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Con la cabeza aún baja, Chakkell miró hacia arriba y sus cejas sólo dejaron ver parte de sus ojos: unas medias lunas blancas.

—¿Y bien?

—¿Ha muerto el coronel Gartasian?

—Sí, ha muerto. Y por lo que ha escrito ahí, puede ser el primero de muchos —dijo Chakkell—. La cuestión es, ¿qué puede hacerse? ¿Qué podemos hacer contra esos advenedizos infectados?

—¿Cree que Rassamarden tiene realmente intenciones invasoras? Parece una empresa absurda para alguien que cuenta con un planeta entero a su disposición.

Chakkell señaló al libro.

—Ya viste lo que dijo Gartasian. No nos enfrentamos a personas razonables, Maraquine. Según su opinión, están todos un poco desequilibrados, y su gobernante parece ser el peor de ellos.

Toller asintió.

—Suele pasar.

—No te tomes demasiadas libertades… —le avisó Chakkell—. Tú tienes más experiencia en naves espaciales que ningún otro hombre en Kolkorron, y quiero tu punto de vista sobre cómo podemos defendernos.

—Bueno…

Durante unos segundos Toller se sumió en algo parecido a la felicidad, pero inmediatamente lo asaltaron sentimientos de vergüenza y remordimiento. ¿Qué clase de hombre era? Acababa de jurar no volver a alterar la bendita paz de una existencia doméstica y tranquila, y ahora su corazón se aceleraba ante el pensamiento de participar en una clase de contienda totalmente nueva. ¿Podría ser una reacción al descubrimiento de que no iba a ser ejecutado de inmediato, que la vida continuaría, o era un ser humano aquejado de una inquietud fatal, como el difunto príncipe Leddravohr?

Consideró lo último como lo más probable.

—Estoy esperando —dijo Chakkell con impaciencia—. No me digas que la impresión ha sido tan grande que ha inmovilizado tu lengua.

Toller respiró profundamente y exhaló un suspiró.

—Majestad, aceptando que se ha iniciado una contienda, el destino ya ha dictado las condiciones. No podemos conducir la batalla hasta el enemigo y, por razones obvias, a esos que se llaman a sí mismos «hombres nuevos» no debe permitírseles que pongan sus pies en nuestro mundo. Eso sólo nos deja una línea de acción.

—¿Cuál?

—La exclusión. Una barrera. Debemos esperar a las naves en la zona de ingravidez, a medio camino entre los dos planetas, y destruirlas mientras suben trabajosamente desde Land. Es la única forma.

Chakkell estudió el rostro de Toller, apreciando su sinceridad.

—Por lo que recuerdo del punto medio, el aire era demasiado frío y fluído para permitir la vida durante mucho tiempo.

—Necesitamos naves de un diseño diferente. Las barquillas deben ser mayores, estar totalmente cubiertas y cerradas herméticamente para retener el aire y el calor. Quizá debamos usar sales ferrosas para espesar el aire. Todo eso y más será necesario para que podamos permanecer en la zona de ingravidez durante largos períodos.

—¿Puede hacerse? —preguntó Chakkell—. Pareces estar hablando de una verdadera fortaleza suspendida en el cielo. El peso…

—En las viejas naves espaciales podíamos elevar a veinte pasajeros, más las provisiones esenciales. Eso es un peso considerable, y podríamos unir dos globos a una barquilla alargada, duplicando así la capacidad de carga.

—Vale la pena probar —Chakkell se levantó y empezó a pasear alrededor de la mesa mirando pensativamente a Toller—. Creo que voy a crear un nuevo cargo, especial para ti —dijo al fin—. Serás… mariscal del cielo, con responsabilidad total sobre la defensa aérea de Overland. No recibirás órdenes de nadie excepto de mí, y tendrás poder para utilizar cualquier recurso que necesites, humano o material, en el desarrollo de tu tarea.

