– Comisario -empezó la señora Ciccina, haciendo visibles esfuerzos por no ponerse a gritar-. Se lo digo por no tener mala conciencia: sepa que lo he denunciado al ministro.
Montalbano no comprendió nada.
– ¿Ha presentado una denuncia al ministro?
– Sí, señor.
– ¿Y a quién ha denunciado?
– A usted.
– ¿A mí? ¿Por qué?
– ¡Porque usted se está tomando a la ligera el asunto de mi pobre maridito!
Montalbano tardó una hora larga en convencerla de que regresara a casa, jurando una y mil veces lo que era falso, es decir, que brigadas enteras de agentes venidos incluso de fuera estaban efectuando batidas por los campos en busca del señor Picarella.
Adiós puesta de sol. Cuando Montalbano llegó a Marinella, el sol ya se había puesto hacía un buen rato. Encendió el televisor, sintonizó Retelibera y vio enseguida que estaban mostrando la fotografía del tatuaje. Nicolò Zito estaba haciendo lo que él le había pedido que hiciera.
Siguió el telediario hasta el final. Desde Lampedusa habían llegado cuatrocientos inmigrantes para ser enviados a los campos de concentración, perdón, los centros de acogida. Una sucursal de la Banca Regionale había sido atracada por tres hombres armados. En un supermercado se había declarado un incendio, seguramente provocado. Un pobre mendigo sin techo estaba a punto de morir a causa de la brutal paliza propinada por cinco chicos que habían decidido divertirse de esa manera. Una niña de catorce años había sido violada por un…
Cambió de canal y pasó a Televigàta. Estaba Pippo Ragonese, el comentarista político que tenía una boca que parecía un culo de gallina parlante. Iba a cambiar de cadena cuando oyó que el sujeto lo mencionaba por su nombre.
«… gracias a la habitual inercia -porque no podríamos definirla de otra manera a no ser que fuera peor- del comisario Montalbano, estamos seguros de que este nuevo y horrendo crimen descubierto en el Salsetto quedará por resolver. El asesino de esta pobre chica podrá dormir tranquilo. Tal como a día de hoy sigue por resolver el singular secuestro del empresario Arturo Picarella. A este respecto, no podemos rehuir el deber de dar a conocer a nuestros telespectadores que la señora Picarella se ha quejado ante nosotros del trato grosero, por no decir algo peor, que el mencionado comisario Montalbano le ha dispensado…»
Montalbano apagó y fue a abrir el frigorífico. El corazón se le ensanchó en el pecho al ver cuatro salmonetes como Dios manda, listos para freír. Pippo Ragonese podía irse a tomar por aquel sitio. Pasó el pescado a una sartén que puso al fuego. Después, para evitar que le ocurriera lo mismo que la víspera, cuando la conversación telefónica con Livia le mandó la cena al carajo, corrió a desconectar el teléfono.
Sentado en la galería se zampó los salmonetes, que estaban muy ricos pero no tan crujientes como los que hacía Adelina. Puesto que aún tenía un poco de apetito, buscó en el frigorífico y encontró medio plato de sobras de caponatina, el típico plato siciliano de berenjenas y apio frito, con aceitunas, alcaparras y tomate. Lo olfateó con cuidado, comprobó que estaba en buen estado, se lo llevó a la galería y se lo comió.
Volvió a conectar el teléfono, pero le entró una duda. ¿Y si Livia había llamado cuando estaba desconectado? Teniendo en cuenta que entre ambos había marejadilla, mejor dicho, olas de fuerza ocho, Livia habría sido capaz de pensar que él había desconectado el aparato precisamente para no oírla. Lo mejor era llamarla él primero. Marcó el número de Boccadasse y no hubo respuesta. Entonces la llamó al móvil.
«El número marcado podría estar apagado o…»
A lo mejor se había ido al cine y estaría disponible más tarde.
Volvió a sentarse en la galería para fumar un cigarrillo.
«A estas alturas, mi historia con Livia ha llegado por desgracia a una encrucijada y es absolutamente necesario elegir», pensó dominado por un arrebato de tristeza tan grande que las lágrimas le asomaron a los ojos.
