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– Pues claro. De las siete a las nueve en casa de Anja, que es la novia digamos más mayor, de las nueve y media a las once y media en casa de Tania, que es la novia digamos mediana, y desde las doce de la noche a las dos en casa de Myra, que es…

– … digamos la…

– … la nueva novia.

– Comprendo. Pero ¿al otro local cuándo fue?

– Hacia las dos y media de la madrugada.

– Naturalmente, en casa de las novias habría bebido.

– Claro. Ya entiendo adónde quiere ir a parar. No, señor, no estaba borracho. El hombre que vi era justamente Arturo Picarella. Hace años que juego con él en el Círculo.

– ¿Por qué no se acercó a saludarlo?

– ¿Está de guasa? Igual lo ponía en un aprieto.

– El suyo, señor Di Noto, es un testimonio ciertamente importante. Pero no basta para…

– Mire esto. -Sacó una fotografía del bolsillo y se la entregó.

Mostraba a Di Noto besándose con una chica. Pero el fotógrafo también había captado una parte de la mesita de al lado. El rostro del hombre al que una rubia estaba lamiendo la oreja izquierda era sin asomo de duda el del desaparecido Picarella, que Montalbano había visto montones de veces en decenas de fotografías facilitadas por la señora Ciccina.

O sea que Augello y Fazio sólo se habían equivocado respecto al país a donde el tío se había ido a disfrutar a lo grande con la amante: Cuba. Nada de Maldivas ni las Bahamas.

– ¿Puede dejarme esta fotografía?

– Es complicado.

– ¿Por qué?

– Dottore de mi alma, con mucho gusto se la dejaría, pero si después usted la utiliza, sale en la televisión y la ve mi mujer, ¿comprende la que se va a armar?

– Mire, le prometo que me encargaré de que en la fotografía usted resulte totalmente irreconocible.

– Estoy en sus manos, dottore.

En cuanto el Ferrari se fue con un rugido que hasta hizo temblar el suelo del despacho, el comisario llamó a Catarella.

– Ve a Montelusa a ver a tu amigo el fotógrafo. ¿Cómo se llama?

– Cicco De Cicco, dottori.

– Dale esta fotografía y dile que imprima varias copias tras haber modificado los rasgos de este señor que está besando a la chica. Ten cuidado: sólo los de éste, por lo que más quieras, no los del otro. Ve enseguida.

– A sus órdenes, dottori. Pero ¿me da una explicación?

– Dime.

– ¿Los rasgos quiere decir la cara?

– Bravo.

– Gracias. En el teléfono dejaré a Galluzzo. Ah, quería decirle que han llamado dos personas por la mariposa.

– ¿Tenemos que llamarlas nosotros o volverán a llamar?

Catarella lo miró perplejo.

– No han dicho nada.

– Pero te habrán dejado un número de teléfono, ¿no?

– Sí, señor. Los tengo escritos en esta hojita. -Se la entregó.

– Muy bien, ahora vete y envíame a Galluzzo antes de que se haga cargo de la centralita.

En el papel figuraban los nombres de un tal siñor Gracezza y una tal siñora Appuntata. Seguían dos números, en los cuales no se conseguía distinguir si los cincos eran seises y los treses, ochos.

Le tendió la hoja a Galluzzo.

– A ver si entiendes algo de estos números. Llama primero al hombre y después a la mujer.

Mientras esperaba, decidió llamar a Pasquano.

Eran sólo las diez, pero Pasquano solía empezar las autopsias hacia las cinco de la madrugada.

– Soy Montalbano. ¿Está el doctor?

– Si es por estar, está.

Como respuesta, no era muy alentadora.

– ¿Puede pedirle que se ponga un momento al teléfono?

– ¿Está de guasa?

– Soy el comisario Montalbano, haga el favor de avisarlo.

– Comisario, lo he reconocido por la voz, pero sinceramente no me atrevo. Esta mañana el doctor no está para bromas; puede creerme.

