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—Estamos considerando la zona de ingravidez, milord. Según sus propias palabras, ¿cómo puede caer un objeto que no pesa?

—Ya sé, pero… —Toller abandonó la lógica—. No me gusta.

—¡Pues a mí sí! —exclamó Chakkell casi gritando, dirigiendo una sonrisa radiante a Zavotle que sugería que su estima recién engendrada se había desarrollado rápidamente—. ¡Me gusta muchísimo!

—Sí, majestad —dijo Toller secamente—, pero usted no estará allá arriba.

—Ni tú tampoco, Maraquine —replicó Chakkell—. Te he nombrado mariscal del cielo por tus amplios conocimientos en naves espaciales, no por tu innecesario y decreciente valor. Te quedarás en tierra firme y dirigirás la operación desde aquí.

Toller negó con la cabeza.

—Ése no es mi estilo. Dirigiré desde el frente. Si le pido a los hombres que confíen sus vidas a…, a pájaros sin alas, preferiría estar entre ellos.

Chakkell pareció exasperarse, después miró a Zavotle y adquirió una expresión enigmática.

—Hazlo a tu modo —le dijo a Toller—. Te he otorgado autoridad para que tomes a cualquier hombre de mi reino para tu servicio. ¿Puedo suponer que tu amigo Zavotle recibirá un cargo de importancia?

—Ésa fue mi intención desde el principio.

—¡Bien! Espero de ambos que permanezcáis en el palacio hasta que hayamos tratado cada detalle del plan de defensa, y como eso llevará un tiempo considerable, será… —Chakkell se calló cuando su encorvado secretario entró en la habitación, haciendo una profunda reverencia al acercarse a la mesa—. ¿Por qué me interrumpes, Pelso?

—Disculpe su majestad —contestó Pelso con voz trémula—. Se me ha dicho que debía informarle sin retraso. Me refiero a la ejecución.

—¿Ejecución? ¿Eje…? ¡Ah, sí! Continúa.

—Majestad, envié a buscar al portador de la orden.

—No había necesidad de eso. Yo sólo quería saber si se había llevado a cabo. Bueno. ¿Dónde está el hombre?

—Espera en el corredor del este, Majestad.

—¿De qué me sirve que esté en el corredor? ¡Tráelo aquí, imbécil!

Chakkell repiqueteó sobre la mesa con los dedos mientras Pelso, aún inclinado en una reverencia, se retiraba hacia la puerta.

Toller, aunque no deseaba en absoluto desviarse de la cuestión que tenían entre manos, se quedó mirando fijamente a la entrada cuando la figura de Gnapperl apareció. El sargento, llevando el casco bajo el brazo izquierdo, no mostraba ningún signo de nerviosismo en la que debía de ser su primera audiencia con el rey. Caminó hasta Chakkell y le saludó con toda corrección, esperando su permiso para hablar, pero sus ojos ya se habían encontrado con los de Toller y expresaban malignamente su triunfo, proclamando la noticia antes de pronunciarla. Toller bajó la mirada con autorrecriminación y tristeza al pensar en el desafortunado campesino que había encontrado en la carretera de Prad aquel antedía. ¿Era posible que hubiera pasado tan poco tiempo? Le prometió a Spennel que le ayudaría, y le había fallado; y además, a aquello había que sumarle el hecho de que Spennell había esperado que le fallara. ¿Cómo iba a defender a todo un planeta si era incapaz de salvar a un solo hombre de…?

—Majestad, la ejecución del traidor Spennell se ha realizado de acuerdo con la orden legal —dijo Gnapperls, en respuesta a la señal de Chakkell de que hablara.

Chakkell se encogió de hombros y se volvió hacia Toller. Su rostro exhibía una leve expresión de disculpa.

—Hice lo que pude. ¿Estás satisfecho?

—Tengo una o dos preguntas que hacer a este hombre —Toller levantó la cabeza y clavó su mirada en los ojos de Gnapperl—. Tenía la esperanza de que la ejecución se hubiera retrasado. ¿No ha ocasionado alborotos en la ciudad la vista de la nave espacial?

—Hubo muchos, milord, pero no podía permitir que me distrajesen del cumplimiento de mi tarea —Gnapperl habló con ingenuo orgullo, una forma de provocar subrepticiamente a Toller—. Incluso el verdugo se había unido a la multitud para seguir a la nave espacial, y me vi obligado a cabalgar duramente varios kilómetros hasta encontrarlo y traerlo de nuevo a la ciudad.

