—Escúchame atentamente, Keero —gritó—. Moriré antes de que acabe la noche breve, y tú debes… —el fuego en sus pulmones, aumentado por el esfuerzo de gritar, le obligó a abandonar su propósito de transmitir sus valiosos conocimientos de forma verbal—. Voy a escribir un mensaje para el rey, y delego en ti la responsabilidad de hacer que lo reciba. Ahora, saca tu libro de informes, comprueba que el lápiz no esté roto, y déjalos en el suelo delante de mí. Cuando lo hayas hecho, reúnete con tus hombres y espera con ellos la llegada del rey. Cuéntale todo lo que ha ocurrido aquí; y recuérdale que nadie debe aproximarse a mi cuerpo al menos durante cinco días.
Agotado por el discurso dolorosamente largo, Gartasian se obligó a sí mismo a permanecer erguido y en posición militarmente correcta mientras Keero desmontaba y colocaba su cuaderno de informes en el suelo.
El teniente volvió a subir a su silla y titubeó durante un momento.
—Señor, lo siento…
—Está bien —le dijo Gartasian, agradeciéndole el fugaz contacto humano—. No te preocupes por mí. Ahora vete y llévate mi cuernazul. Ya no te necesito para nada más.
Keero realizó un torpe saludo, recogió al remiso cuernazul y se alejó cabalgando bajo el crepúsculo. Gartasian caminó hacia donde estaba el libro; las piernas le pesaban cada vez más, y se dejó caer en el suelo al llegar. Apenas había terminado de sacar el lápiz de su envoltura de cuero cuando la última franja de sol se deslizó detrás de la curva de Land. A pesar de la escasa iluminación, todavía podía ver lo suficiente para escribir, gracias al halo de Land y al pródigo centelleo de las estrellas del resto del cielo, algunas de las cuales se agrupaban estrechamente en congregaciones circulares.
Intentó apoyarse sobre el brazo izquierdo, pero tuvo que incorporarse de repente, impulsado por el dolor de la herida del hombro. Explorando la lesión con los dedos, descubrió que el proyectil de brakka había consumido la mayor parte de su energía en perforar el cuero enrollado del borde de su coraza. Se había incrustado en la carne, pero no le había roto el hueso. Hizo propósito de recordarlo, para incluir una nota sobre cómo el arma había disparado sin la demora acostumbrada. Se sentó con el libro sobre su regazo y empezó a escribir un informe detallado para el bien de aquellos que pronto tendrían que repeler a un invasor mortífero.
La disciplina mental que implicaba el trabajo le ayudó a no lamentarse por su destino, pero su cuerpo le enviaba numerosos avisos que le recordaban la batalla perdida contra el veneno ptertha. El estómago y los pulmones parecían estar llenándose de brasas, dolorosos calambres recorrían su pecho y las ocasionales convulsiones hacían su escritura casi ilegible en algunos lugares. Tan rápida era la progresión de los síntomas que, cuando llegó al final del informe, se sorprendió de encontrarse aún consciente, aún con un resto de fuerza.
«Si me alejo de aquí», pensó, «podrán recoger el libro de inmediato y sin ningún riesgo».
Dejó el libro en el suelo y marcó su posición colocando encima su casco de penacho rojo. El esfuerzo de levantarse fue mucho mayor de lo que había esperado. No podía evitar tambalearse, describiendo vertiginosos círculos mientras examinaba los alrededores, que parecían una escena pintada en una tela que se ondulaba lentamente. Keero había reunido a todos los hombres y encendido una fogata para guiar al rey Chakkell hasta el lugar. Los soldados y sus monturas formaban una masa quieta y amorfa en la penumbra, y el movimiento era escaso en todas partes excepto en los casi continuos parpadeos de los meteoros contra los densos campos de estrellas.
Gartasian imaginó que los ojos de los hombres estarían fijos en él. Se giró y se alejó de ellos, tambaleándose grotescamente, goteando sangre sobre la hierba desde los dedos de su mano izquierda. Después de veinte pasos, sus pies tropezaron con un helecho y cayó hacia delante, quedando tendido con la cabeza enterrada entre las hojas.
