Animado por el destello de esperanza, Bartan alteró el curso un poco hacia el norte, apuntando directamente al minúsculo rectángulo blanco de la casa de campo. En poco tiempo se encontró más o menos a un kilómetro de la casa y pudo distinguir varios cobertizos de color parduzco alrededor de ella. Se disponía a perder fuerza ascensional para aterrizar cuando empezó a advertir algo extraño en el aspecto general del lugar. No había gente, animales ni vehículos a la vista, y la tierra que se deslizaba bajo la proa del bote no parecía cultivada. Unas ligeras variaciones de color demostraban que las semillas se habían plantado alguna vez con la acostumbrada disposición de seis franjas, pero los límites de cada una de ellas estaban indeterminados y parecían haber sufrido una invasión de hierbas que lo cubrían todo de verde.
La comprobación de que la granja había sido abandonada cogió a Bartan por sorpresa. Era posible que se hubiese producido algún tipo de epidemia, o que los propietarios no fueran auténticos granjeros y se hubieran decepcionado y vuelto a la vida urbana; pero cualquier otro se habría sentido satisfecho de encontrar un lugar donde el agotador trabajo inicial estuviese hecho.
Con su curiosidad en aumento, Bartan apagó el propulsor y la nave descendió lentamente hasta posarse sobre la tierra que rodeaba la casa y sus anexos. La suavidad de la brisa le permitió realizar un aterrizaje preciso a pocos metros de una plantación de enroscadas vides. Al bajar del bote y liberarlo de su peso, la barquilla se hizo más ligera que el aire y trató de derivar en él, alejándose, pero la sujetó por uno de los largueros y ató el cabo a la vid más cercana. El bote se alzó suavemente hasta tensar la cuerda y se detuvo, meciéndose en las débiles corrientes de aire. Bartan se encaminó hacia la casa, sintiendo que su curiosidad aumentaba al descubrir un arado cubierto de polvo. Aquí y allá podían verse otras herramientas más pequeñas. Estaban hechas de brakka, pero algunas tenían remaches de hierro, un metal que empezaba a generalizarse; y por el grado de herrumbre supuso que los utensilios habrían estado a la intemperie al menos durante un año. Frunció el ceño al calcular el valor de aquel material. Era como si los propietarios de la granja hubieran abandonado sin más su medio de vida, o se hubiesen esfumado por algún temor desconocido.
La idea pareció muy extraña a Bartan, que se encontraba a plena luz del sol del posdía, especialmente porque siempre había despreciado a la gente ingenua que creía en las historias de sucesos sobrenaturales. Sin embargo, de pronto, fue consciente de que la gente de Land sólo llevaba en Overland veinticuatro años, y que la mayor parte del planeta permanecía desconocida aún. Y le pareció inquietante. Antes, la idea de que era un recién llegado a un mundo cuya mayor parte permanecía inexplorada siempre había estimulado a Bartan, pero ahora se sintió extrañamente oprimido por ella.
«No empieces a comportarte como un niño», se dijo. «¿De qué vas a tener miedo?»
Se volvió hacia la casa. Estaba bien construida, con madera serrada calafateada con estopa, y el encalado estaba realizado con esmero. Bartan frunció el ceño de nuevo al ver que aún colgaban unas bellas cortinas amarillas, destacándose en la sombra de los grandes alerones. Sólo se precisaban unos momentos para descolgarlas, algo que cualquier amante del hogar habría hecho, incluso teniendo que partir precipitadamente.
¿Sería posible que no se hubiesen ido? ¿Podría haber aún toda una familia en el interior? ¿Muerta por alguna enfermedad…, o asesinada?
—Los vecinos deberían haber venido por aquí —dijo en voz alta para detener el torrente de preguntas—. Incluso en un lugar tan apartado como éste, los vecinos deberían venir por aquí. Y habrían encontrado las herramientas. Ningún campesino dejaría que se estropease todo esto.
