Выбрать главу

—Desde luego —dijo Bartan.

Había advertido antes que, aunque los campesinos estaban habituados a usar vulgares referencias sexuales en su charla cotidiana, tendían a ser reservados en cuanto a sus relaciones personales.

Harro asintió.

—Bueno, en el momento culminante ella…, me mordió.

—Pero… —Bartan dudó, preguntándose cuáles serían las diferencias entre las prácticas pasionales urbanas y rurales—. No es raro en los amantes que…

—¿De veras? —preguntó Harro, quitándose el trapo de la mejilla.

Bartan se echó hacia atrás al ver la herida en el rostro del hombre. Había dos incisiones curvas con la forma de una boca abierta, cuyos bordes estaban tan próximos que era obvio que una parte sustancial de carne había sido casi arrancada de la mejilla de Harro. Los bordes de las incisiones habían sido unidos con unas puntadas de hilo negro, pero la sangre aún goteaba en algunos puntos a pesar de la aplicación generosa de polvos de flor de pimienta, un coagulante tradicional kolkorronés. La piel de alrededor de la herida estaba amoratada, y era evidente que Harro conservaría la cicatriz durante toda su vida.

—Lo siento —murmuró Bartan—. No podía imaginar…

Harro cubrió su mejilla de nuevo.

—A continuación Ennda me atacó, golpeándome la cabeza con los puños, gritándome que saliese de la habitación. Estaba tan confuso que me encontré fuera sin saber qué había ocurrido. Ennda cerró la puerta con llave. Durante un rato siguió gritando algo así como: «No es un sueño, no es un sueño»… Después se quedó en silencio, y así ha estado desde hace horas. Excepto cuando alguien toca la cerradura; entonces empieza de nuevo. Estoy preocupado, Bartan. Debo llegar hasta ella antes de que se haga daño a sí misma. Parecía tan… tan…

—Espérame aquí.

Bartan salió por la entrada principal e, ignorando las miradas interrogativas de los que estaban junto a la mesa, se dirigió rápidamente a su carreta. Abrió la caja de herramientas y estaba sacando el paquete de instrumentos de joyería cuando Crain Phoratere se le acercó.

—¿Puedes hacerlo? —le preguntó—. ¿Puedes abrir la puerta?

—Creo que sí.

—¡Muy bien, Bartan! Mira, cuando empezaron los gritos vinimos corriendo de las casas vecinas y lo encontramos desnudo y cubierto de sangre. Le pusimos algunas ropas encima y cosimos la herida; después él limpió la casa. Se niega a hablar con nosotros, quizás avergonzado, y no sabemos si dejar que continúe la celebración o no. Quizá no sea adecuado.

—Veremos cómo está ella cuando entre en el dormitorio —dijo Bartan, apresurándose para volver a la casa—. Quédate cerca; te llamaré si necesito ayuda.

—De acuerdo, Bartan —dijo Crain, con agradecimiento.

Una vez en la casa, encontró a Harro esperando junto a la puerta del dormitorio. Bartan se arrodilló junto a él y examinó de cerca el ojo de la cerradura, satisfecho al descubrir que ésta podría ser manipulada fácilmente. Eligió el instrumento más adecuado para su propósito y levantó la mirada hacia Harro.

—Debemos actuar deprisa, por si ella sospecha lo que está ocurriendo —dijo—. Por favor, prepárate para entrar de inmediato.

Harro asintió. Bartan dio la vuelta a la llave, puesta en el otro lado, con un simple movimiento de torsión y se apartó para que Harro entrara rápidamente en la habitación. En la media luz que dejaba entrar la puerta y la ventana medio cerrada vio a Ennda Phoratere de pie, al fondo de la habitación, con la espalda apoyada contra la pared. Su cabello negro caía terriblemente enmarañado sobre la cara, que casi no parecía humana debido a sus ojos desencajados y a la sangre coagulada en su barbilla. Unas manchas marrones salpicaban la parte superior del camisón.

—¿Quién eres? —le gritó a Harro—. ¡Quédate fuera! ¡No te acerques!

