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Profundamente desconcertado, Bartan continuó el vuelo, adoptando un zigzagueante sistema de investigación que retrasó su avance hacia el oeste. En la hora siguiente descubrió ocho casas más, todas en tierra fértil, todas desiertas por completo. Las parcelas eran demasiado grandes para ser cultivadas por una sola familia, y la gente que las había reclamado debió de tener la intención de amasar una fortuna para sus descendientes. A medida que la población de Overland se incrementara, los pioneros podrían vender o arrendar la tierra a las generaciones venideras. Era una recompensa a la que no se renunciaba con facilidad, y sin embargo algo había obligado a los tenaces campesinos a empaquetar sus cosas y marcharse.

Finalmente, Bartan empezó a vislumbrar los destellos del sol en un río bastante grande y decidió que aquello marcaría el límite natural del viaje de aquel día. Al aproximarse al norte en uno de sus barridos, distinguió una columna de humo elevándose desde un punto que parecía cercano al río. Era el primer signo de asentamiento humano que había visto en más de diez días, y resultaba mucho más inquietante ante la perspectiva de obtener información sobre la tierra vacía que había cruzado. Puso rumbo a la estela de humo, volando lo más rápidamente que le permitieron las condiciones poco fiables del globo de gas, y pronto se dio cuenta de que el lugar adonde se dirigía no era otra casa de campo, sino un pequeño pueblo.

Estaba situado en una lengua de tierra en forma de Y, creada por un afluente al converger con el río principal.

Al acercarse su aerobote, Bartan vio que estaba compuesto por unas cuarenta casas, algunas de la cuales eran lo bastante grandes como para servir de almacenes. Velas blancas, triangulares y cuadradas indicaban que el río era navegable en dirección al océano del sur. El lugar era sin duda un centro de comercio, con posibilidades de convertirse en importante y próspero, y su existencia hacía aún más profundo el enigma de las granjas abandonadas.

Antes de que llegase al pueblo, el rugido del chorro propulsor ya había llamado la atención en la tierra. Dos hombres se acercaron galopando en sus cuernazules, saludándole vivamente con la mano. Después, igualaron la velocidad del bote mientras éste descendía hacia un amplio terreno cerca de un puente que cruzaba el río menor. Hombres y mujeres salieron de los edificios circundantes para formar un anillo de espectadores. Varios jóvenes, sin necesidad de que se les solicitase, asieron los largueros y sujetaron la nave hasta que Bartan la hubo amarrado a un árbol.

Un hombre de rostro rubicundo y cabello encanecido prematuramente se acercó a Bartan, en evidente misión de portavoz. A pesar de que su estatura era un poco menor que la media, tenía aire de seguridad y, por extraño que pudiera parecer en una comunidad como aquélla, llevaba una espada corta.

—Soy Majin Karrodall, alcalde de la ciudad de Nueva Minnett —dijo en tono amistoso—. No solemos ver muchas aeronaves por esta zona.

—Estoy realizando una exploración para un grupo de colonizadores —aclaró Bartan, contestando la pregunta que no se le había formulado—. Me llamó Bartan Drumme, y les estaría muy agradecido si me diesen un poco de agua para beber. He volado mucho más de lo que pretendía en un principio, y es una actividad que despierta la sed.

—Con gusto te daremos toda el agua que quieras, pero si lo prefieres podemos ofrecerte una buena cerveza negra. ¿Qué escoges?

—Una buena cerveza negra, por supuesto.

Bartan, que no había probado el alcohol desde que se uniera a la expedición, sonrió para demostrar que apreciaba la oferta. Hubo un murmullo de aprobación entre los que observaban y los hombres empezaron a dirigirse en grupo hacia una especie de granero con la parte frontal abierta, que parecía servir de lugar de reunión y de taberna.

