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Toller era consciente de que todos lo estaban mirando cuando le llegó el turno de lanzarse por el lateral de la nave. Hizo lo posible por mantener una posición erguida respecto al globo y su carga cilíndrica, y empezaba a creer que lo había conseguido cuando vio que el gran disco blanquiazul de Land —que había estado oculto por el globo desde el comienzo del ascenso— parecía moverse sobre él.

Derivó hacia abajo y desapareció bajo sus pies, para ser seguido por una aparición similar de Overland tomando parte en el mismo solemne movimiento. Sin tener la sensación de estar dando vueltas, le parecía ser el único objeto fijo en un universo que giraba y en el que el sol, los planetas hermanos y la línea de naves espaciales se perseguían unos a otros en interminable sucesión, por lo que se alegró cuando al fin el movimiento fue disminuyendo hasta cesar. También se alegró al descubrir que la experiencia de colgar en el vacío azul no era tan mala como había temido. Aparte de la inexplicable sensación de caída, que inquietaba a todos los que entraban en la zona de ingravidez, se sintió relativamente seguro y capacitado para actuar.

—Todo el que quiera reírse de mis acrobacias, que lo haga ya —gritó a los hombres silenciosos que lo estaban observando—. El trabajo serio empezará en unos minutos, y no habrá muchas oportunidades de diversión, os lo aseguro.

Se oyeron las carcajadas de los tripulantes y se produjo una nueva actividad entre las figuras voluminosas que realizaban sus salidas con distintos grados de aptitud. Toller se dio cuenta rápidamente de que sus impulsos iniciales no eran tan buenos como los del joven Gotlon, pero continuó con el propulsor de aire hasta que logró la destreza suficiente para impulsarse con éxito a cualquier punto que deseara llegar.

El adiestramiento hubiese sido más fácil si el canal de escape hubiera estado a su espalda, permitiendo que viera hacia dónde se dirigía, pero la falta de tiempo obligó al taller del Servicio del Aire a fabricar el aparato en su forma más simple.

Tan pronto como se sintió satisfecho de su propia habilidad, convocó a los otros cinco pilotos para repasar el procedimiento del ensamblaje que realizarían a continuación.

La reunión fue la más extraña de todas las reuniones en que había participado, con seis hombres de mediana edad —todos veteranos de la Migración— suspendidos en un círculo contra una panoplia de astros, donde los meteoros cruzaban de continuo como flechas ardientes. Tres de los pilotos, Daas, Hishkell y Umol, eran conocidos de Toller desde la época del antiguo Escuadrón Experimental del Espacio, y en gran medida confió en sus recomendaciones al reclutar a los otros dos, Phamarge y Brinche.

—Antes que nada, caballeros —dijo—, ¿hemos aprendido algo nuevo? ¿Algo que afecte, según su opinión, a la construcción de las fortalezas?

—Sólo que debemos hacerlo lo antes posible, Toller —contestó Umol, empleando la familiaridad permitida—. Podría jurar que este lugar es más frío que la última vez que pasé por aquí. ¡Mirad esto!

Levantó su bufanda para mostrar su nariz que estaba notablemente azul.

—El lugar está como siempre, viejo zorro —le dijo Daas—. Tu problema es que ya no tienes suficiente fuego en las bolas.

—¿Puedo seguir hablando, caballeros? —interrumpió Toller, impidiendo la respuesta obscena de Umol—. Muchachos, tenemos trabajo que hacer, y nadie desea más que yo que la tarea se realice con rapidez; de modo que asegurémonos bien de que sabemos lo que vamos a hacer ahora.

Habló suavemente, dándose cuenta —aún por lo poco que podía ver de sus rostros— que sus compañeros estaban satisfechos con el funcionamiento de los propulsores de aire y que la confianza en el proyecto se había incrementado gracias a ello. Durante los minutos siguientes repasó en detalle las sucesivas etapas del plan de ensamblaje.

