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—¿Por qué no se apartó el imbécil cuando le avisaste? —preguntó Umol, usando una cuerda para aproximarse a Toller.

—Ya no se puede saber.

Toller recordó el extraño momento de parálisis del hombre antes del impacto, y se preguntó si Gnapperl habría reaccionado con la misma lentitud si el aviso hubiese procedido de otro. Quizá su desconfianza hacia Toller había sido la causa de su muerte, en cuyo caso le correspondería parte de la responsabilidad.

—De todas formas era un bruto que nunca te miraba a la cara —comentó Umol—. Si a alguno de nosotros tenía que pasarle algo, es mejor que le haya pasado a él; y al menos nos ha enseñado algo útil.

—¿Qué?

—Que cualquier cosa que pueda aplastar a un hombre en la tierra, puede aplastarlo también aquí arriba. Parece no tener ninguna importancia la carencia de peso. ¿Tú lo entiendes, Toller?

Toller obligó a sus pensamientos a trasladarse de la ética a la física.

—Es posible que la ingravidez afecte a nuestro cuerpo. Es algo que debemos considerar en el futuro.

—Sí, y mientras tanto hay un cadáver del que debemos encargarnos. Supongo que podemos dejar que se aleje por sí mismo.

—No —dijo Toller—. Lo llevaremos de nuevo a Overland con nosotros.

Las seis naves descendieron durante las horas de oscuridad. Además de la velocidad proporcionada por los propulsores, hubo un ligero aumento a medida que Overland reforzaba su red gravitacional, pero la aceleración fue insignificante en esa primera etapa del descenso. Tan pronto como volvió la luz del día, con la danza binaria de Overland haciendo oscilar la claridad que le otorgaba el sol, apagaron los motores y la resistencia del aire frenó las embarcaciones. Entonces los pilotos usaron los pequeños propulsores laterales para voltear las naves, una operación dirigida con majestuosa lentitud, con el universo y todas sus estrellas girando por voluntad de seis hombres, desplazándose sumisamente a una nueva posición bajo sus pies.

La maniobra fue realizada sin ningún contratiempo, y llegó el momento de hacer cosas que no habían podido hacer antes.

Toller estaba atado en el asiento del piloto, con Tipp Gotlon al otro lado del motor. La cubierta sobre la que iban sentados era una plataforma circular de madera, de sólo cuatro metros de diámetro, y más allá de sus límites desprotegidos había un vacío profundo, una caída de más de tres mil kilómetros hasta la superficie del planeta. A distancias variables, las otras cinco naves espaciales estaban suspendidas sobre el fondo azul y plateado del cielo. Sus tripulaciones de dos hombres, al estar en las sombras cilíndricas de las plataformas, sólo eran visibles cuando algunas espirales resplandecientes o la radiación difuminada de los cometas proyectaba sus siluetas. Los enormes globos, brillantemente iluminados desde abajo, tenían la solidez aparente de los planetas, de mundos en forma de pera con sus meridianos marcados por las cintas de carga y las costuras.

Toller estaba menos atento al grandioso entorno que a las exigencias de su propio microcosmos. La superficie de la plataforma estaba ocupada por una maraña de equipamiento, desde el tubo que salía de los propulsores laterales hasta los cajones usados para guardar cristales de energía, comida, agua, trajes espaciales y bolsas de caída. Unos tabiques de caña entrelazada encerraban un fogón y un aseo primitivos. De este último sobresalía la parte inferior del cuerpo de Gnapperl, que había sido atado para evitar la inquietante tendencia a levantarse y balancearse en condiciones de ingravidez.

—Bien, Gotlon, muchacho, ha llegado el momento —dijo Toller—. ¿Cómo te encuentras?

—Preparado, señor. —Gotlon esbozó una sonrisa franca—. Como usted sabe, señor, mi ambición es convertirme en piloto, y sería un honor que me permitiese tirar de la cuerda de desgarre.

—¿Un honor? Dime una cosa Gotlon, ¿te divierte esto?

