—Cassyll está esperándote —la interrumpió Toller con brusquedad—. Es mejor que él te acompañe de regreso a casa.
Gesalla asintió.
—Sí, es mejor. Después de todo, podrías decidir llevártelo contigo al cielo.
—¿Qué estás diciendo? Al chico no le interesa volar.
—Tampoco le interesaban las armas, hasta que lo pusiste a trabajar en esos malditos rifles. Ahora lo veo tan poco como a ti.
—¿Es eso lo que te pasa? —Toller detuvo a su esposa en un transitado corredor de altos techos, esperó a que un grupo de oficiales pasara junto a ellos, y le preguntó—: ¿Por qué no lo dijiste anoche?
—¿Habrías cambiado tus planes?
—No.
—Entonces ¿de qué hubiera servido decirlo? —Gesalla parecía fuera de sí.
—¿Cuál era tu propósito principal al venir a palacio? —dijo Toller—. ¿Hacerme daño?
—¿Daño dices? —Gesalla soltó una carcajada de incredulidad—. Me enteré de tu enfrentamiento demente con esa bestia de espadachín, Karkarand, o como quiera que se llame.
Toller la miró atónito, desconcertado por el repentino cambio de tema.
—Era la única manera de…
—Ahora vas a venir con que era absolutamente necesario. Toller, ¿cómo crees que me siento, sabiendo que mi marido prefiere morir en un desafío a seguir viviendo conmigo?
Toller intentó buscar una respuesta adecuada, tomándose tiempo para pensar, aprovechando que dos amanuenses que trasladaban documentos pasaron cerca de ellos dirigiéndoles miradas de curiosidad. Éste era el tipo de situaciones en las que Gesalla le producía un miedo casi supersticioso. El rostro oval de su cara era duro, pálido y hermoso, y detrás de aquellos ojos grises había una mente que podía superar la suya, haciendo imposible que encontrara un argumento mejor que el de ella; en especial, si se trataba de un asunto importante.
—Sé que de momento hay pocas evidencias de ello, pero en la actualidad nos encontramos en una crisis —dijo en tono pausado—. Sólo estoy haciendo lo que es preciso que haga y odio tanto como…
Dejó la frase inconclusa al ver a Gesalla negando enfáticamente con la cabeza.
—No me mientas, Toller. No te mientas a ti mismo. Todo esto te divierte.
—¡Qué absurdo!
—Contéstame sólo a una pregunta. ¿Alguna vez piensas en Leddravohr?
Nuevamente desconcertado, Toller evocó en su mente la imagen del príncipe militar, el hombre cuyo odio había alterado toda su vida familiar y con quien había luchado un duelo a muerte el día que las naves tomaron tierra en Overland, tantos años atrás.
—¿Leddravohr? —dijo—. ¿Por qué iba a pensar en él?
Gesalla esbozó la dulcísima sonrisa que precedía con frecuencia a sus más mortíferas embestidas.
—Porque sois exactamente iguales.
Se volvió, alejándose con paso vivo; su erguida y esbelta figura sorteaba las barreras de gente con una habilidad inalcanzable para él.
Nadie puede decirme esas cosas, pensó con tristeza, mientras seguía a Gesalla. A pesar de sus esfuerzos por alcanzarla, ya había pasado el arco de la entrada y se hallaba bajo el sol, en el patio principal, cuando llegó hasta ella. Cassyll se acercaba con dos cuernazules.
Cassyll Maraquine era tan alto como su padre, pero el componente materno era evidente. Delgado y con músculos largos, que le otorgaban la capacidad, descubierta por Toller después de perder en varios retos, de correr durante dos o tres horas sin apenas disminuir la velocidad. Se parecía mucho a su madre, con una cara oval de finas facciones y ojos grises y pensativos bajo el manto de viuda de su cabello negro.
—Buen antedía, madre, padre —dijo, e inmediatamente concentró toda su atención en Toller—. Traje muestras de la nueva serie de esferas de presión. Ninguna de ellas ha fallado ni se ha deformado en la prueba, de modo que podemos empezar a fabricar rifles fiables en seguida. Están en la bolsa de mi montura. ¿Quieres verlas?
Toller echó una ojeada al sombrío rostro de Gesalla.
—Ahora no, hijo. Hoy no. Os dejo a Wroble y a ti a cargo de los planes de la producción. Yo tengo otro trabajo en estos momentos.
—¡Oh! —Cassyll levantó las cejas y contempló a su padre con franca admiración—. Así que es verdad… ¡Vas a ascender con la primera fortaleza!
—Tengo que hacerlo —dijo Toller, deseando que Cassyll hubiese reaccionado de manera diferente.
Había estado lejos de su casa por los asuntos del rey durante la mayor parte de la crianza de su hijo y siempre se consideró afortunado de que, en lugar de mostrar resentimiento, su hijo lo considerase como un aventurero interesante y un padre del cual estar orgulloso. No hubo rivalidad con Gesalla por el afecto del chico, incluso cuando éste demostró estar muy interesado en la nueva ciencia de la metalurgia. Pero ahora la relación triangular estaba cambiando y presentaba dificultades; justo cuando tenía menos posibilidades de ocuparse de ellas.
Las dos primeras fortalezas espaciales habían sido construidas en sólo unos días, muy poco tiempo para un estudio completo de los problemas; el ascenso, ya próximo, ocupaba tanto lugar en sus pensamientos que todo lo demás le parecía irreal. En su corazón estaba ya remontándose en las peligrosas alturas azules del espacio, y empezaba a impacientarse con los asuntos terrenales.
—Hablaré con Wroble antes de que anochezca —dijo Cassyll—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Quizá siete días en la primera subida. Pero el total dependerá de cómo resulte toda la operación.
—Buena suerte, padre.
Cassyll estrechó la mano de Toller, después mantuvo quieto a uno de los cuernazules para Gesalla. Ésta subió en la montura con experta gracia —su falda de montar dividida le permitía total libertad de movimientos—, y miró a Toller con una expresión en la que se mezclaban el enojo y la tristeza. El mechón plateado de su cabello brillaba como un emblema militar.
—¿No me vas a desear tú también buena suerte? —preguntó.
—¿Por qué debería hacerlo? Me aseguraste que la subida será del todo segura.
—Sí, pero…
—Adiós, Toller.
Gesalla dio la vuelta a su cuernazul y se alejó cabalgando hacia las puertas del palacio. Cassyll la miró con perplejidad durante un momento.
—¿Ocurre algo, padre?
—Nada que no podamos solucionar, hijo. Cuida bien de tu madre.
Toller observó como Cassyll subía a su montura y salía cabalgando detrás de Gesalla. Después se dio la vuelta y caminó de nuevo hacia el palacio, moviéndose como un ciego contra la corriente de gente que salía.
Sólo había dado unos cuantos pasos cuando oyó las pisadas de una mujer que corría hacia él. La idea de que pudiera ser Gesalla para hacer las paces era irracional; sin embargo, sintió el principio de una oleada de felicidad cuando se detuvo y se volvió para recibir a la persona que lo seguía. La emoción se convirtió en desencanto cuando vio a una mujer pequeña, de cabello negro, de unos veinticinco años, vestida con el uniforme color azafrán de capitán del aire. Unos parches azules cosidos en los hombros del jubón cubierto de bordados mostraban que había sido trasladada al recién formado Servicio del Espacio. En su rostro destacaban las fuertes mandíbulas y unos labios gruesos; sus cejas, contradiciendo a la moda del momento, eran muy pobladas y anchas y parecían predispuestas a fruncirse.