En ese momento del sueño, Bartan siempre se despertaba lanzando un gemido de angustia. Aliviado por encontrar de nuevo un mundo normal, volvía a dormirse, pero la pesadilla regresaba. Por tanto se alegró de la llegada del día, a pesar de que un intenso cansancio invadió todo su cuerpo al levantarse. Había reclamado una zona completa para él, tal como Jop Trinchil deseaba que hiciese, y cada día la trabajaba hasta el agotamiento, esforzándose por preparar el lugar para el arribo de Sondeweere.
Ahora, mientras conducía su restaurada carreta hacia el área de Phoratere, el contraste entre el ambiente soleado de la mañana y los terrores de la oscuridad lo fortalecieron, disipando todo rastro de fatiga de sus miembros.
Había llovido durante la noche y, en consecuencia, el aire era suave, denso y dulce. El mero acto de respirarlo le resultaba sutilmente conmovedor y evocativo, como si hubiese sido arrastrado a aquellos años en que había sido un niño de mirada soñadora, que contemplaba el futuro sólo como algo más que un resplandor áureo y cambiante. Y lo que añadía luminosidad al ambiente era la comprensión de que aquel optimismo instintivo de su infancia estaba totalmente justificado.
¡La vida era buena!
Llevando el cuernazul a paso lento, Bartan revisó las distintas circunstancias que se reunían para hacer de aquel un día especial en una temporada especial. El alcalde, Majin Karrodall, les había transmitido la noticia de que todas las solicitudes de la expedición habían sido aprobadas y registradas en la capital provincial. Los campesinos, que se sintieron felices al adueñarse de casas ya construidas y de tierras que habían sido ya desbrozadas, contemplaban ahora a Bartan como a su benefactor. Jop Trinchil había fijado fecha —y sólo faltaban veinte días— para su boda con Sondeweere. Y, finalmente, estaba la perspectiva de la fiesta para celebrar la ratificación de las solicitudes, en la cual habría comida, bebida y baile hasta entrada la noche.
La algazara no comenzaría a una hora fija, sino que se iría acrecentando poco a poco durante el día, a medida que los grupos familiares fuesen llegando de las áreas vecinas. Bartan partió a primera hora con la esperanza de que Sondeweere hiciese lo mismo, y así poder gozar de su compañía durante más tiempo. Hacía al menos veinte días que no la había visto, y estaba ansioso por contemplar su rostro, escuchar el sonido de su voz y sentir el roce de su cuerpo contra el propio.
El pensamiento de que ella podía estar ya en la granja de Phoratere le impulsó a azuzar a su cuernazul para que acelerase el paso. Pronto alcanzó la cima de un cerro suave, desde donde pudo ver, a través de muchos kilómetros, la bucólica serenidad del paisaje. La lluvia de la noche había intensificado el azul del cielo, como se evidenciaba por el hecho de que podía distinguir varios remolinos de luz además de las abundantes estrellas diurnas. Bajo el horizonte se veían las franjas y extensiones de prados en las que sólo se percibían los movimientos ocasionales de los casi invisibles pterthas derivando en la brisa. A media distancia, rodeadas por campos estriados, estaban las casas de la granja de Phoratere, visibles como diminutos rectángulos grises y blancos. Harro y Ennda Phoratere habían ofrecido su propiedad porque era la más céntrica.
Bartan comenzó a silbar cuando las ruedas de la carreta rodaron con mayor facilidad colina abajo, siguiendo los surcos paralelos del camino. Cuando se acercó al edificio principal de la granja vio que varias carretas estaban estacionadas junto al establo; pero la de Trinchil —en la que Sondeweere tenía que viajar— no estaba entre ellas. Era probable que aquellas que habían llegado tan temprano perteneciesen a familias cuyos miembros femeninos iban a ayudar en los preparativos de la fiesta.