El primer paso sería girar las seis naves noventa grados para colocar las fortalezas en sus posiciones operacionales, con las cañoneras laterales dirigidas hacia ambos planetas. Sería necesario soltar las plataformas provisionales y lanzar unas cuantas ráfagas de los chorros propulsores para que los globos, aún unidos a las plataformas, se distanciaran un poco de las secciones circulares. Cuando las secciones flotaran libremente podrían amarrarse con cuerdas, juntarse y encajarse para formar dos cilindros de extremos cerrados.

Hasta ese punto, el plan de trabajo estaba proyectado para que lo realizaran dos grupos independientes. Aquellos cuyo deber fuese manejar las fortalezas, entrarían en ellas y se prepararían para una estancia prolongada en la zona de ingravidez. Mientras tanto, los seis pilotos, cada uno de ellos acompañado por un montador, volverían con los valiosos globos y motores a Overland, para que fueran usados en posteriores misiones.

Las primeras etapas del descenso eran bastante directas, y casi no preocupaban a los experimentados pilotos. Era cuestión de hacer rotar noventa grados las naves desguarnecidas y, usando los motores para propulsarlas, conducirlas hasta el cercano campo de gravedad de Overland. Las naves tendrían que viajar al revés, algo que no le gustaba a ningún piloto, pero esa fase sólo duraría unas horas, hasta que adquirieran el peso que las obligara a voltearse y conseguir la estabilidad pendular necesaria para el descenso, tan apreciada por los astronautas. Una rotación final de media circunferencia normalizaría la posición de las naves, poniendo Overland en el lugar correcto —bajo los pies de los tripulantes—, donde se mantendría durante el resto del viaje de vuelta.

Hasta aquí, el plan de vuelo y sus técnicas eran convencionales, algo que cualquier piloto superviviente de la Migración podría haber esbozado en segundos; sin embargo, debían aplicarse las medidas necesarias para la situación de crisis. Toller podía recordar con toda claridad cada una de las palabras que se pronunciaron en la primera reunión con Chakkell y Zavotle, las palabras que le demostraron que el cielo y él no se habían probado mutuamente hasta el límite:

—El descenso va a ser lo peor —había dicho Toller—. Además de tener que soportar un frío muy intenso, irán sentados en una plataforma abierta, con miles de kilómetros de aire tenue por debajo. ¡Viajar colgado de una cuerda! Ya era bastante terrible en las antiguas barquillas, pero allí por lo menos los laterales te proporcionaban cierta sensación de seguridad. No me gusta, Ilven… Cinco días de esa forma pueden ser demasiado para cualquier hombre. Creo que…

Al ver que Zavotle asentía con la cabeza, se calló.

—Tienes toda la razón; en especial, porque no podemos permitirnos tardar cinco días en el regreso —dijo Zavotle—. Necesitaremos que tú y los demás pilotos estéis lo antes posible de vuelta en tierra, por no hablar de los globos y los motores.

—¿Entonces…?

Zavotle le dedicó una sonrisa tranquilizadora.

—Supongo que sabrás algo de paracaídas…

—Claro que sé algo de paracaídas —dijo Toller, con impaciencia—. El Servicio del Aire los utiliza desde hace diez años. ¿Adonde quieres ir a parar?

—Los hombres deben volver con paracaídas.

—¡Oh, qué maravillosa idea! —Toller se llevó una mano a la frente, por si su sarcasmo había pasado inadvertido—. Pero, corrígeme si me equivoco: ¿un hombre con un paracaídas no descendería aproximadamente a la misma velocidad que una nave espacial?

La sonrisa de Zavotle fue aún más tranquilizadora.

—Sólo si el paracaídas ha sido abierto.

—Sólo si… —Toller empezó a pasear en torno a la pequeña sala, mirando hacia el suelo; después volvió a su silla—. Sí, entiendo lo que quieres decir. Obviamente podremos ahorrar bastante tiempo si un hombre no desplega su paracaídas hasta después de haber descendido mucho. ¿Y a qué altura deberá abrirse?

—A unos trescientos metros —opinó Zavotle.