Hacía falta mucho valor para acabar con todos aquellos años de amor, confianza y complicidad: lo suyo con Livia había sido un auténtico matrimonio, aunque no estuviera sancionado ni por las leyes ni por la Iglesia. Le entraban ganas de reír cuando oía a los obispos y cardenales lanzando públicamente proclamas contra el reconocimiento de las parejas de hecho. Pero ¿cuántos matrimonios, celebrados con sus correspondientes padrinos, había visto él durar mucho menos que su convivencia con Livia?
No obstante, quizá hacía falta mucho más valor para seguir adelante en la situación en que ahora se encontraban.
Una cosa era segura: necesitaban aclarar esas feroces peleas en que ambos se arrancaban mutuamente la piel y se hacían sangre. Pero semejante aclaración no podía hacerse por teléfono: la voz no bastaría, tendrían que participar también sus dos cuerpos. Una mirada podría decir mucho más que cien palabras.
Sonó el teléfono. Miró el reloj: las once de la noche. Seguramente era Livia. Mientras se dirigía al aparato, pensó que le propondría bajar a Vigàta el sábado de la semana siguiente.
– ¿Dottor Montalbano? -dijo una anciana voz masculina que, al principio, no reconoció.
– ¿Sí? ¿Con quién hablo?
– Soy el director Burgio.
¡Virgen santa, el tiempo que hacía que no lo oía! Después de la muerte de su mujer, el director del instituto se había trasladado a Fela, donde vivía una hija suya profesora.
¿Cuántos años tendría ahora? ¿Noventa?
– Disculpe que lo llame tan tarde -dijo el director.
– ¡Faltaría más! ¿Qué tal está?
– Voy tirando. Lo llamo porque he visto en Retelibera el tatuaje de esa pobre chica asesinada.
– ¿La conocía?
– No; lo llamo por la mariposa tatuada.
– No sabía que fuera un experto en mariposas.
– Yo no sé nada de eso, pero mi yerno sí, y le llamo tan tarde porque él, mi yerno, se va mañana temprano de viaje y estará ausente una semana. Si me permite, se lo paso.
– Cómo no. Se lo agradezco.
– Soy Gaspare Leontini, buenas noches -dijo el yerno del director del instituto-. Puesto que, como aficionado, tengo una pequeña colección de mariposas…
Al oír esas palabras, a Montalbano se le fue la cabeza detrás de un pensamiento. Antiguamente, por lo menos según lo que él había leído en las novelas del siglo XIX, la colección de mariposas era muy rentable en el sentido de que constituía un excelente pretexto para llevarse a la cama a una chica guapa. «Venga a ver mi colección de mariposas», decían los seductores bigotudos que vestían pantalones ajustados. Las chicas picaban o fingían picar, e inevitablemente acababan traspasadas como las mariposas. Después las chicas guapas adquirieron más experiencia, y si uno no tenía una buena colección de talonarios de cheques…
– Oiga, ¿me oye? -preguntó Leontini.
– Sí, claro. Siga.
– Bueno, pues al ver en la televisión esa imagen le he dicho a mi suegro que a lo mejor yo podría… pero quizá usted ya lo sepa todo.
El señor Leontini necesitaba que lo animaran.
– Yo no sé nada, puede creerme.
– Bien. Esa mariposa es con toda seguridad una esfinge.
Virgen santa, pero ¿qué tenía que ver la Esfinge con la mariposa? ¿La Esfinge no estaba en Egipto? Lo que faltaba.
– ¿Una esfinge en qué sentido, perdone?
– Los esfíngidos constituyen una especie particular de mariposas; se conocen más de ciento veinte mil especies, ¿sabe?, pero esencialmente los lepidópteros se subdividen en dos subórdenes, los homoneuros, cuya familia principal son los hepiálidos, y los heteroneuros…
– ¿Es una cuestión de tipo sexual? -preguntó Montalbano, completamente aturdido.
– No entiendo.
– Verá, es que como usted ha dicho homoneuros y heteroneuros, he pensado que…