Momentos después, Bartan estaba sentado en una larga mesa en compañía de Karrodall y otros diez hombres, la mayoría de los cuales le fueron presentados como tenderos o como tripulantes de las embarcaciones del río. Por el tono de las bromas amistosas que escuchó a su alrededor, supuso que las reuniones improvisadas como aquélla no eran extrañas allí, y que su llegada había sido tomada como una excusa oportuna. Colocaron ante él una gran jarra con dos asas y, cuando la probó, encontró que la cerveza estaba fría, era fuerte, y no demasiado dulce a su gusto. Confortado por la buena acogida y la inesperada hospitalidad, se animó a apagar su sed y a responder las preguntas que le hicieron sobre sí mismo, el aerobote y los objetivos de la expedición de Trinchil.

—Me temo que ésta no será una noticia que te agrade oír —dijo Karrodall—, pero creo que tendréis que dirigiros hacia el norte. Las tierras al oeste de aquí están cortadas por las montañas, y al sur por el océano; y los primeros terrenos ya han sido reclamados y registrados. La cosa no estará mucho mejor si os dirigís al norte de Nueva Kail, lo admito, pero he oído que allí hay uno o dos valles pequeños y tranquilos aún intactos al otro lado de una cordillera llamada La Barrera.

—He visto esos valles —añadió Otler, un hombre rechoncho—. La única manera en que se puede estar allí en pie es haciendo que una pierna te crezca más que la otra.

El comentario provocó algunas risas, y Bartan esperó hasta que cesaron.

—Acabo de volar por unos campos excelentes al este del río. Ya me di cuenta de que es demasiado tarde para reclamarlos, ¿pero por qué esas buenas tierras no están cultivadas?

—Nunca será tarde para reclamar ese lugar maldito —murmuró Otler, mirando fijamente su bebida.

Bartan se sintió aún más intrigado.

—¿Qué has…?

—No le hagas caso —dijo Karrodall rápidamente—. Es la cerveza.

Otler se levantó de repente, con una expresión ofendida en su rostro redondo.

—¡No estoy borracho! ¿Insinúas que estoy borracho? ¡No estoy borracho!

—Está borracho —le aseguró Karrodall a Bartan.

—De todas formas, me gustaría saber qué quiso decir —Bartan sabía que su insistencia sobre ese punto desagradaba al alcalde, pero el extraño comentario de Otler reverberaba en su mente—. Es una cuestión de gran importancia para mí.

—Deberías decirle lo que quiere saber, Majin —dijo otro hombre—. También puede averiguarlo por sí solo.

Karrodall suspiró y lanzó a Otler una mirada furiosa; cuando habló, su voz había perdido la alegría de que había hecho gala.

—La tierra a la que te refieres es conocida por nosotros con el nombre de La Guarida. Y aunque es cierto que todas las reclamaciones que se han hecho de ella han caducado, esa información no es de ningún valor para ti. Tu gente no debe instalarse allí.

—¿Por qué no?

—¿Por qué te crees que la llamamos La Guarida? Es un mal lugar, amigo mío. Todos los que van allí tienen… problemas.

—¿A causa de fantasmas? ¿De espíritus? —Bartan no hizo ningún esfuerzo para disimular su incredulidad y su sorna—. ¿Me estáis diciendo que sólo los duendes van a disputarnos la propiedad de esa tierra?

El rostro de Karrodall tenía una expresión solemne, su mirada estaba atenta.

—Quiero decir que sería una imprudencia que intentaseis estableceros allí.

—Gracias por el consejo —Bartan acabó su cerveza, dejó la jarra con un gesto ceremonioso y se levantó—. Y gracias por su hospitalidad, caballeros. Pronto podré devolvérsela.

Se apartó de la mesa y salió hacia la luz brillante del posdía, ansioso por elevarse y volver para dar la buena noticia a la expedición.

Capítulo 3

La nave espacial era arrastrada hacia el oeste por la más sutil de las brisas, pero la tierra sobre la que derivaba era irregular y cubierta de maleza, obligando a los soldados montados a superar ciertas dificultades para seguir a su extraña presa.