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El coronel Mandle Gartasian, cabalgando a la cabeza de la columna, mantenía su mirada fija en la nave y la mayor parte del tiempo confiaba en su cuernazul para que esquivase los obstáculos. La visión del enorme globo y de su gran barquilla despertó en él tristes recuerdos, provocándole un grado de sufrimiento que no había experimentado desde los primeros años en Overland, y sin embargo era incapaz de apartar los ojos de ella.

Era un hombre alto, con la fuerte constitución típica de la casta militar kolkorronesa, y no aparentaba los cincuenta años que tenía. Excepto por un reflejo gris en el pelo negro bien cortado y una ligera acentuación de las arrugas en su rostro cuadrado, conservaba la misma apariencia de la época en que se produjo la precipitada evacuación de Ro-Atabri. Entonces era un joven teniente lleno de ideales y, sin dudarlo, tomó plaza en una de las primeras naves militares para abandonar la ciudad condenada.

Desde ese día, había maldecido miles de veces su ingenua confianza en los oficiales superiores, que le ordenaron partir antes de que lo hicieran su mujer y su hijo pequeño. A Ronoda y al muchacho les habían asignado un lugar en una nave civil, y él no se preocupó, creyendo que el ejército tenía pleno control de la situación, que los planes de embarque serían respetados, y que sólo estarían separados por el tiempo que durara el vuelo. Cuando sus prismáticos le revelaron el caos que se desarrollaba abajo, sintió las primeras punzadas de terror, y entonces ya era demasiado tarde…

—¡Mire, señor! —las palabras procedían del teniente Keero, que cabalgaba a su lado—. ¡Creo que se disponen a aterrizar!

Gartasian asintió.

—Me parece que tienes razón. Recuerda que debes impedir que tus hombres se precipiten hacia la nave hasta que haya tocado suelo. Nadie debe acercarse a más de doscientos pasos, incluso aunque la nave dé la impresión de tener dificultades con el aterrizaje. No sabemos qué intenciones albergan sus tripulantes, y podrían estar en posesión de armas poderosas.

—Entiendo, señor. Me cuesta creer que esto esté ocurriendo. ¿Pueden haber venido volando desde Land?

Keero estaba infringiendo la disciplina de campaña al hacer comentarios innecesarios, pero la excitación traslucía en su rostro de mejillas sonrosadas. Gartasian, normalmente severo en esas cuestiones, decidió que la falta era excusable ante las excepcionales circunstancias.

—No hay duda de que han venido del Viejo Mundo —dijo—. La primera pregunta que hemos de hacerles es… ¿por qué? ¿Por qué después de tantos años? ¿Y quiénes? ¿Se trata de un pequeño grupo que ha logrado sobrevivir a los ataques de los pterthas y organizar la huida? ¿O…?

Gartasian dejó la pregunta inconclusa. La idea de que la plaga de pterthacosis pudiera haber sido vencida, dejando viva una población suficiente para poder reconstruir una sociedad organizada, era demasiado improbable para ser expresada. Ciertamente, aquello no pertenecía a la clase de especulación fantástica que podía comentarse ante un oficial subalterno, en especial cuando escondía en su interior la semilla de una idea mucho más descabeliada. ¿Existía la más remota posibilidad de que Ronoda y Hallie estuviesen aún vivos? ¿Habrían sido todos aquellos años de culpa y remordimientos un desierto autocomplaciente? Con previsión, arrojo y valentía, ¿no podría haber intentado un vuelo de retorno a Land?

Un torrente de preguntas, una avalancha de angustiosos sueños fantásticos, era la última cosa que Gartasian necesitaba, si quería desempeñar bien su función de comandante de la operación militar. Sacudió su mente y la obligó a concentrarse en las realidades de la situación. Había pasado más de un minuto desde que oyó el rugido sordo y retumbante del quemador de la nave espacial al descargar gas caliente en el globo; un signo de que la tripulación había elegido un lugar apropiado para el aterrizaje.

La barquilla se encontraba ahora a sólo unos seis metros del suelo, y en sus laterales pudo ver las siluetas de varios hombres que parecían manejar un cañón montado sobre rieles. Empezaba a preguntarse si doscientos pasos sería un margen de seguridad suficiente para sus hombres cuando el cañón disparase hacia abajo. Cuatro anclas parecidas a arpones se clavaron en la tierra, cada una de ellas con una cuerda atada, y en seguida los hombres de la tripulación empezaron a tirar de ellas, haciendo bajar la barquilla hasta lograr un aterrizaje controlado. El globo de encima continuaba inflado, oscilando pesadamente.