Era inútil intentar levantarse otra vez. Era inútil intentar mantenerse consciente por más tiempo.
«Vuelvo con vosotros, Ronoda y Hallie», pensó, cerrando los ojos al universo. «Pronto estaré con…»
Capítulo 4
Cuando Toller Maraquine oyó que el cerrojo de la puerta de la celda se corría, su principal sentimiento fue de alivio. Le habían dejado material para escribir y, durante las horas de la noche breve, estuvo sentado con el cuaderno sobre sus rodillas, intentando redactar una carta para Gesalla y Cassyll. Su intención era justificarse, disculparse, pero le resultaba imposible hallar una explicación. ¿Cómo iba a encontrar una brizna de razón en lo que había hecho? Por tanto, todo lo que escribió fue una sola frase:
«Lo siento».
Las dos palabras le golpeaban como si fuesen un epitafio apropiado pero triste para una vida que había sido derrochada, y ahora sentía un profundo deseo de que los últimos minutos de futilidad pasaran de una vez.
Se levantó y miró hacia la puerta que se abría, esperando ver un verdugo acompañado de un grupo de carceleros. En vez de eso, el rectángulo ensanchado reveló la figura panzuda del rey Chakkell, flanqueado por los rostros inexpresivos de los miembros de su guardia personal.
—¿Debo sentirme honrado? —preguntó Toller—. ¿Voy a ser despedido por el rey en persona?
Chakkell alzó un libro de informes forrado de cuero de los que usaba el ejército kolkorronés.
—Tu pasmosa buena suerte continúa, Toller Maraquine. Nuestro juego comienza otra vez. Ven conmigo; te necesito.
Agarró el brazo de Toller con una fuerza mayor de la que habría empleado un verdugo y lo llevó con él por el pasadizo, donde las mechas recientemente apagadas aún humeaban en sus soportes.
—¿Me necesita? ¿Significa eso que…?
Paradójicamente, en el momento en que Toller empezó a abrigar esperanzas, fue asaltado por un pánico mortal que heló su frente y silenció su voz.
—Eso significa que estoy dispuesto a olvidar tu estupidez del antedía.
—Majestad, le estoy muy agradecido…, sinceramente agradecido —logró decir Toller, e interiormente prometió: «No volveré a fallarte, Gesalla».
—¡Y debes estarlo!
Chakkell salió del edificio destinado a cárcel a través de una puerta, cuyos guardianes se cuadraron en señal de respeto, y llegó al patio de armas donde Toller se había enfrentado a Karkarand.
—Esto debe de tener relación con la nave espacial que vimos —dijo Toller—. ¿Provenía realmente de Land?
—Hablaremos de ello en privado.
Toller y Chakkell, aún acompañados por los guardianes, entraron por la parte posterior del palacio y atravesaron varios pasillos hasta una puerta disimulada. Caminando detrás del rey, Toller percibió el olor empalagoso a sudor de cuernazul en las ropas de aquél, y el indicio de una dura cabalgada hizo aumentar su interés. Chakkell despidió a los hombres con un gesto de la mano y condujo a Toller a una pequeña estancia en la que los únicos muebles eran una mesa redonda y seis sillas.
—Lee esto.
Chakkell entregó a Toller el libro de informes, se sentó ante la mesa, y bajó la mirada hacia sus manos ahora entrelazadas. Su bronceado cuero cabelludo brillaba por el sudor, y era obvio que se encontraba muy agitado. Decidiendo que no sería sensato hacer preguntas preliminares, Toller se sentó frente a él al otro lado de la mesa y abrió el libro. Las dificultades para leer que tenía cuando era joven habían sido totalmente superadas a través de los años, y tardó sólo unos minutos en examinar las páginas escritas a lápiz, a pesar de que las letras estaban bastante distorsionadas en algunos sitios. Cuando hubo terminado, cerró el libro y lo depositó sobre la mesa, advirtiendo de repente las manchas de sangre de su cubierta.