—Estoy listo para ir, señor.
La voz de Gotlon llegó a Toller desde atrás, llamándolo de nuevo al mundo cotidiano. Toller apoyó sus pies en la plataforma y se volvió para ver que el joven montador, sin esperar la orden, se había colocado el equipo completo de vuelo. Su cuerpo larguirucho era irreconocible dentro del grueso acolchado del traje espacial, que incluía botas y manoplas forradas de piel. La parte inferior de su cara estaba oculta por una bufanda de lana —a través de la cual su respiración salía en forma de vaho blanco— y su cuerpo estaba aún más abultado por la mochila del paracaídas y por una unidad propulsora de aire atada sobre el diafragma.
—¿Puedo salir ya, señor? —Gotlon manipulaba la cuerda de seguridad que le mantenía atado a la baranda de la nave—. Estoy listo.
—Ya lo veo, pero reprime tu impaciencia —dijo Toller—. Todos deben contemplar tus hazañas.
Además de ambicioso, Gotlon era uno de esos raros individuos que no tienen ningún temor a las alturas, y Toller se creía afortunado por haberlo encontrado en el poco tiempo de que dispusieron. Los tripulantes de las seis secciones de las fortalezas habían estado en la zona de ingravidez el tiempo suficiente para empezar a acostumbrarse a flotar en el aire como pterthas, pero aún debía superarse una gran barrera psicológica.
El ensamblaje final no se iniciaría hasta que se demostrara que podían desatarse, saltar de la nave y volver a ella sin problemas mediante los propulsores de aire. Aunque su inteligencia le impulsaba a confiar en el sistema desarrollado en los últimos días, Toller no se sintió avergonzado por el alivio que le producía el no verse obligado a realizar la primera prueba. Una vez en la realidad —y muchas en las pesadillas— había visto hombres caer 4.000 kilómetros desde la zona central, al principio moviéndose tan lentamente que parecían estar en reposo, y después, a medida que la atracción de la gravedad del planeta aumentaba, hundiéndose a más velocidad en la zambullida que duraría más de un día y terminaría con la muerte.
Los pulmones de Toller respiraban con dificultad el aire enrarecido, y sintió un frío intenso en el pecho al gritar las órdenes necesarias a los otros cinco pilotos. Mientras los demás tripulantes se alineaban junto a las barandas de sus naves, los ojos fueron concentrándose en Gotlon. Éste les saludó con la mano, como un niño que atrajese la atención de sus amigos antes de una proeza atrevida en el campo de juegos. Toller le permitió infringir la disciplina en beneficio del ánimo general.
Observó a los cinco hombres de la sección terminal de la fortaleza que se encontraba más próxima y, con cierta dificultad ya que todos estaban embutidos en los trajes espaciales, distinguió a Gnapperl, el sargento que tanto se había preocupado para que se llevara a cabo la ejecución de Oaslit Spennel. Ahora que era un hombre del espacio sin graduación militar, no había intentado siquiera protestar cuando Toller lo eligió para la primera misión, y había pasado sus pocos días de entrenamiento con una sombría resignación ante su destino. No era propio de Toller maquinar la muerte de otro hombre a sangre fría, pero Gnapperl no podía saber eso…, y se había vuelto miedoso y desgraciado, un estado en el cual Toller se disponía a dejarlo indefinidamente.
—Muy bien —le dijo a Gotlon, cuando le pareció era el momento adecuado—. Ahora sepárate de nosotros, pero debes asegurarte de que podrás volver.
—Gracias, señor —contestó Gotlon, con lo que, según el parecer de Toller, era auténtica satisfacción y gratitud.
Desató su cuerda, se elevó usando los mandos hasta quedar flotando en posición horizontal, después pasó por encima de la baranda y se dio un impulso hacia el otro lado, empleando más fuerza de la que habría empleado Toller. Un vacío azul brillante se abrió entre él y la nave, y desde una de las otras embarcaciones llegó el claro sonido de un hombre que vomitaba.