—¡Ennda! —Harro se aventuró a acercarse y sujetar a su mujer, a pesar de los golpes que ella le propinaba en su intento de soltarse—. ¿No me conoces? Sólo quiero ayudarte. Por favor, Ennda.

—¡Tú no puedes ser Harro! Tú… —se interrumpió para contemplar con atención el rostro de él, y se llevó la mano a la boca—. ¿Harro? ¿Harro?

—Has tenido una pesadilla, pero ya ha terminado. Ya ha terminado, querida.

Harro llevó a su esposa hacia la cama y la forzó a sentarse, al mismo tiempo que hacía un ademán con la cabeza hacia Bartan para que estuviese atento. Bartan entró y abrió los postigos, convirtiendo la línea de brillo plateado en un torrente de luz. Ennda miró a su alrededor con desconfianza antes de volverse hacia su marido.

—¡Tu cara! ¡Mira lo que le hice a tu pobre cara!

Dejó escapar el más angustiado sollozo que Bartan había oído nunca. Bajó la cabeza y, al ver las manchas de sangre en su camisón, empezó a arrancarse la fina tela de algodón.

—Iré a buscar agua —dijo Bartan apresuradamente, y salió de la habitación.

Vio a Crain Phoratere de pie al otro lado de la entrada e hizo un gesto como si lanzara un puñetazo, para indicarle que permaneciese fuera por el momento. Buscó en la cocina y encontró una jarra de vidrio verde y una palangana en un aparador. Vertió un poco de agua en el recipiente, cogió un paño limpio, jabón y una toalla —procurando tardar todo lo posible en esta operación—, y volvió a la puerta del dormitorio. El camisón de Ennda estaba en el suelo y ella cubierta por una sábana que habían quitado de la cama.

—Está bien, muchacho —dijo Harro—. Entra.

Bartan entró en la habitación y sustuvo la palangana mientras Harro limpiaba la sangre seca de la cara de su mujer. Al desaparecer las manchas, Harro se mostró más animado, recordando a Bartan que algunas tareas de enfermero beneficiaban tanto al atendido como al que atendía. Él también empezó a sentirse aliviado, aunque con cierto remordimiento por su propio egoísmo; su día especial había sido amenazado, pero la amenaza ya se disipaba. Ennda Phoratere había tenido una pesadilla terrible, de consecuencias desafortunadas; pero la vida estaba recuperando su agradable rutina y pronto estaría bailando con Sondeweere.

—Así está mejor —dijo Harro, secando el rostro de su mujer con la toalla—. Sólo fue un mal sueño, y ahora podemos olvidarlo todo y…

—¡No fue un mal sueño! —su voz pareció un lamento débil que frenó el optimismo creciente de Bartan—. Fue real…

—No puede haber sido real —dijo Harro en tono razonable.

—¿Y tu cara? —Ennda empezó a mecerse suavemente hacia delante y hacia atrás—. No era como un sueño. Parecía real, y parecía que iba a durar para siempre…, para siempre…

Harro intentó bromear.

—No puede haber sido peor que algunas pesadillas que yo he tenido, en especial después de cenar tus pasteles de manteca.

—Estaba comiéndome tu cara… —Ennda dirigió a su marido una tranquila pero temerosa sonrisa—. No te mordí la mejilla, Harro; me comí tu cara, tardé horas. Te mordí los labios y los mastiqué. Te arranqué la nariz con los dientes y la mastiqué. Te saqué los ojos y me los comí. Cuando terminé contigo ya no te quedaba cara… No quedaba nada, nada…, ni siquiera las orejas… Sólo había una calavera roja con un poco de pelo en el cráneo. Eso es lo que estuve haciéndote durante la noche, Harro, amor mío. Así que no me hables de tus pesadillas.

—Todo ha terminado —dijo Harro con desasosiego.

—¿Eso crees? —Ennda empezó a mecerse con más fuerza, como movida por un motor invisible—. Había más, ¿sabes? No te he hablado del túnel oscuro… Me arrastraba bajo la tierra por un túnel oscuro… con todos los cuerpos tendidos y cubiertos de escamas apretándose contra mí…