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Las naves se convirtieron en la única realidad para Toller. Bajó la mirada hacia las figuras geométricas de la ciudad de Prad, y sintió poca afinidad con el lugar y sus habitantes. De nuevo era una criatura del espacio, y sus preocupaciones ya no eran las banalidades de los seres aferrados a la tierra. Los asuntos del gobierno o la situación de los príncipes poco importaban ahora, comparados con el estado de un remache o la tensión adecuada de una cuerda, o incluso los extraños sonidos ronroneantes que un globo podía producir sin ninguna causa aparente.

Cuando el período de puesta a punto hubo acabado, el escuadrón estaba a una altura de tres kilómetros y Toller hizo una señal para que se dispersaran verticalmente. La maniobra fue llevada a cabo con rapidez y sin percances, transformándose el grupo apretado en una formación distendida que podía afrontar la llegada de la noche sin el menor riesgo de colisiones.

Había llegado hasta el límite del cansancio en los días precedentes al despegue. A veces, sólo dormía dos horas en toda la noche, y durante la forzosa ociosidad del ascenso su cuerpo empezó a reclamar la merecida compensación. Incluso mientras manejaba el quemador —contando el ritmo instintivamente— caía a veces en un sopor, y la mayoría de los períodos de descanso los pasaba dormitando y soñando. Con frecuencia al despertarse no tenía idea de dónde se encontraba, y contemplaba asustado y confuso la curvatura serena y enorme del globo, hasta que se daba cuenta de lo que era y adonde le llevaba. En otras ocasiones, especialmente durante la noche, cuando los meteoros centelleaban sin cesar a su alrededor, no lograba despertar del todo y en su estado soñoliento imaginaba que se encontraba ascendiendo desde hacía mucho tiempo, en compañía de hombres y mujeres que ya habían muerto o que se habían convertido en extraños con el paso del tiempo, todos ellos viajando hacia el futuro con diversos grados de excitación y esperanza.

Los cambios de duración de los días y noches aumentaron su desorientación temporal. A medida que el ascenso continuaba, la noche de Overland se hacía más corta y su noche breve crecía, tendiendo hacia el equilibrio que se alcanzaría en el punto medio entre los planetas hermanos, y Toller se dio cuenta de que casi le había pasado desapercibida la secuencia de los cambios. La medida más segura del paso del tiempo llegó a ser el altímetro de la nave, un simple artilugio que consistía nada más que en una escala vertical, en cuya parte superior colgaba un pequeño peso atado a un fino muelle. Al principio del vuelo el peso se encontraba sobre la marca inferior de la escala, pero al continuar subiendo y disminuir la atracción gravi-tacional de Overland, el peso ascendía en una analogía perfecta del vuelo; una nave en miniatura navegando en un cosmos en miniatura.

Otro indicador fiable del avance era el frío creciente. En el primer ascenso de Toller, la tripulación fue sorprendida por el fenómeno y sufrió mucho en consecuencia, pero ahora disponían de ropas bien acolchadas y podían tolerar las temperaturas. Sentado junto al quemador, incluso le era posible sentir el calor agradable y envolvente, una circunstancia que favorecía la somnolencia. Y en ese estado pasaba horas rodeado de la oscuridad azul del cielo, contemplando las estrellas brillantes que salpicaban los remolinos de luz, el resplandor prolongado de los cometas y a Farland, suspendido a lo lejos como un faro verde.

Uno de los problemas más importantes a que se enfrentaba la misión era reconocer el centro exacto de la zona de ingravidez. Toller sabía que en teoría no había una verdadera zona de ingravidez, sino que era un plano de espesor cero, y que una fortaleza situada sólo a diez metros de un lado u otro inevitablemente empezaría la larga zambullida hacia una de las superficies planetarias. Se había supuesto, sin embargo, que la realidad sería más tolerante que las puras ecuaciones y permitiría cierta deriva.

El primer trabajo de Toller era demostrar que esta suposición estaba justificada.

Las seis naves habían empleado el chorro propulsor durante los primeros días, cuando el ascenso producido por el aire caliente era casi insignificante, pero ahora sus motores permanecían silenciosos mientras estaban suspendidos en una tierra de nadie, gravitacionalmente hablando. A Toller le extrañó que los tripulantes pudieran comunicarse bien de una nave a otra gritando simplemente; aunque sus voces parecían ser absorbidas de inmediato por la inmensidad que los circundaba; de hecho podían recorrer cientos de metros.

Estuvo ocupado durante varios minutos con el artilugio —inventado por Zavotle— para mostrar cualquier movimiento vertical significativo de la nave. Consistía en un pequeño crisol que contenía una mezcla de productos químicos y sebo que desprendía un humo denso cuando se encendía, y una especie de fuelle acoplado a una larga boquilla. La máquina podía arrojar por un lado de la nave diminutas bolas de humo que conservaban su forma y densidad durante un período de tiempo sorprendente en el aire quieto. La idea de Zavotle era que el humo, no siendo más pesado que la atmósfera que lo rodeaba, crearía marcas estacionarias por las cuales podría medirse el movimiento de la nave. Por simple que fuese el sistema, parecía eficaz. Toller había prohibido a Essedell y a Gotlon que se movieran, para que no inclinasen la plataforma circular mientras él observaba las bolas de humo a lo largo de la línea de la baranda durante bastante rato para convencerse de que no había desplazamiento relativo.

—Yo diría que estamos suspendidos —le gritó a Daas, el piloto de la segunda sección central, que había estado llevando a cabo similares experimentos—. ¿Qué opinas tú?

—Estoy de acuerdo, señor —Daas, apenas visible entre la ropa que lo envolvía, estaba junto a la baranda de su nave, y saludó con la mano para complementar su mensaje.

El antedía se había iniciado poco antes, y el sol se encontraba situado «debajo» de las seis naves, cerca del borde oriental de Overland. Su resplandor iluminaba la parte inferior de las secciones de las fortalezas, proyectando sus sombras en las mitades inferiores de los gobos, añadiendo un aspecto absurdo y teatral a la escena.

De pronto, Toller sintió una especie de júbilo al contemplar aquel espectáculo extraordinario. Se sentía descansado y fuerte después de la breve hibernación del ascenso, dispuesto a batallar en nuevo campo, y en su interior había una sensación tan intensa que se vio obligado a hacer una pausa para analizarla. Parecía ser una especie de centro de luminosidad que no tenía ninguna relación con las condiciones de la gravedad cero, y de este centro salían rayos multicolores —la metáfora le pareció demasiado simple, pero era la única que se le ocurría— impregnados por emociones de alegría, optimismo, suerte y poder, que llenaban cada parte de su ser físico y mental. El efecto general era extraño y al mismo tiempo enormemente familiar, y tardó varios segundos en identificarlo y darse cuenta de que se sentía joven. Nada más y nada menos que eso: se sentía joven. Casi de inmediato se presentó una reacción emocional.

«Es de suponer que a muchos parecerá extraño el que un hombre pueda alcanzar la felicidad en un momento como éste», se dijo. Relajó ligeramente el brazo con que se sujetaba a la baranda, permitiendo a sus pies elevarse de la plataforma, y el disco durmiente de Overland, con su delgado arco iluminado, apareció bajo la nave. «Por eso me comparó Gesalla con Leddravohr. Ella advierte la plenitud que me invade al ser llamado para defender a nuestro pueblo, pero es incapaz de compartirla y entonces se siente celosa. No hay duda que está preocupada por mi seguridad, y eso también la impulsa a decir cosas de las que después se arrepiente en la intimidad del dormitorio».