sería posible que Catarè se pusiera a hacer concursos en aquel momento?

– Pluma.

– No, señor.

– ¿Bolígrafo? ¿Han matado a alguien que se llama Bolígrafo?

– No, señor dottori, no lleva tinta.

– ¿Lapicero?

– ¡Bravo, dottori!

– Oye, pero ¿no está el dottor Augello?

– No, señor dottori; el dottor Augello no está porque esta noche han tenido que llevarlo al hospital.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Qué le ha pasado?

– A él personalmente en persona nada, dottori. Pero tuvieron que llevar al chiquillo. Al hospital piriátrico lo llevó.

Montalbano se lo jugó a pares y nones. Si salía enseguida de casa, podría dedicar media hora a ayudar a Fazio y después podría irse a Punta Raisi. Sí, media hora bastaría. No conocía a nadie que se llamara Lapicero y jamás lo había oído nombrar. Puede que fuera un ajuste de cuentas entre pequeños camellos. Podía dejar el asunto en manos de Fazio, sobre todo cuando, más tarde o más temprano, Augello regresaría del hospital y se encargaría de todo.

– Dime dónde está Fazio.

Catarella se lo dijo.

* * *

Cuando llegó al lugar, tuvo que abrirse paso entre fotógrafos, periodistas y cámaras que tapaban un Panda que se había estrellado contra un árbol al borde de la carretera. Gallo dirigía el tráfico que iba o venía a Montelusa. Galluzzo trataba de mantener apartados a los curiosos que se detenían y bajaban a ver qué había ocurrido. Fazio estaba hablando con el cuñado de Galluzzo, que era periodista de Televigàta. Montalbano consiguió llegar a la altura del Panda y vio que estaba vacío. Miró con más atención. Manchas de sangre en el salpicadero y en el reposacabezas del conductor.

Fazio, que lo había visto llegar, se le acercó.

– ¿Dónde está el muerto?

– Dottore, no está muerto. Pero no creo que pueda salvarse. Se lo han llevado al hospital de Montelusa, pero ni siquiera sé si ha llegado vivo.

– ¿Eres tú quien ha pedido la ambulancia?

– ¿Yo? ¡Pero qué dice! Nosotros hemos llegado cuando las cosas ya estaban hechas. Cuando han abierto fuego, había mucho tráfico, un jaleo tremendo. Dos o tres coches se han detenido, uno ha llamado al ciento dieciocho, otros nos han llamado a nosotros…

– ¿Alguien ha visto algo?

– Sí, señor. Un testigo ocular. Le he pedido que me describiera lo que ha visto, he anotado su nombre, apellido y dirección y lo he dejado irse.

– ¿Qué te ha dicho?

– Que vio cómo una motocicleta de gran cilindrada se acercaba al Panda, después que el coche derrapaba y que el motociclista se daba a la fuga.

– ¿No le vio la cara?

– Llevaba un casco integral.

– ¿La matrícula, para lo que sirve?

– No la anotó.

– Oye, Fazio, he de decirte una cosa. Cuando Catarella me llamó, yo estaba a punto de marcharme fuera unos tres o cuatro días. Puesto que creo que tú y Augello podéis arreglároslas muy bien…

Fazio lo miró extrañado.

– Pero, dottore…

– Mira, Fazio, necesito realmente estar fuera unos tres días. Total, creo que lo de este Lapicero…

– ¿Lapicero?

– ¿Por qué? ¿No se llama así?

– No, señor: es uno que usía quería conocer. Se llama Lapis, Tommaso Lapis. Es el de La Buena Voluntad, ¿recuerda?