—Ya sabemos una cosa —dijo Gartasian a su teniente—. Nuestros visitantes no tienen intención de quedarse mucho tiempo; de lo contrario habrían desinflado el globo.

Keero únicamente respondió con un saludo precipitado mientras daba la vuelta —junto con un sargento que estaba a su lado— para desplegar a los soldados en círculo alrededor de la nave.

Gartasian sacó unos prismáticos de la silla de su montura y enfocó con ellos la barquilla. Pudo ver las cabezas de los cuatro tripulantes que estaban terminando de asegurar la nave, pero algo más en la imagen ampliada atrajo su atención. La barquilla era casi del mismo diseño de las utilizadas en la Migración, y sin embargo no llevaba ningún cañón antiptertha en los laterales. A pesar de la sobrecarga que suponían aquellas armas, se consideraba que eran necesarias para atravesar la atmósfera inferior de Land, y a Gartasian le intrigó su ausencia. ¿Podría ser un signo de que los pterthas —las burbujas transportadas por el viento cuyo veneno casi aniquiló a los habitantes de Kolkorron— habían dejado de acosar a la humanidad? El corazón de Gartasian dio un vuelco cuando volvió a considerar las posibilidades. Una civilización que abarcara dos planetas…, un retorno masivo a Land de aquellos que estuvieran descontentos en Overland…, encuentros milagrosos con seres queridos que se creían muertos hacía tiempo…

—¡Qué imbécil! —murmuró para sí al apartar los prismáticos—. ¡Qué idea tan disparatada! ¿Eres un comandante tan eficiente que puedes permitirte el lujo de distraerte con sueños de borracho?

Cuando se disponía a avanzar, se recordó a sí mismo dos hechos pertinentes: su ascenso en el ejército había estado obstaculizado por la ambivalencia provocada por su culpa, y ahora el destino le ofrecía una oportunidad irrepetible de compensación colocándolo cerca del lugar de aterrizaje de la enigmática nave espacial. El mensaje del luminógrafo mandado desde Prad decía que el rey Chakkell había emprendido camino a la máxima velocidad posible, y que mientras tanto el coronel Gartasian estaba autorizado para encargarse de la situación y tomar las decisiones que considerara necesarias. Una buena actuación podía depararle beneficios incalculables en un futuro no muy lejano.

—Quédate aquí —le dijo al teniente Keero, que acababa de volver al punto de partida. Azuzó su cuernazul y mantuvo la marcha deliberadamente lenta, para demostrar a los visitantes que sus intenciones no eran hostiles. Al acercarse a la nave tuvo la inquietante conciencia de que su coraza pectoral, moldeada en cuero curtido, le proporcionaría poca protección si le disparaban, pero permaneció erguido en su montura, aparentando que se sentía seguro y satisfecho de su capacidad para enfrentarse a la situación.

Dos que estaban a bordo de la nave dejaron sus actividades y fueron a situarse en el lateral más próximo de la barquilla para observar cómo se acercaba. Gartasian buscó a alguien que pudiera identificarse como comandante, pero todos los miembros de la tripulación parecían de la misma edad —que no excedía mucho de los veinte años—, y llevaban idénticos chalecos y camisas marrones. La única insignia visible estaba formada por unos pequeños círculos de diferentes colores cosidos a las solapas de los chalecos, pero las diferencias no significaban nada para él.

Se sorprendió al advertir que los hombres se parecían lo suficiente entre sí como para que se les creyera hermanos: todos tenían la frente estrecha, los ojos juntos y las mandíbulas sobresalientes. Al entrar en la sombra del globo vio, con repentina inquietud, que los cuatro tenían la tez oscura y amarillenta y con un peculiar brillo metálico. Eso podría haberle hecho pensar que acababan de salir de una terrible enfermedad, de no ser porque los hombres también mostraban la arrogancia inconsciente de quienes están en posesión de una salud espléndida. Contemplaban a Gartasian con expresiones que a él le parecieron burlonas y desdeñosas.