Gotlon se deslizó hacia las estrellas, meciéndose bajo la luz del sol, moviéndose más despacio a medida que la resistencia del aire superaba su impulsos y, por casualidad, quedó un instante en posición vertical respecto a los que observaban. Sin detenerse, giró como si fuera una anguila hasta quedar de espaldas a la línea de naves. Unos rápidos movimientos de su brazo derecho indicaron que estaba accionando la unidad propulsora; segundos después se oyó débilmente el silbido del chorro de aire. Al principio no pareció producir efecto, pero después se hizo evidente que estaba volviendo al punto de salida. Su trayectoria no era del todo correcta, y en varias ocasiones tuvo que mirar atrás sobre su hombro y ajustar la dirección del propulsor de aire, pero en poco tiempo estuvo lo bastante cerca de la nave. Essedel le tendió entonces un cayado para que lo agarrara, y sujeto con los pies al lateral, tiró de él; Gotlon se acercó velozmente, como si fuera un globo con forma de hombre.
—¡Muy bien, Gotlon!
Toller alzó instintivamente la mano derecha para sujetar a la figura ingrávida, y se sorprendió al descubrir que su brazo era repelido y forzado hacia atrás. El doloroso impacto le hizo girar en redondo, aún agarrando a Gotlon, y pasaron varios segundos antes de que los dos hombres fueran capaces de recuperar el equilibrio agarrándose a las mamparas. Toller se quedó perplejo ante lo ocurrido, pero el misterio pronto fue arrojado de sus pensamientos por el ruidoso estallido de alegría procedente de los tripulantes de las otras naves.
Toller compartió los sentimientos de alivio y tranquilidad del muchacho. Una cosa era estar sentado cómodamente en una sala del palacio, escuchando las declaraciones de un hombre inteligente sobre el tema de la mecánica celeste, y otra salir de una nave y atravesar el aire ligero de la zona de ingravidez, precariamente suspendido entre dos planetas, confiando la vida a algo parecido a los fuelles de un herrero. ¡Pero lo había conseguido! Y si se había realizado una vez, el milagro ya no era un milagro. Ahora formaba parte del conjunto de tareas rutinarias del hombre del espacio, y había tranquilizado a Toller respecto a la dura prueba que le aguardaba al final.
Seguidamente, dio la orden de que todos empezaran a practicar el vuelo libre. El tiempo que podía dar a los tripulantes para adaptarse a esta actividad por completo antinatural era de una brevedad ridícula; pero el rey Chakkell, apoyado por la opinión de Zavotle, había decidido que el tiempo era el factor vital en los preparativos de la batalla contra Land. El pequeño gabinete de emergencia decidió adaptar los planes de guerra al peor de los casos: diez días para que la nave de reconocimiento volviese a Land; dos días para que Rassamarden reaccionara a las noticias que le llevaba; y suponiendo que parte de su flota invasora estuviese ya dispuesta, unos cinco días más para que la vanguardia del enemigo llegase a la zona de ingravidez. Totaclass="underline" diecisiete días.
Al final de ese tiempo, según el decreto de Chakkell, debería haber un mínimo de seis fortalezas situadas en el punto medio y preparadas para combatir.
Toller se había quedado atónito ante el anuncio. El concepto de las fortalezas ya era bastante presuntuoso, pero la idea de diseñar, construir y desplegar seis de ellas en tan sólo diecisiete días le pareció totalmente absurdo. Sin embargo, había olvidado la excepcional combinación de facultades que se daban en Chakkelclass="underline" la ambición que le había conducido hasta el trono, el don de la organización con el cual una vez llegó a reunir una flota de mil naves, y la fría determinación con la que eliminaba o superaba cualquier obstáculo. Chakkell era un gobernante capaz durante los años pacíficos, pero sólo revelaba su verdadera valía en las horas oscuras, y las fortalezas fueron construidas a tiempo. Ahora sólo quedaba ver si los elementos de carne y hueso de su plan soportaban el mismo grado de tensión que aquellos constituidos de materia inerte.