—Su relación con la naturaleza. La naturaleza y los pterthas. Hemos sido creados con una inmunidad total a la pterthacosis.
—¡Así que es eso! —Gartasian recorrió con la mirada los cuatro estrechos rostros que, con su inhumano brillo metálico, podrían haber pertenecido a cuatro estatuas hechas con el mismo molde, y la comprensión empezó a brillar en su mente—. Pensé que…, quizá los pterthas podían haber cesado sus ataques.
—Los ataques continúan implacables, pero ahora son inútiles.
—¿Y qué pasó con…, mis semejantes? ¿Hay supervivientes entre ellos?
—Ninguno —dijo Orracolde con aire triunfal—. Los viejos han sido todos eliminados.
Gartasian se quedó en silencio un momento, despidiéndose definitivamente de su mujer y su hijo; después, sus pensamientos volvieron a los problemas del presente y a la necesidad de averiguar todo lo que pudiese acerca de los visitantes interplanetarios. Lo que estaba implícito en las pocas palabras que Orracolde había pronunciado era espantoso: la vista de una civilización que agonizaba. Las burbujas flotantes de los pterthas se habían acumulado en el cielo de Land, persiguiendo sin clemencia a sus víctimas humanas, conduciéndolas cada vez más cerca de la extinción, hasta que su número fue tan…
«¡Mi estómago está ardiendo!», pensó en un ramalazo de dolor.
La sensación de calor fue tan intensa, que Gartasian casi se dobló. En pocos segundos, el ardiente punto situado bajo su pecho había extendido sus zarcillos hacia el resto del torso, y al mismo tiempo el aire que le rodeaba parecía haberse enfriado un poco. No queriendo demostrar ningún signo de malestar, permaneció correctamente sentado en su montura y esperó a que el espasmo acabara. Pero éste continuó imbatible, y comprendió que tendría que intentar desentenderse de él mientras reunía más información.
—¿Todos eliminados? —preguntó—. ¿Todos? Pero eso significa que los habitantes de vuestro planeta han nacido después de la Migración.
—Después de la Huida. Nosotros llamamos huida a ese acto de cobardía y de traición.
—¿Pero cómo pudieron sobrevivir los bebés? Sin padres habría sido…
—Somos hijos de aquellos que tenían inmunidad parcial —le cortó Orracolde—. Muchos de ellos vivieron bastante tiempo.
Gartasian sacudió la cabeza, sin dejar de pensar, aunque el fuego seguía creciendo en el centro de su cuerpo.
—¡Pero muchos debieron perecer! ¿A cuánto asciende la población total?
—¿Me crees imbécil? —preguntó Orracolde, cubriendo su oscuro semblante con una mueca burlona—. Vine aquí para averiguar cosas de vuestro mundo, no a revelar información sobre el nuestro. He visto todo lo que necesitaba ver, y la noche breve está muy próxima…
—¡Tu negativa a responder a mi pregunta es suficiente respuesta! Deduzco que debéis ser poquísimos; quizá menos que nosotros.
Gartasian tuvo que reprimir un escalofrío violento. En contraste con el calor del interior de su cuerpo, el aire húmedo y helado parecía presionar su piel con un frío húmedo. Se tocó la frente, encontrándola pegajosa a causa del sudor, y una idea espantosa empezó a formarse en lo más profundo de su mente, retorciéndose como un gusano. No había visto un caso de pterthacosis desde su juventud en Land, pero ninguno de su generación podría olvidar nunca los síntomas: la sensación ardiente en el estómago, el sudor abundante, las punzadas en el pecho y la hinchazón del bazo…
—Estás palideciendo, viejo guerrero —dijo Orracolde—. ¿Qué te sucede?
Gartasian mantuvo la voz firme.
—No me sucede nada.
—Pero estás sudando, temblando y…
Orracolde se inclinó hacia delante sobre la baranda, escrutando con su mirada el rostro de Gartasian y abriendo los ojos cada vez más. Hubo un momento de comunicación casi telepática; después, Orracolde se retiró y susurró una orden a su tripulación. Uno de ellos se agachó desapareciendo, y el quemador de la nave comenzó su rugido continuo mientras los otros dos se apresuraban a soltar las cuerdas de las atadas anclas, desde el cañón dirigido hacia abajo.
