Выбрать главу

Desde que la televisión entró en las casas, todos se habían acostumbrado a comer pan con cadáveres. Desde las doce a la una del mediodía y desde las siete a las ocho y media de la tarde, es decir, cuando la gente estaba en la mesa, no había ninguna cadena de televisión que no retransmitiera imágenes de cuerpos destrozados, maltratados, quemados, martirizados, de hombres, mujeres, ancianos y niños, asesinados imaginativa e ingeniosamente en algún lugar del mundo.

Porque no pasaba ni un solo día sin que en algún lugar del mundo hubiera una guerra que mostrar a la urbe y al orbe. Y tú veías a personas muertas de hambre que no tenían ni un céntimo para comprarse una barra de pan, disparando contra otras personas, igualmente muertas de hambre, con bazukas, Kaláshnikov, misiles, bombas, armas todas ellas ultramodernas que costaban mucho más de lo que costaría comprar medicamentos y comida para todos.

Se imaginó un diálogo entre un marido que se sienta a la mesa y su mujer.

– ¿Qué me has preparado, Catarì?

– De primero, pasta aliñada con niño destripado por bomba.

– Muy bueno. ¿Y de segundo?

– Carne de ternera aliñada con kamikaze que salta por los aires en un mercado.

– ¡Ya me estoy chupando los dedos, Catarì!

Tratando de conservar el mayor tiempo posible el sabor de la langosta entre la lengua y el paladar, Montalbano dio comienzo a su acostumbrado paseo hasta el extremo del muelle.

A medio camino se tropezó con el habitual pescador con su sedal. Se saludaron, y el pescador le advirtió:

– Dutturi, ya verá como mañana llueve a cántaros y refresca. Y hará lo mismo toda una semana.

Aquel hombre jamás había fallado una previsión.

El negro mal humor de Montalbano, que la langosta había conseguido dejar en niveles de tolerancia, volvió a ser tan oscuro como antes.

Pero ¿sería posible que hasta el tiempo se hubiera vuelto loco? ¿Que una semana te murieras de calor en el ecuador y a la siguiente te murieras de frío en el polo norte? ¿O sequía o aguaceros? ¿Ya no había un sensato término medio?

Se sentó en la roca aplanada de costumbre, encendió un cigarrillo y se puso a pensar.

¿Por qué el asesino había ido a arrojar el cadáver de la chica al vertedero? Seguro que no para esconderlo y evitar que lo encontraran. El asesino sabía con toda certeza que pocas horas después lo descubrirían. Tanto es así que había hecho todo lo necesario para que la identificación de la chica se produjera lo más tarde posible. La llevó al vertedero sólo para deshacerse de ella. Pero si podía haberla tenido un día entero donde la había matado sin que nadie la descubriera, ¿por qué no la había dejado allí?

Tal vez porque no era un lugar seguro.

¿Cómo que no era seguro?

Pero si el asesino había podido matar a la chica y conservar un montón de tiempo el cadáver en aquel lugar sin que nadie se diera cuenta de nada, ¿por qué hacer aquel traslado tan peligroso? La razón sólo podía ser una: la necesidad. Era necesario cambiar de sitio a la muerta. Pero ¿por qué?

La respuesta se la dio la langosta.

O, más concretamente, un regusto de la langosta que le llegó de manera repentina desde el fondo de la lengua. Había encontrado cerrada la trattoria de Enzo porque era lunes. Y puesto que estaban a lunes, eso significaba que a la chica la habían matado el sábado, la habían conservado en el mismo sitio todo el domingo y después la habían llevado al vertedero durante la noche entre el domingo y el lunes. O mejor: en las primerísimas horas de la mañana del lunes, cuando en la explanada ya no había coches de putas o de clientes de putas.

¿Qué significaba todo eso?

Significaba, se dijo con orgullo, que a la chica la mataron en un sitio que cerraba el sábado por la tarde y todo el domingo y que volvía a abrir al público el lunes por la mañana.