A Toller le levantó el ánimo la perspectiva de tener poder de decisión y mando otra vez, pero —para su sorpresa— se sintió reacio a dejarse arrastrar por el torrente de ideas de Chakkell. Si en un minuto le era perdonada la pena de ejecución, y al siguiente se lo elevaba a oficial de alto rango, no era más que una criatura del rey, un muñeco sin dignidad ni identidad propia.

—Si decido aceptar su nombramiento —dijo—, hay algo…

—¿Si decides aceptar? —Chakkell apartó de una patada su silla vacía, apoyó bruscamente las manos sobre la mesa y se inclinó sobre ella—. ¿Qué te ocurre, Maraquine? ¿Serías desleal a tu rey?

—Este mismo antedía mi rey me sentenció a muerte.

—Sabes que no deberías haber permitido que las cosas fuesen tan lejos.

—¿Sí? —Toller no ocultó su escepticismo—. Y se me negó el simple favor que pedí.

Chakkell parecía sinceramente desconcertado.

—¿De qué estás hablando?

—De la vida del campesino Spennel.

—¡Oh, eso! —Chakkell dirigió, durante un momento, la mirada hacia el techo, demostrando su exasperación—. Te diré lo que haré, Maraquine. La ejecución puede haberse retrasado debido a la conmoción general de la ciudad. Enviaré a un mensajero a toda velocidad; y si tu estimado amigo sigue vivo, se le perdonará la vida. ¿Te satisface eso? Espero que te satisfaga, porque no puedo hacer nada más.

Toller asintió, no muy seguro, preguntándose si la voz de su conciencia se callaría tan fácilmente.

—El mensajero debe salir ahora mismo.

—¡De acuerdo! —Chakkell se giró e hizo una señal hacia un muro panelado en el que Toller no pudo distinguir ninguna abertura; después se dejó caer en la silla situada junto a la que había apartado.

—Ahora debemos seguir trazando nuestros planes. ¿Podrías dibujar un boceto de la fortaleza espacial?

—Imagino que sí, pero necesito que Zavotle esté conmigo —dijo Toller, refiriéndose al hombre que había volado con él en la época del viejo Escuadrón Experimental de Espacio, y que después fue uno de los cuatro pilotos reales de la Migración—. Creo que conduce una de las naves mensajeras; por tanto, será fácil localizarlo.

—¿Zavotle? ¿No es ese que tiene unas orejas tan extrañas? ¿Por qué le escoges a él?

—Es muy inteligente, y trabajamos bien juntos —dijo Toller—. Lo necesito.

Todavía a mitad de los cuarenta, Ilven Zavotle parecía demasiado joven para haber estado al mando de una nave espacial real en la época del vuelo masivo desde Land. Había engordado sólo un poco con el paso de los años, pero su cabello seguía oscuro y rapado, lo que resaltaba sus características orejas diminutas y plegadas. Se reunió con Toller y con Chakkell a los diez minutos de ser avisado en el campo de vuelo adyacente, y su uniforme amarillo de capitán de vuelo mostraba signos de haber sido sacado con precipitación de un armario.

Escuchó atentamente mientras le explicaban la amenaza representada por los hombres nuevos, tomando notas de vez en cuando, como era su costumbre, con una escritura limpia y apretada. Sus modales permanecían tal como Toller los recordaba, precisos y meticulosos, una garantía de que no habría dificultad que no pudiese ser superada con el empleo adecuado de la razón.

—Así están las cosas —le dijo Chakkell a Zavotle—. ¿Qué piensas de la idea de establecer una fortaleza permanentemente ocupada en la zona de ingravidez?

Le disgustaba la idea de tener que consultar a un simple capitán, pero había aceptado la condición de Toller e incluso —mostrando la seriedad con que consideraba la situación— invitó a Zavotle a sentarse en la mesa. Ahora examinaba al recién llegado con ojo crítico, con el aire del maestro de escuela ansioso por encontrar una falta en el comportamiento de su alumno.