—Desde luego, señor —Gotlon hizo una pausa cuando un meteoro más voluminoso de lo normal atravesó el cielo bajo la nave, seguido de un fuerte estruendo—. Bueno, quizá no sea del todo correcto decir que me divierte, pero no desearía estar haciendo ninguna otra cosa.

Una respuesta sincera, pensó Toller, decidiendo seguir de cerca el futuro progreso del joven.

—Muy bien, tira de la cuerda cuando te parezca.

Sin dudarlo, Gotlon se inclinó hacia delante, agarró la cuerda roja que iba desde los puestos de la tripulación hasta el interior del globo y dio un tirón. La cuerda se quedó laxa en su mano. No hubo ningún cambio perceptible en el equilibrio de la nave, ni en su dinámica, pero encima de la cúpula de la frágil catedral que era el globo había ocurrido algo irrevocable. En la corona se había abierto una gran banda, sometiendo la nave a las fuerzas de gravedad de Overland. A partir de ese momento, la nave y sus tripulantes no podrían hacer otra cosa excepto caer; y sin embargo, Toller sintió un extraño temor hacia el próximo e inevitable paso.

—No veo razón para seguir sentados aquí —dijo, sin concederse tiempo para analizar sus sentimientos.

Sus pies estaban ya dentro de la bolsa de caída, que consistía en un gran saco de lona forrado de lana, hecho para meter todo el cuerpo. Se desató las sujeciones, se enderezó, y en el momento de hacerlo se dio cuenta de que su espada aún colgaba junto con el cinturón y su vaina en un puntal cercano. Durante un instante pensó dejarla allí. Era un objeto molesto y hasta peligroso para ser introducido en la bolsa, pero dejarla sería como abandonar a un viejo amigo. Se ajustó el arma en un costado y luego levantó la vista a tiempo de ver a Gotlon, aún sonriendo, lanzarse hacia atrás desde el borde de la plataforma.

Gotlon se alejó dando vueltas en el azul desierto, con la luz del sol centelleando de vez en cuando en la parte de abajo del enorme fardo que él era en aquellos momentos, hasta que se detuvo a unos treinta metros de la nave. No hizo ningún intento por modificar la posición en que había quedado, y podría haber estado muerto de no ser por la expulsión periódica del aire de su respiración.

Toller miró hacia las naves hermanas y vio que los otros hombres, siguiendo el ejemplo de Gotlon, se estaban lanzando al aire. Se había decidido previamente que no tratarían de sincronizarse, que cada uno saltaría cuando estuviese dispuesto; y de repente, sintió miedo de ser el último, y que se dieran cuenta, lo cual le ayudó a superar el rechazo que le producía un acto tan antinatural. Toller se subió la bolsa de caída hasta el pecho, empujó fuerte con los pies y asomó la cabeza por el borde de la plataforma.

Overland apareció debajo de él, y se miraron como amantes; y la tierra lo llamó desde miles de kilómetros de distancia. Poco podía verse de su accidentada superficie que aún cubría la noche, pero a la luz del sol que se iniciaba, el continente ecuatorial, de color verde pálido salpicado con ocres, parecía atravesar el mundo bajo las franjas blancas de las nubes, y los grandes océanos se alejaban curvándose hacia los misteriosos polos del planeta.

Toller contempló todo el hemisferio durante un rato, tranquilizado y sometido; después, elevó las rodillas para hacerse más pequeño y cerró la bolsa sobre su cabeza.

No esperó dormir. ¿Quien puede creer que alguien se duerma durante la vertiginosa zambullida desde el azul central hasta la superficie del planeta?

«Pero aquí dentro se está caliente y a oscuras», se dijo, «y las horas pasan lentamente. Y a medida que mi velocidad se incrementa y la atmósfera se hace más densa, puedo sentir que la bolsa empieza a mecerse, y hay algo hipnótico en el susurro del aire que pasa. Es fácil dormirse. En realidad, demasiado fácil. Me ha cruzado por la cabeza el pensamiento de que alguno de nosotros pueda no despertar a tiempo para salir de la bolsa y desplegar el paracaídas, pero seguramente es un pensamiento absurdo. Sólo un hombre con un profundo deseo por acabar con su vida podría fallar cuando llegue el momento».