Tranquilizado por una lógica tan simple, caminó rápidamente hacia la casa de una sola planta, accionando el picaporte de la puerta verde principal y empujándola para abrirla. Tardó unos segundos en acomodar su vista a la sombra que proyectaba el alero y a la relativa oscuridad del interior, hasta que vio con claridad a la bestia sin nombre que aguardaba su entrada.
Gritó, saltó hacia atrás y cayó, con los ojos de su mente llenos de la espantosa visión… La pirámide de cuerpo oscuro que se elevaba lentamente, tan erguida y alta como un hombre…, el rostro hundido y borroso, con cuencas vacías…, y un fino tentáculo inclinado levemente hacia delante.
Bartan se estremeció sentado en el suelo, giró sobre el polvo y estaba a punto de levantarse y alejarse corriendo de la casa impulsado por el pánico, cuando la imagen que tenía ante sus ojos se transformó. En vez del monstruo de pesadilla, vio una mezcla variada de ropas viejas colgadas de un perchero en la pared. Había una capa oscura, una chaqueta raída y un delantal manchado, con una de sus cintas aleteando por el brusco giro de la puerta al abrirse.
Lentamente se puso de pie y se sacudió el polvo de su ropa, sin apartar la vista del rectángulo oscuro del vano de la puerta. Era obvio lo que había causado su pánico momentáneo, y sintió una oleada de vergüenza por su reacción. Pero a pesar de ello se resistía a traspasar el umbral.
«¿Por qué tengo que entrar ahí dentro?», pensó. «Es propiedad de alguien. Yo no tengo nada que…»
Se giró y dio un paso hacia su bote cuando un nuevo pensamiento se cruzó en su camino. Lo que realmente estaba haciendo era huir de la casa impulsado por el pánico, y si permitía que eso ocurriera podría considerarse más despreciable aún de lo que pensaba Trinchil. Farfullando para sí, giró sobre sus talones y penetró en la casa.
Una inspección rápida de las mohosas habitaciones confirmó que sus temores eran infundados; no había ningún resto humano. Faltaban los elementos más importantes del mobiliario, pero encontró nuevas evidencias de que los ocupantes se habían marchado con urgencia. En las dos habitaciones quedaban varias esterillas, y en una hornacina junto a la chimenea de piedra había un recipiente de cerámica lleno de sal. La gente del campo no solía abandonar objetos como aquéllos en condiciones normales —Bartan lo sabía—, y no podía apartar de sí la sospecha de que algo siniestro había ocurrido en el solitario paraje en un pasado no demasiado lejano.
Aliviado por no encontrar ninguna otra razón para continuar en aquella atmósfera inquietante, salió, rozándose al pasar con las ropas que se balanceaban con lentitud colgadas junto a la puerta, y se dirigió al aerobote. Éste había perdido parte de su flotación al enfriarse el gas y ahora se apoyaba ligeramente sobre sus largueros. Bartan desenganchó el cabo, se sentó en la barquilla e hizo que el bote se elevara. Era poco después del mediodía y, tras reflexionar un momento, decidió continuar volando hacia el oeste, siguiendo la línea de un sendero impreciso por el paisaje verde. La mayor parte del terreno estaba cubierta por pequeñas colinas en forma oval originadas por antiguas glaciaciones, tan regularmente dispuestas que parecían huevos gigantescos dentro de una cesta. Ése es el nombre lógico para esta fértil región, pensó. ¡La Cesta de Huevos!
Al poco rato vio otra casa de campo situada en la ladera de una de las colinas redondeadas. Viró y voló hacia allí y, en ese momento, en su estado de alerta, se dio cuenta rápidamente de que el lugar no estaba cultivado. Al situarse sobre ella bordeó el campo a baja altura para confirmar lo captado. No había herramientas ni ningún equipo a la vista y la casa parecía haber sido desmantelada del todo, lo que evidenciaba que la evacuación se había producido de forma más tranquila y ordenada. Pero ¿qué habría ocurrido?