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—¡No! —La reacción de Toller fue inmediata e inequívoca—. No puedes hacer eso.

—¿Por qué no?

Toller miró a la cara de Zavotle con dureza, leyendo en los conocidos rasgos de una manera nueva.

—Recuerda la primera vez que entramos en el espacio central, Ilven. El accidente. Ambos mirábamos por el lateral y vimos a Flenn alejarse de nosotros. ¡Estuvo cayendo durante más de un día!

—Él no tenía paracaídas.

—¡Pero tardó más de un día en llegar abajo! —añadió Toller, sorprendido de lo que habían hecho los años con Zavotle—. Es pedir demasiado.

—¿Qué te ocurre, Maraquine? —había intervenido el rey Chakkell, mostrando la exasperación en su rostro ancho y moreno—. El resultado final es el mismo si un hombre cae durante un día o en sólo un minuto; si no lleva paracaídas muere, y si lleva un paracaídas vive.

—Majestad, ¿le gustaría probarlo?

Chakkell miró a Toller con desconcierto.

—¿Te parece adecuada esa pregunta?

Inesperadamente, fue Zavotle quien decidió responder al rey.

—Majestad, lord Toller tiene razones lógicas para estar preocupado. No sabemos nada sobre los efectos que una caída semejante produciría en un hombre. Podría helarlo hasta la muerte… o asfixiarlo… o producir efectos nocivos de cualquier índole. Un piloto físicamente sano, pero loco, no serviría de gran cosa… —Zavotle hizo una pausa, su lápiz estaba trazando un extraño dibujo sobre el papel que tenía delante—. Sugiero que, dado que he sido yo quien ha propuesto el plan, se me incluya entre los que han de probarlo.

«Te has burlado de mí, pequeña comadreja», había pensado Toller, escuchando a su antiguo camarada con un resurgimiento de su afecto y respeto. «Y por eso, me aseguraré de que te quedes en el lugar que te corresponde… aquí, en la tierra».

En general, había pocas diferencias en los puntos de vista de los hombres que se habían presentado voluntarios a la misión y aquellos que fueron llamados para participar en ella. Ambos grupos comprendían que desafiar la voluntad del rey en tiempo de guerra tendría como consecuencia la ejecución sumaria, y algunos de los voluntarios habían hecho de la necesidad una virtud…, pero la confirmación del hecho de que podían volar fuera de las naves y volver sin ningún daño había levantado mucho el ánimo general. Si no vamos a morir de esa forma, se decían, quizá no vayamos a morir. La expresión externa de ese optimismo era el bullicio con que los hombres llenaban el espacio mientras estaban practicando su nueva habilidad y se preparaban para el inicio de la fase siguiente.

Pero ahora, advirtió Toller, habían caído de nuevo en el silencio.

El último globo fue separado de su sección de la fortaleza, sólo cargado con la redonda plataforma provisional y el motor, y apartado a cierta distancia del centro de actividad. A pesar de su escasa solidez, la inmensidad de las ligeras envolturas llenas de gas hacía de esas estructuras la característica principal del ambiente aéreo. Se las consideraba importantes y amistosas, con poder para transportar vidas humanas de un planeta a otro; y ahora, de repente, se las desposeía de su aire protector, obligándolas a abandonar a sus minúsculos pasajeros en un vacío azul y hostil.

Incluso Toller, a pesar de su confianza en la empresa, sintió una helada contracción en el estómago al advertir lo pequeñas que parecían las secciones de las fortalezas frente a las infinidades neblinosas que las rodeaban. Hasta el momento, le había parecido que la peor cosa que podía pedírsele a un hombre era realizar la gran caída hasta la superficie planetaria, pero ahora se sintió casi un privilegiado al compararse con aquellos que se quedarían en la zona de ingravidez. Privilegiado, pero en otro sentido; y el comprenderlo le estremeció, y le hizo sentirse extrañamente estafado.

«¿Qué me está ocurriendo?», pensó con alarma.

Pocas veces se dedicaba a la introspección, por considerarlo una pérdida de tiempo, pero en los últimos días sus reacciones emocionales a los acontecimientos habían estado tan cargadas de ambivalencia y contradicción, que su mente se había visto obligada a volverse hacia dentro.