– ¿Sabe si ya le ha practicado la autopsia a la chica encontrada ayer?

– Sí, señor, ya la ha hecho.

– Muy bien, gracias.

Lo único que podía hacer era ir personalmente, a riesgo de quedar sepultado bajo el habla soez de Pasquano e incluso de tener que esquivar el lanzamiento de un bisturí o unos trozos de cadáver.

Sonó el teléfono.

– Dottore, tengo al habla al señor Graceffa; se llama así y no como ha escrito Catarella. ¿Se lo paso?

– ¿Señor Graceffa? Soy el comisario Montalbano. ¿Me ha llamado esta mañana?

– Sí. Ayer por la noche llamé a Retelibera y el periodista Zito me dijo que lo llamara a usted.

– Se lo agradezco. Dígame.

Silencio.

– ¿Oiga?

Nada.

Virgen santa, ¿se habría cortado la línea? Cada vez que hablaba, a Montalbano se le cortaba la línea, vete tú a saber por qué, y entonces le entraban sudores fríos y se sentía como un chiquillo repentinamente huérfano.

– ¡Oiga! ¡Óigame! -se puso a gritar.

– Estoy aquí.

– Pues entonces, ¿por qué no habla?

– Es que la cosa es muy delicada.

– ¿Prefiere no hablar de ello por teléfono?

– Sí, porque de un momento a otro puede regresar mi sobrina, que se ha ido a hacer la compra.

– Comprendo. ¿Puede venir aquí?

– No antes del mediodía.

– Muy bien, lo espero.

– ¿Das tu permiso? -dijo Augello desde la puerta.

– Entra y siéntate, Mimì. ¿Salvo te ha dejado dormir esta noche?

– Por suerte sí. Pero me he retrasado porque Beba ha ido al médico y yo he tenido que quedarme al cuidado del niño.

– ¿Qué tiene Beba?

– Cosas de mujeres. ¿Alguna novedad?

– Esencialmente, ninguna. Pero podría haber alguna dentro de poco. Aunque se refiere a otra cosa.

– ¿Cuál?

– Después te la digo.

El golpe del avistamiento de Picarella quería darlo cuando Catarella le devolviera la fotografía y en presencia también de Fazio.

– Ya has visto en Retelibera que le he pedido a Zito que…

– Sí, ya lo he visto.

– Después de la transmisión llamó un tal Graceffa, que vendrá este mediodía. Y llamó también una tal señora…

Sonó el teléfono.

– Dottore, la señora que se llama Annunziata y no Appuntata está aquí.

– Pásamela.

– Dottore, no me he explicado bien. Está aquí personalmente.

– Pues entonces acompáñala al despacho del dottor Augello.

Mimì lo miró con expresión inquisitiva.

– Atiéndela tú, Mimì. Es una que vio la transmisión y a lo mejor puede ayudarnos a identificar a la chica.

– Pero ¿tú adónde vas?

– Voy a ver a Pasquano.

* * *

– Mire que esta mañana me echan humo los cojones -fue la amable advertencia inicial del médico.

Montalbano no se impresionó y contestó en el mismo tono. Pasquano sólo se volvía tratable si uno sabía plantarle cara.

– ¿Pues sabe usted lo que parecen los míos? Exactamente lo mismo que una locomotora de vapor.

– ¿Qué demonios quiere?

Había dicho demonios. Ni coño ni puñetas, lo cual significaba que estaba auténticamente furioso.

– ¿Qué ocurre, doctor?

– Pues que ayer por la tarde, en el Círculo, me encontré con una escalera servida.

– Qué bien, ¿no?

– No; porque un cabrón también tenía una escalera. Real y servida. ¿Me explico?

– Pues me parece estupendo, doctor. ¿Había relanzado?

– ¿Usted no lo habría hecho?

– Yo no juego. Pero ya verá como esta tarde lo compensa.

– ¿Ha venido para consolarme?

– He venido para…

– … ¿para hablar de la vida de los flamencos?