—Las condiciones de viento son perfectas, así que no os retendré —les dijo, elevando la voz sobre el repiqueteo y el zumbido de los ventiladores de inflado—. Sólo tengo una cosa que decir. Es algo que habéis oído ya muchas veces, pero es tan importante que vale la pena repetirlo aquí. Debéis permanecer atados a las naves durante todo el tiempo, y llevar los paracaídas permanentemente. Recordad estas reglas básicas y estaréis en el espacio tan seguros como en tierra. Y ahora emprendamos la tarea que el rey nos ha encomendado.
Sus palabras finales no fueron lo inspiradas que habría deseado, pero una frase tradicional pronunciada en kolkorronés formal habría resultado incongruente en el contexto de la más extraña guerra de la historia humana. En los conflictos del pasado, la población civil siempre había estado implicada emocionalmente, sobre todo por sus temores ante lo que una horda invasora pudiera hacer a sus seres queridos, pero ahora la mayor parte del pueblo ignoraba la amenaza. En cierto modo, era ésta una guerra irreal, una contienda entre gobernantes, donde unos pocos gladiadores eran lanzados a la arena como si fuesen dados para conseguir una decisión arbitraria, muy influenciada por su capacidad para resistir al dolor y las privaciones, sobre la viabilidad de una idea política. ¿Cómo iba a explicar esto, justificándolo y planificándolo, a un puñado de infelices que fueron inducidos a servir al rey por la perspectiva de un sueldo fijo y una vida sin problemas?
Toller se dirigió hacia su nave, haciendo una seña a los otros cinco pilotos para que lo imitaran. Había decidido volar en la sección central de una de las fortalezas, porque ésta parecía menos adecuada para el vuelo que las secciones de los laterales y su tripulación necesitaba un impulso adicional de confianza. Se había instalado una plataforma provisional no muy grande bajo uno de los bordes, y sobre ella estaban los puestos de la tripulación y un sector para almacenaje que contenía diversas provisiones.
El quemador montado en el centro era uno de los usados en la Migración, y había estado guardado en los almacenes de Chakkell durante más de veinte años. Su componente principal era un tronco de un árbol de brakka muy joven, que se había empleado en su totalidad. A un lado de la base abultada se encontraba un pequeño tanque lleno de pikon, más una válvula que daba paso a los cristales hacia la cámara de combustión bajo presión neumática. En el otro lado, un mecanismo similar controlaba el flujo del halvell, y ambas válvulas se manejaban con una palanca común. Los conductos de esta última válvula eran ligeramente más anchos, proporcionando automáticamente mayor cantidad de halvell, puesto que se había demostrado que esta mezcla era la mejor para mantener la fuerza propulsora.
Como la sección estaba apoyada sobre un lado, la plataforma se encontraba en posición vertical y Toller reposaba sobre su espalda en una silla para operar sobre los mandos del quemador. Su espada, de la que no había querido desprenderse, hacía aún más incómoda la posición. Toller accionó el reservorio neumático, después hizo una señal al supervisor de la operación de inflado para que supiese que estaba listo para empezar a quemar. El equipo que manejaba el ventilador cesó de dar vueltas a la manivela y apartó la pesada máquina y su tobera.
Toller adelantó la palanca de control durante un segundo. Se produjo un rugido silbante cuando los cristales de energía se combinaron, lanzando un chorro de la mezcla de gases calientes al orificio del globo. Satisfecho con el funcionamiento del quemador, provocó una serie de ráfagas —todas ellas breves para reducir el riesgo de dañar con el calor el tejido del globo—, y la gran envoltura empezó a dilatarse y a separarse del suelo. El equipo de inflado la levantó aún más mediante los cuatro montantes de aceleración, que constituían la principal diferencia entre las naves espaciales y las aeronaves diseñadas para vuelos atmosféricos normales. Ahora el globo, lleno en sus tres cuartas partes, se combaba entre los montantes, con su barnizado lienzo palpitando y ondeando como un pulmón gigantesco.
Al ir elevándose poco a poco hasta la posición vertical, el equipo de hombres que aguantaba las cuerdas de la corona del globo se acercó y las amarró a los puntos de carga de la sección, mientras otros volcaban suavemente la estructura hasta que quedó en posición horizontal. A la vez, esta sección estuvo lista para despegar, sostenida sólo por la fuerza de los hombres que aguantaban las cuerdas de amarre. El resto de la tripulación de vuelo trepó por unos travesanos salientes de los laterales y ocupó sus puestos.
Toller asintió con satisfacción y dirigió una mirada a la hilera de naves, viendo que las otras tripulaciones también habían subido a bordo de sus respectivas secciones. El hecho de que las naves despegaran simultáneamente difería de la práctica kolkorronesa normal, pero el éxito del ensamblaje de las fortalezas en la zona de ingravidez iba a depender de la precisión del vuelo en estrecha formación. Zavotle decidió que un despegue masivo ayudaría a los pilotos a familiarizarse con la técnica, y también proporcionaría una información inicial sobre dónde podían encontrarse los problemas. No hubo tiempo para ascensos de prueba, y las tripulaciones tendrían que aprender nuevas prácticas bajo la tutela del más severo e implacable de los maestros.
Habiéndose asegurado de que los otros cinco pilotos estaban listos para volar, Toller les hizo un gesto con la mano y lanzó una ráfaga prolongada para iniciar el ascenso. El rugido fue aumentado por la enorme cámara de resonancia del globo que ahora ocultaba casi todo el cielo, y al final de la ráfaga los hombres de tierra soltaron las cuerdas a una orden del supervisor del lanzamiento. Cuando la nave empezó a elevarse verticalmente, sin ninguna brisa que le proporcionase un componente lateral al movimiento, Toller se levantó y miró sobre el borde de la sección hacia el patio de armas, que se alejaba lentamente. Divisó la figura firme de Ilven Zavotle, distinguible con facilidad por su cabello prematuramente blanco, y le saludó con la mano. Él no le respondió, pero Toller sabía que le había visto y estaba deseando poder ocupar su lugar para poner a prueba sus ideas, en lugar de que lo hiciera otro hombre.
—¿Entro los montantes, señor?
El que habló fue el montador, Tipp Gotlon, un chico larguirucho al que le faltaba un diente y uno de los pocos voluntarios del vuelo.
Toller asintió y Gotlon empezó a hacer su trabajo alrededor de la plataforma circular, atrayendo los montantes de aceleración que colgaban libres por medio de sus correas y atándolos al borde. El mecánico Millyat Essedell, un hombre de piernas arqueadas que parecía competente y con varios años de experiencia en el Servicio del Aire, no era necesario que hiciese nada en esta etapa del vuelo, pero estaba agachado junto a la caja de su equipo, ordenando y revisando afanosamente sus herramientas. Las naves de la sección central llevaban una tripulación de sólo tres hombres —en lugar de los cinco de las secciones extremas—, ya que iban cargadas con el peso adicional de las armas que las fortalezas utilizarían contra los invasores.
Satisfecho porque sus compañeros eran dignos de confianza, Toller concentró toda su atención en encontrar un ritmo del quemador que le proporcionase una velocidad de ascenso de treinta y seis kilómetros por hora. Estableció el ritmo de cuatro segundos funcionando y veinte descansando, que recordaba bien de la primera travesía interplanetaria, y durante los diez minutos siguientes los pilotos de las otras naves se ejercitaron en mantenerse exactamente a la misma altura que él. Presentaban un espectáculo impresionante, tan grandes y tan próximas unas a otras, con cada detalle destacado por la luz, mientras el planeta se iba hundiendo en la bruma azul.