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– ¡¿Sonia?!

– ¿No es ella?

– No; ¡es Zin la asesinada!

Esa vez el turno de abrir los ojos le tocó a Montalbano.

– Pero ¿Zin no estaba ya fuera?

– Lo estaba. Pero necesitaba dinero para pagar al abogado de su novio, que había ido a parar a la cárcel. Y Lapis lo aprovechó para convencerla de que regresara con él. Hizo que la contratara una empresa de limpieza. Zin recibió el encargo de limpiar también el apartamento del comerciante y entonces se dio cuenta de que en la casa, sobre todo el sábado por la noche, había mucho dinero. Pero Zin puso una condición: que después de aquel trabajo, Lapis desaparecería. Pero en cambio…

Dos gruesas lágrimas se le escaparon de los ojos. Don Antonio le puso la mano en el hombro un momento.

– Pero ¿usted cómo se las ha arreglado para saber todo eso?

– De vez en cuando llamo a Sonia.

– Perdone, pero Sonia podría descubrir la procedencia de la llamada.

– Para hablar con ella utilizo siempre teléfonos públicos.

De momento, no tenía más preguntas. Lo que había averiguado bastaba y sobraba.

– Oiga, señorita, le estoy inmensamente agradecido por lo que me ha dicho. Si la necesitara todavía como…

– Llámeme a mí -dijo don Antonio-. Y permítame una petición.

– Dígame.

– Envíe también a la cárcel a esos canallas de La Buena Voluntad. Ensucian con sus actos el trabajo limpio de miles de honrados voluntarios.

– Es lo que intentaré hacer -contestó el comisario levantándose.

Katia y don Antonio también se levantaron.

– Te deseo una vida tranquila y feliz -le dijo Montalbano a Katia. Y la abrazó.

Pero antes de salir del bar, llamó a Livia desde el teléfono del local. Nada.

Catarella volvió a verlo pasar como el consabido rayo.

– Ah, dott…

– ¡No estoy, no estoy!

Ni siquiera se sentó a su escritorio. De pie, llamó de nuevo a Livia. La misma respuesta grabada. Llegó a la conclusión de que Livia, después de esperarlo en vano, habría regresado a Boccadasse. Desconsolada, tal vez desesperada. ¿Qué noche pasaría sola en Boccadasse? Pero ¿qué hombre de mierda era Salvo Montalbano, que la dejaba de aquella manera? Entonces buscó una hoja en un cajón, la cogió, tomó el teléfono directo y marcó un número.

– ¿Comisaría de Punta Raisi? ¿Está el dottor Capuano? ¿Me lo pasa? Soy el comisario Montalbano.

– ¿Qué hay, Salvo?

– Capuà, tienes que encontrarme una plaza para el vuelo de las siete de esta tarde a Génova. También tienes que sacarme el billete.

– Espera.

Tabla del seis. Seis maldiciones. Tabla del siete. Siete maldiciones. Tabla del ocho. Ocho maldiciones.

– ¿Montalbano? Hay plaza. Te mando sacar el billete.

– Decir que eres un ángel es poco, Capuà.

En cuanto colgó, entraron Fazio y Augello respirando afanosamente.

– Catarella nos ha dicho que habías regresado y entonces… -empezó Mimì.

– ¿Qué hora es? -lo interrumpió Montalbano.

– Casi las cuatro.

Tenía una hora escasa a su disposición.

– Los hemos convocado a todos -dijo Fazio-. Guglielmo Piro estará aquí sobre las cinco en punto y después vendrán los demás.

– Ahora escuchadme bien, porque en cuanto termine de hablar, la investigación pasará a vuestras manos. A las tuyas, Mimì, y las de Fazio.

– ¿Y tú qué haces?

– Yo desaparezco, Mimì. Y que no se os ocurra tocarme los cojones buscándome, porque, aunque consiguierais encontrarme, no hablaré con vosotros. ¿Está claro?

– Clarísimo.

Y Montalbano les contó lo que le había dicho Katia.