Había una mesa alargada ya dispuesta y junto a ella varios hombres y mujeres, aparentemente en animada conversación. Niños de distintas edades jugaban en las proximidades, produciendo un alegre bullicio de risas y chillidos; pero cuando Bartan se detuvo cerca del establo, tuvo la impresión de que algo preocupaba a los adultos.
—Hola, Bartan. Llegas temprano.
Sólo uno de los campesinos, de mejillas sonrosadas y cabello pajizo, abandonó el grupo para saludar a Bartan.
—Hola… Crain —Bartan acertó el nombre del joven con ciertas dificultades, ya que los Phoratere eran una gran familia, con varios primos de la misma edad y aspecto—. ¿Llego demasiado pronto? ¿Me marcho y vuelvo más tarde?
—No, está bien. Sólo que…, ha ocurrido algo. Algo que nos ha echado un jarro de agua fría.
—¿Un problema serio?
Crain parecía apurado y confuso, totalmente inseguro de sí mismo.
—Por favor, entra en la casa. Harro necesita verte. Estábamos a punto de enviar un jinete para avisarte, cuando vimos tu carreta sobre el montículo.
Se dio la vuelta y se alejó antes de que Bartan pudiera preguntarle algo más. Bartan caminó hacia la entrada principal de la casa con creciente curiosidad. Harro Phoratere era el cabeza de familia; un hombre de cuarenta años, reservado y taciturno, que no sentía tanto afecto por Bartan como los otros miembros de la comunidad. El hecho de que lo invitase a entrar en su casa ya era raro, un indicio de que algo extraordinario había ocurrido.
Bartan golpeó la puerta de madera y entró, encontrándose en una gran cocina cuadrada. Harro estaba de pie junto a una puerta que probablemente conducía a un dormitorio. Apretaba un trapo contra su mejilla derecha y los vivos colores de su rostro —que eran una característica familiar— habían desaparecido.
—¿Ya estás aquí, Bartan? —dijo con voz suave—. Me alegro de que hayas llegado pronto. Necesito tu ayuda con urgencia. Sé que no te hemos demostrado demasiada cordialidad en el pasado, pero…
—Olvida eso —dijo Bartan, acercándose—. Dime sólo qué puedo hacer por ti.
—¡Habla bajo! —le indicó Harro, poniendo un dedo verticalmente sobre sus labios—. Esas pequeñas herramientas que nos mostraste…, las que usas para reparar joyas, ¿las has traído?
La perplejidad de Bartan aumentó.
—Sí, siempre las llevo conmigo. Están en la carreta.
—¿Podrías abrir esta puerta? ¿Incluso con la llave puesta en el otro lado de la cerradura?
Bartan examinó la puerta. Estaba demasiado bien terminada para ser la puerta de una vivienda campesina, y que tuviera cerradura en lugar de un simple cerrojo era un signo de que el constructor de la casa había tenido aspiraciones de caballero. La forma del ojo de la cerradura, sin embargo, indicaba que se trataba de una de las más sencillas y baratas.
—Un trabajo bastante fácil —susurró Bartan—. ¿Está tu esposa en la habitación? Espero que no se encuentre enferma.
—Sí, Ennda está ahí dentro, y temo que se haya vuelto loca. Por eso no eché la puerta abajo. Grita con que sólo toque el tirador.
Bartan recordó a Ennda Phoratere como una mujer guapa y de buen tipo, a final de la treintena, mejor educada y más inteligente que el resto de las esposas de los campesinos. Tenía sentido práctico y buen humor, y era probablemente la última persona de la comunidad de la que podía esperarse un desequilibrio mental.
—¿Por qué crees que está loca? —preguntó.
—Empezó durante la noche. Me desperté y encontré a Ennda apretándose contra mí, frotándose contra mí… Bien, ya me entiendes. Gemía e insistía tanto que me vi obligado a complacerla. Para serte sincero, tuve poca posibilidad de elección en el asunto —Harro se detuvo y dirigió una mirada dura a Bartan—. Esto queda entre nosotros, como comprenderás.