—Soy el coronel Gartasian —dijo, deteniendo el cuernazul a pocos metros de la barquilla—. En nombre del rey Chakkell, soberano de este planeta, os doy la bienvenida a Overland. Nos sorprendió enormemente la visión de vuestra nave y hay muchas preguntas que asaltan nuestras mentes.
—Guardaos vuestras preguntas y vuestra bienvenida —el hombre de la derecha, el más alto de los cuatro, habló en kolkorronés con un extraño acento—. Mi nombre es Orracolde, y soy el comandante, pero también tengo el honor de ser un mensajero real. He venido a este planeta a traer un mensaje del rey Rassamarden.
Gartasian se sobresaltó ante la hostilidad que mostraba el portavoz, pero decidió controlar su temperamento.
—Nunca he oído hablar del rey Rassamarden.
—No me extraña, dadas las circunstancias —dijo Orracolde, sonriendo con desprecio—. Bueno, supongo que el rey Prad ya debe de estar muerto, ¿pero cómo llegó a rey Chakkell? ¿Qué le ocurrió al hijo de Prad, a Leddravohr? ¿Y a Pouche?
—También murieron —dijo Gartasian, conteniéndose, dándose cuenta de que la provocación deliberada de la actitud de Orracolde podía ser considerada como un desafío a su honor—. Y como información adicional, mi intención es que esta entrevista de aquí en adelante se desarrolle en otros términos. Yo formularé las preguntas y tú darás las respuestas.
—¿Y qué sucedería si decido lo contrario, viejo guerrero?
—Mis hombres han rodeado tu nave.
—Ya me había dado cuenta —dijo Orracolde—. Pero a no ser que sus monturas infestadas de pulgas puedan elevarse como águilas, no representan ninguna amenaza. Podemos despegar en un instante.
Se apartó de la baranda y un segundo más tarde el quemador de la nave espacial descargó una ráfaga de gas caliente al globo que estaba suspendido en lo alto, aún hinchado. El cuernazul de Gartasian retrocedió, asustado por la fuerte descarga, y el coronel tuvo que reaccionar rápidamente para controlarlo, lo que contribuyó a la diversión de los cuatro espectadores. Se dio cuenta de que por el momento los visitantes se encontraban en una posición aventajada y que, a menos que se le ocurriese un método mejor para tratarlos, podrían humillarlo. Echó una ojeada al círculo disperso de soldados montados, ahora distantes en apariencia, y eligió nuevas tácticas.
—Ninguno de nosotros va a ganar nada discutiendo —dijo en un tono apacible—. El mensaje de que hablaste puede ser transmitido al rey a través de mí o, si lo prefieres, puedes esperar hasta la llegada de su majestad.
Orracolde inclinó la cabeza, mostrando cierta indecisión.
—¿Cuánto tiempo tardará?
—El rey ya está en camino y llegará dentro de una hora.
—¡Dándote tiempo suficiente para montar un cañón de largo alcance!
Orracolde examinó el terreno cubierto de arbustos, como si esperara encontrar alguna evidencia de movimiento de tropas.
—Pero no hay ninguna razón para que lo hagamos… —protestó Gartasian, consternado ante la irracionalidad del otro. ¿Qué tipo de enviado era ése? ¿Y qué tipo de gobernante confiaría a un hombre así una responsabilidad diplomática?
—No me tomes por tonto, viejo guerrero. Entregaré el mensaje del rey Rassamarden sin demora.
Orracolde se agachó, desapareciendo momentáneamente bajo el lateral de la barquilla. Cuando volvió a asomar, sacó un rollo amarillento de un tubo de cuero.
Gartasian tuvo tiempo para que sus pensamientos se escaparan hacia una banalidad. Orracolde le había despreciado con cada frase, pero pronunció la palabra «viejo» con especial malicia, como si fuese una de las más insultantes de su vocabulario. Era un misterio sin importancia comparado con los otros enigmáticos aspectos de lo que estaba ocurriendo, y aunque Gartasian jamás se había considerado viejo, apartó de sí la idea y observó como Orracolde desenrollaba una gran hoja cuadrada de grueso papel.
—Soy un instrumento del rey Rassamarden, y el siguiente mensaje debe considerarse como salido directamente de su boca —dijo Orracolde—. «Yo, rey Rassamarden, soy el soberano legítimo de todos los hombres y mujeres nacidos en el planeta Land, y de toda su descendencia dondequiera que esté. En consecuencia, todos los nuevos territorios del planeta Overland se consideran ocupados en mi nombre. Me proclamo por tanto único monarca de Land y de Overland. Debe saberse que es mi intención exigir todos los tributos que me corresponden por derecho» —Orracolde bajó el papel y miró solemnemente a Gartasian, esperando su respuesta.
Éste lo observó boquiabierto durante unos segundos, después se echó a reír. El completo disparate que acababa de escuchar, combinado con el estilo pomposo de la lectura, convirtieron de pronto la escena en una farsa. Al soltar la tensión que había estado acumulando en su interior, se disparó su hilaridad, y le resultó muy difícil volver a controlarse.
—¿Has perdido la razón, viejo? —Orracolde se inclinó sobre la baranda, estirando su rostro bronceado, como una serpiente que fuera a escupir veneno—. No lo encuentro nada gracioso.
—Sólo porque no puedes verte a ti mismo —dijo Gartasian—. No sé quién es más imbéciclass="underline" Rassamarden enviando un mensaje tan ridículo, o tú realizando un viaje tan largo y peligroso para entregarlo.
—Tu castigo por insultar al rey será la muerte —repuso Orralde de inmediato.
—Oh, tiemblo de pavor.
Orracolde crispó la boca.
—Te lo recordaré, Gartasian, pero ahora me preocupan asuntos más importantes. Pronto llegará la noche breve. Cuando anochezca elevaré mi nave, para no darte la oportunidad de lanzar un ataque solapado, pero me detendré a una altura de trescientos metros y esperaré al posdía. Para entonces, sin duda Chakkell ya estará contigo, y me comunicarás su respuesta con el luminógrafo.
—¿Respuesta?
—Sí. O Chakkell se inclina voluntariamente ante el rey Rassamarden, o será obligado a hacerlo.
—Estáis realmente locos: un loco portavoz de otro loco —Gartasian retuvo a su cuernazul mientras uno de los tripulantes lanzaba otra ráfaga de gas al globo—. ¿Estás hablando de guerra entre nuestros dos planetas?
—Probablemente.
Tratando de dominar su creciente incredulidad, Gartasian dijo:
—¿Y cómo se llevará a cabo tal guerra?
—Se está construyendo una flota de naves espaciales.
—¿Cuántas?
Orracolde esbozó un amago de sonrisa.
—Las suficientes.
—Nunca podrán ser suficientes —dijo Gartasian, serenamente—. Nuestros soldados estarán esperando a cada nave cuando aterrice.
—No esperarás que me trague eso, viejo guerrero —dijo Orracolde, ampliando su sonrisa—. Sé lo dispersa que debe de estar vuestra escasa población. Conociendo las corrientes de aire podremos posarnos en casi cualquier lugar del planeta. Podemos aterrizar al abrigo de la oscuridad, pero no habrá mucha necesidad de esconderse, porque tenemos armas que nunca habéis imaginado siquiera. Y además de todo eso —Orracolde se detuvo a mirar a sus tres compañeros, que asintieron con la cabeza como si supieran lo que iba a decir—, tenemos a nuestro favor la superioridad natural e indiscutible de los hombres nuevos.
—Los hombres son siempre hombres —dijo Gartasian, sin impresionarse—. ¿Qué pueden tener de nuevo los hombres?