– Es evidente -concluyó- que el cavaliere Piro estaba conchabado con Lapis. Y también es evidente que Lapis ha sido asesinado por venganza. Había obligado a Zin a volver a robar, pero entonces Morabito dispara contra la chica. Y el amante de Zin, que al parecer estaba locamente enamorado de ella, mata a su vez de un disparo a Lapis.

– No será fácil descubrir el nombre del asesino -repuso Augello.

– Te lo digo yo, Mimì. Se llama Peppi Cannizzaro. Con antecedentes penales.

Fazio y Augello lo miraron estupefactos.

– Sí, pero… será difícil encontrarlo.

– Hasta te doy la dirección, Mimì: via Palermo dieciséis, de Gallotta. ¿Quieres que te diga también qué número calza?

– ¡Pues no! -saltó-. Tienes que decirnos cómo has hecho para…

– Cosas mías.

Mimì se levantó, hizo una reverencia y volvió a sentarse.

– Sus explicaciones nunca dejan espacio para la duda, maestro.

Sonó el teléfono.

– ¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori, dottori!

La cosa era grave.

– ¿Qué ocurre, Catarè?

– ¡Tilifonió el siñor jefe superior! Desde Roma tilifonió.

– ¿Y por qué no me lo has pasado?

– Porque a mí sólo me dijo que le dijera a usía que quiere encontrarlo de manera absolutamente absoluta a las cinco y cuarto en punto que él vuelve a llamar desde Roma.

– En cuanto llame, me lo pasas. -Miró a Fazio y Augello-. Era el jefe superior desde Roma. Volverá a llamar a las cinco y cuarto.

– ¿Qué quiere? -preguntó Mimì.

– Nos rogará que manejemos el asunto con mucha prudencia. Es una cuestión explosiva. Oye, Fazio, ¿está Gallo?

– Está aquí.

– Dile que llene el depósito de un coche de servicio. La gasolina la pago yo. Y que se mantenga preparado.

Fazio se levantó y salió.

– No me convence -dijo Mimì.

– ¿Qué?

– La llamada del jefe superior. Ése nos lo quita de las manos.

– Mimì, si eso ocurre, ¿qué le vamos a hacer?

Augello lanzó un profundo suspiro.

– Hay veces en que me gustaría ser don Quijote.

– Hay una diferencia sustancial, Mimì. Don Quijote creía que los molinos de viento eran monstruos, mientras que éstos son monstruos de verdad y se hacen pasar por molinos de viento.

Regresó Fazio.

– Todo arreglado.

No les apetecía hablar. A las cinco Catarella anunció por teléfono que había llegado el señor Giro.

– Debe de ser Piro -dijo Fazio-. ¿Qué hago?

– Hazlo pasar al despacho de Mimì. Y haz esperar a ese desvergonzado.

A las cinco y cuarto sonó el teléfono.

– ¡Ah, dottori, dottori!

– Pásamelo -dijo Montalbano poniendo el altavoz-. Buenos días, señor jef…

– ¿Montalbano? Escúcheme con atención y no conteste. Estoy en Roma con el subsecretario y no tengo tiempo que perder. Me han informado de lo que está ocurriendo por ahí. Entre otras cosas, usted ni siquiera ha advertido al dottor Tommaseo de la precipitada convocatoria del dirigente de La Buena Voluntad. A partir de este preciso instante, la investigación pasa al jefe de la brigada móvil dottor Filiberto. ¿Está claro? Usted ya no debe encargarse de este caso. De ninguna manera y en ninguna forma. ¿Entendido? Adiós.

– Tal como queríamos demostrar -comentó Augello.

Sonó el otro teléfono.

– ¿Quién puede ser? -se preguntó el comisario.

– El Papa, que te excomulga -dijo Mimì.

El comisario levantó el auricular.

– ¿Sí? -respondió en tono circunspecto.

– ¿Montalbano? Todavía no hemos tenido ocasión de conocernos; soy Emanuele Filiberto, el nuevo jefe de la brigada móvil. ¿A qué fase había llegado tu investigación?

– A la fase que tú quieras.

– ¿O sea?

– Por ejemplo, ¿quieres que te diga que conozco el nombre y apellido de la chica asesinada?

– ¿Por qué no?

– ¿Quieres que te diga que Tommaso Lapis era el jefe de una banda de ladronas?