Gartasian comprendió claramente lo que leyó en los ojos del otro hombre, y en el instante en que aceptó su propia sentencia de muerte su mente había saltado más allá del presente. Orracolde había alardeado de unas armas que los habitantes de Overland no podían ni imaginar, pero ahora incluso él estaba sorprendido: no conocía en toda su extensión la terrible verdad que contenían sus palabras. Él y su tripulación eran armas en sí mismos; portadores de la plaga ptertha en una forma tan virulenta, que una persona desprotegida no tenía más que acercarse a ellos para ser infectada.
Su rey —aunque aparentemente loco, según el criterio de Gartasian— había sido lo bastante prudente para enviar una nave de exploración que le permitiera calibrar la oposición que encontraría una fuerza invasora. Si se enteraba de que la resistencia sería poco eficaz, que los defensores de Overland podían ser aniquilados con facilidad por la pterthacosis, sus ambiciones territoriales se avivarían aún más.
¡No debía permitir que la nave espacial se marchara!
El pensamiento empujó a Gartasian a la acción. Sus hombres estaban demasiado alejados para proporcionarle cualquier ayuda, y la nave ya empezaba a despegar, convirtiéndolo en el único con posibilidad de evitarlo. La única salida que tenía era romper la tela del enorme globo arrojándole su espada. Levantó el arma, torciéndose sobre la silla para realizar el lanzamiento, y casi gritó cuando el dolor inundó la cavidad de su pecho, paralizando su brazo alzado. Bajó la espada hasta una posición desde donde pudiera intentar lanzarla desde abajo, dándose cuenta de repente de que Orracolde sacaba un extraño rifle y le apuntaba.
Contando con la demora que siempre se producía mientras los cristales de energía se combinaban en la cámara de combustión de un rifle, Gartasian inició su impulso hacia arriba. El rifle emitió un sordo estallido. Algo se clavó en su hombro izquierdo, hiriéndole y haciendo que su espada, arrojada sin fuerza, cayese lejos de su blanco. Saltó del cuernazul y se dirigió hacia donde estaba la espada caída, pero el dolor del hombro y del pecho convirtieron lo que debía haber sido una veloz carrera en una serie de caídas y tropiezos. Cuando recuperó la espada, la barquilla estaba ya a unos diez metros sobre el suelo, y el globo que la arrastraba más allá de su alcance.
De pie, inmóvil, observó con impotencia, olvidando por un momento su tragedia personal, la nave espacial que ganaba altura con rapidez. Aunque estaba centrada en el brumoso disco azul de Land, era difícil de distinguir porque se encontraba casi en la misma línea de visión del sol, que ya plateaba el borde oriental del planeta hermano.
Gartasian renunció a atravesar los deslumbrantes rayos y agujas oleosas de luz. Bajó la cabeza y miró hacia la hierba, reflexionando sobre el hecho de que la última acción de su carrera y de su vida había terminado en un abyecto fracaso, y sólo el sonido de un cuernazul aproximándose le sacó de la triste reflexión. Todavía quedaban tareas que encomendar.
—¡Quédate ahí! —gritó al teniente Keero—. ¡No te acerques!
—¿Señor?
Keero puso su montura al paso, pero siguió avanzando. Gartasian le señaló con su espada.
—Es una orden, teniente. ¡No te acerques más! Tengo la plaga.
Keero se paró.
—¿La plaga?
—Pterthacosis. Has oído hablar de ella, supongo —la parte superior del rostro de Keero estaba ensombrecida por la sombra de su visera, pero Gartasian vio como su boca se distorsionaba por la sorpresa.
Un momento más tarde, en las colinas soleadas del horizonte del oeste destellearon colores luminosos; después, se oscurecieron de repente cuando la sombra de Land pasó sobre el paisaje a su velocidad orbital. Cuando su borde barrió el escenario, iniciando la fase de penumbra transitoria de la noche breve, el cielo oscurecido se vio cruzado por una enorme espiral de radiación brumosa con sus brazos salpicados de estrellas brillantes de blanco, azul y amarillo. El conocimiento de que era la última vez que el espectáculo del cielo nocturno se representaba, llenó a Gartasian del ansia de apreciarlo en detalle, de recordar las formas de los remolinos y cometas más pequeños para tener luz que llevarse con él al lugar donde no la había. Dejando de lado sus sentimientos, se dirigió al teniente, que esperaba a unos diez metros de él.