El repentino entusiasmo ante la conclusión a la que había llegado le duró poco al pensar en la cantidad de lugares que cerraban el sábado por la tarde y todo el domingo: las escuelas, las oficinas públicas, los despachos privados, los médicos, las fábricas, los notarios, los talleres, los comercios de venta al por mayor y al por menor, los dentistas, los depósitos, los establecimientos de reventa, los estancos… Algo así como decir toda Vigàta. Es más, pensándolo bien, había cosas peores. Porque el homicidio podría haberlo cometido, en cualquier domicilio particular, un marido que hubiese enviado a su mujer y sus hijos a pasar el fin de semana al campo. En resumen, una hora de razonamientos en vano.

Cuando regresó a la comisaría, encontró en su mesa el sobre de la Científica con dos copias de las fotografías. Arquà le caía mal, el solo hecho de verlo le atacaba los nervios, pero Montalbano debía reconocer que hacía muy bien su trabajo.

Las fotografías iban acompañadas de una nota. Sin «querido amigo» y sin saludos. Él también habría hecho lo mismo:

Montalbano, la chica fue asesinada con toda seguridad con un arma de gran calibre. De momento, es irrelevante que se utilizara un revólver o una pistola. El disparo se efectuó desde una distancia de aproximadamente cinco o seis metros, y por ese motivo tuvo efectos devastadores. El proyectil entró por la mandíbula izquierda y salió un poco por encima de la sien derecha con una trayectoria de abajo arriba, haciendo que los rasgos del rostro quedaran irreconocibles. Creo que podrán serte muy útiles las conclusiones a que llegue el dottor Pasquano. Arquà.

En vida, la chica debía de haber sido una auténtica belleza; no hacía falta ser un experto como Mimì Augello para comprenderlo.

A ojo de buen cubero, mediría casi un metro ochenta de estatura. El cabello rubio, que en el momento de ser asesinada llevaba con toda seguridad recogido en una especie de moño, se le había soltado parcialmente y le cubría la cara que ya no existía. Tenía unas piernas infinitamente largas, de bailarina o atleta.

Montalbano echó otro vistazo a las fotografías de cuerpo entero y después dedicó su atención a las del tatuaje. Una era una aceptable ampliación del dibujo de la mariposa.

Se la guardó en el bolsillo junto con otra de los hombros de la chica en que se veía con toda claridad el omóplato tatuado.

– Vuelvo dentro de unas dos horas -le dijo a Catarella al pasar ante él.

Aparcó delante de la cadena de televisión Retelibera, pero antes de entrar en los estudios encendió un cigarrillo. Dentro estaba prohibido fumar. Y él obedecía siempre, aunque fuera soltando maldiciones, en cuanto veía un letrerito de prohibición.

Pero por otra parte, a estas alturas, ¿dónde se le permitía fumar a un pobre desgraciado? Ni siquiera en los retretes se podía; el que entraba después de ti aspiraba el pestazo del humo y te miraba con mala cara. Porque en un abrir y cerrar de ojos se habían formado legiones de fanáticos enemigos de los fumadores. Una vez que pasaba por un jardincito con el cigarrillo en la boca, intervino para separar a dos distinguidos octogenarios que se estaban golpeando mutuamente la cabeza con los bastones vete tú a saber por qué. Y como no conseguía separarlos de tan furibundos que estaban, tuvo que identificarse. Entonces los dos ancianos se aliaron inmediatamente contra él.

– ¡Vergüenza tendría que darle!

– ¡Usted está fumando!

– ¡Y dice que es comisario!

– ¡Y en cambio es fumador!

Montalbano se fue, dejando que los dos viejos reanudaran su tarea de romperse los cuernos a bastonazos.

3

– Buenos días, dottor Montalbano -lo saludó la chica de la entrada en cuanto lo vio.

– Buenos días. ¿Está mi amigo?

En Retelibera se sentía como en su casa.

– Sí. Está en su despacho.

Recorrió todo el pasillo, llegó a la última puerta y llamó con los nudillos.