Y aquél era otro ejemplo más. En un instante había sentido lástima por el personal de las fortalezas, y al siguiente casi envidia. Poca gente sabía mejor que él cuan ilusorio era el concepto de gloria militar; por lo tanto, no podía haberlo seducido la fugaz visión de una nueva clase de patriotas —de grandes héroes— maniobrando sus frágiles avanzadas de madera en la soledad del espacio.

«¿Qué me está ocurriendo?», volvió a preguntarse. «¿Por qué ya no me satisface lo que antes me satisfacía? ¿Por qué, si no estoy loco, presiono donde cualquier hombre sensato se retiraría?». Pero al darse cuenta de que estaba descuidando sus deberes, Toller concluyó su autointerrogatorio y se impulsó, para acercarse a la primera fortaleza que se estaba ensamblando.

La sección central y una sección extrema habían sido ya correctamente alineadas y unidas, y ahora el elemento restante iba a colocarse en su lugar. Había sido situado a una cierta distancia de las otras piezas, dando a los hombres que arrastraban las cuerdas de unión el tiempo para desarrollar un ritmo rápido y eficaz. Cogidos a los lados de la sección central, cuatro de ellos trabajaban al unísono con sus brazos libres. La sección, que se movía perezosamente al principio, se desplazaba ahora a gran velocidad y no daba signos de frenarse al llegar a su lugar asignado. Toller sabía que carecía de peso y por tanto no podía causar ningún daño al colisionar con el resto de la fortaleza, pero en principio le desagradaba el uso excesivo de la fuerza en cualquier operación de ingeniería. Podía prever que la sección rebotaría, obligando a los hombres a que la arrastraran de nuevo.

—Dejad de tirar, va demasiado deprisa —gritó a los que jalaban de las cuerdas de unión—. Preparaos para aguantarlo y mantenerlo en su lugar.

Los hombres respondieron a su orden con un gesto de la mano y se dispusieron a recibir el cilindro que avanzaba. Phamarge, que había estado supervisando la tarea, hizo una señal a otros dos hombres que sostenían las cuerdas cortas del borde de la sección central para que ayudasen a sus compañeros. Uno de ellos saltó al borde cubierto de cuero y se sujetó a él rodeándolo con sus muslos.

Toller observó como la sección del extremo se acercaba al hombre que esperaba. La estructura de madera estaba perdiendo muy poca velocidad y comprimía las gruesas cuerdas a su paso, lo cual, pensó Toller, era extraño siendo un objeto tan ligero como una pluma. La alarma se disparó en su sistema nervioso cuando recordó una anomalía similar al final del primer vuelo de Gotlon; el hombre ingrávido había producido en su brazo un impacto sorprendentemente fuerte, casi como…

—¡Apártate del borde! —chilló Toller—. ¡Sal de ahí!

El hombre lo miró pero no reaccionó. Hubo un instante en que Toller reconoció las facciones toscas de Gnapperl, después la sección del extremo chocó contra el resto de la fortaleza. Gnapperl gritó como si se le hubiese astillado la cabeza del fémur. Toda la fortaleza se movió en una sacudida, despidiendo a los hombres de los lados, y la sección extrema, aún derrochando energía cinética, giró un poco y una parte se encajó en la estructura principal. El cuerpo de Gnapperl quedó aprisionado entre las dos secciones durante un momento; y sus gritos cesaron antes que volvieran a separarse y se detuvieran.

Toller accionó su chorro de aire y sólo consiguió impulsarse más allá del lugar donde se desarrollaba la escena bombeando más aire en el aparato, y se propulsó hacia atrás, hacia la confusión de figuras a la deriva. Chocando suavemente con la sección central, se agarró a un punto de amarre para detenerse y mirar al hombre herido. Gnapperl flotaba fuera de la fortaleza, con las piernas y los brazos extendidos, y tenía un gran desgarrón en la parte frontal de su traje espacial. La sangre había empapado el tejido aislante que quedaba al descubierto, haciendo que el desgarrón pareciese una horrible herida, y los glóbulos rojos flotaban como en enjambre a su alrededor, brillando con la luz del sol. Toller comprendió que Gnapperl había muerto.