«Ése fue el primer verdugo que encontraste hoy», pensó Toller. «Yo soy el segundo».

—Eso es muy loable, sargento —dijo en voz alta—. Usted parece ser de esos soldados que antepone su deber a cualquier cosa.

—Así es, milord.

—¿Qué ocurre, Maraquine? —le interrumpió Chakkell—. No me digas que te rebajas a enfrentarte con simples soldados.

Toller le sonrió.

—Al contrario, siento tan gran estima por el sargento que pretendo reclutarlo para mi servicio. Eso es posible, ¿verdad?

—Te dije que puedes tomar a quien quieras —contestó Chakkell con impaciencia.

—Deseaba que el sargento oyese eso de sus labios. Habrá muchas tareas peligrosas que realizar cuando llegue el momento de probar nuestras nuevas naves espaciales colgadas allá arriba sin el soporte de los globos, y necesitaremos hombres que pongan su deber por encima de todo —Toller volvió a dirigirse a Gnapperl quien, comprendiendo tardíamente que había interpretado mal la situación, empezaba a parecer alarmado—. Envía a los que estaban contigo de vuelta a Panvarl, con mis saludos; después preséntate al comandante de palacio. ¡Vamos!

Gnapperl, ahora pálido y pensativo, saludó y salió de la sala, seguido por la inclinada figura del secretario.

—Has hablado más de la cuenta de nuestras deliberaciones —protestó Chakkell.

—Cuanto antes se extienda la noticia, mejor —dijo Toller—. Además, quería que el sargento tuviese una idea de lo que le aguarda.

Chakkell sacudió la cabeza y suspiró.

—Si pretendes matar a ése, hazlo deprisa. No quiero que te dediques a perder el tiempo en trivialidades.

—Majestad, hay algo en este informe que no alcanzo a entender —dijo Zavotle, frotándose el estómago con aire abstraído.

Durante toda la conversación con el sargento, su cabeza había estado inclinada sobre el libro de informes del coronel Gartasian, con sus orejas sobresaliendo como diminutos puños, y ahora parecía confundido.

—¿Te refieres al rifle?

—No, majestad. Está relacionado con los propios habitantes de Land. Si esos hombres nuevos de extraño aspecto son simples descendientes de hombres y mujeres que eran parcialmente inmunes a la pterthacosis, ¿no habrá alguno como ellos entre los que nacieron aquí?

—Quizá nacieron algunos —contestó Chakkell, sin demostrar demasiado interés—. Probablemente sus padres acabaron rápidamente con ellos sin hablar demasiado del asunto. O quizá la herencia esté latente. Puede que no se manifieste hasta que los portadores sean expuestos a las toxinas, y los pterthas de Overland no son venenosos.

—Todavía no —recordó Toller—, pero si seguimos talando los árboles de brakka, las burbujas cambiarán.

—Algo sobre lo que deben preocuparse las generaciones futuras —dijo Chakkell, golpeando la mesa con el puño—. Ante nosotros tenemos un problema que debe resolverse en días, no en siglos. ¿Me oyes? ¡Días!

«Le oigo», pensó Toller, pero su mente ya estaba ascendiendo a la zona de ingravidez, a ese reino de aire fluído y frío atravesado por meteoros en el que había entrado dos veces en su vida, y al que nunca esperó volver.

Capítulo 5

El sueño volvió varias veces durante la noche, transportando de nuevo a Bartan Drumme al día del vuelo en aerobote.

En el sueño, acababa de atarlo y se dirigía a la casa encalada. Una voz gritaba en su interior, advirtiéndole que no entrase allí; pero aunque estaba asustado, era incapaz de dar la vuelta. Levantó el picaporte de la puerta verde y empujó, y la criatura le estaba esperando en el interior, acercando lentamente hacía él su tentáculo. Como había ocurrido en la realidad, saltó hacia atrás y cayó; y cuando volvió a mirar, el monstruo se había transformado en un conjunto de ropas que colgaban de un perchero. Lo que distinguía el sueño de la realidad era que el delantal continuaba rozándolo lánguidamente, de una forma que no podía atribuirse a las ocasionales corriente de aire. En cierto modo, aquello le provocaba más pavor que el enfrentamiento con el monstruo.