»De vez en cuando, abro la bolsa y miro fuera para ver cómo van mis compañeros, pero ya no los encuentro, ni encima ni debajo de mí. Estamos cayendo a velocidades diferentes, y a medida que las horas pasan nos vamos distanciando en una larga fila vertical. Es importante saber que caemos con más rapidez que las naves; con esto no se había contado. Las plataformas, al estar simétriamente enganchadas a los globos, mantienen una posición horizontal, incluso cuando los globos se han deshinchado y son remolcados, aumentando así la resistencia del aire.
»Al dejar las naves atrás, advertí que las plataformas oscilaban en la corriente de aire, y la última vez que pude divisarlas eran como seis estrellas que titilasen lentamente. Debo informar de esto a Zavotle y ver si desea volver a diseñar su sistema de unión para que puedan caer de lado. Las naves descenderían más deprisa de esa forma. El impacto con la tierra sería más violento, pero los núcleos de la maquinaria son indestructibles.
»A veces me acuerdo de los hombres que dejamos en la zona de ingravidez, y he encontrado auténticas razones para envidiarlos. ¡Ellos al menos tienen algo que hacer! Una gran cantidad de tareas que realizar: sellar las fortalezas con almáciga… comprobar cada hora las lecturas de humo para evitar desplazamientos a la deriva… instalar los fuelles de presurización… preparar las comidas… revisar los motores y los armamentos… establecer turnos de vigilancia…
»La bolsa de caída se mece con suavidad, y el aire susurra persuasivo a mi alrededor.
»Es demasiado fácil quedarse dormido aquí…»
Capítulo 7
—¡Oro! ¡Tienes el descaro de ofrecerme oro!
Ragg Artoonl, enfurecido, dio un manotazo a la bolsa de cuero. Ésta cayó al suelo y se abrió parcialmente, dejando que varios cuadrados del metal amarillo se desparramasen por la hierba húmeda.
—¡Estás tan chiflado como dice todo el mundo! —Lue Klo se arrodilló y recogió con cuidado sus monedas—. ¿Quieres vender tu parcela o no?
—Sí, quiero venderla, pero quiero dinero auténtico. Buen vidrio del de antes, eso es lo que quiero —Artoonl frotó el pulgar de una mano contra la palma de la otra, imitando la forma de contar los billetes kolkorroneses tradicionales, de tela de vidrio—. ¡Vidrio!
—Éstos llevan todos la imagen del rey —protestó Klo.
—Quiero gastarme la pasta, no usarla para decorar la pared —Artoonl recorrió con mirada ceñuda al pequeño grupo de campesinos—. ¿Quién tiene dinero auténtico?
—Yo —Narbane Ellder se adelantó con gesto furtivo, buscando torpemente la bolsa entre sus ropas—. Yo tengo aquí dos mil reales.
—¡Los acepto! La parcela es tuya, y ojalá tengas mejor suerte que yo.
Artoonl estaba extendiendo la mano para tomar el dinero cuando Bartan se abrió paso entre los hombres y los apartó con una fuerza que habría sido incapaz de ejercer antes de empezar con las tareas de labranza.
—¿Qué te pasa, Ragg? —preguntó—. No puedes vender tu parcela por la mitad de lo que vale.
—Puede hacer lo que quiera —le cortó el torvo Ellder, blandiendo su fajo de cuadrados de colores.
—Me sorprendes —le dijo Bartan, apoyando un dedo acusador en el pecho del otro—. Aprovechándote de tu vecino porque tiene trastornos mentales. ¿Qué diría Jop sobre esto? ¿Qué diría de esta reunión?
Bartan lanzó una mirada desafiante al grupo de hombres que se habían congregado en un llano rodeado de árboles que ofrecían cierta protección contra las inclemencias del tiempo. Una banda de fuerte lluvia derivaba a través de toda la zona, y los granjeros con sus capuchas en forma de saco tenían un extraño aspecto, furtivo y lúgubre, con los hombros encorvados y las caras mojadas.
—Yo no sufro ningún trastorno —Artoonl miró con resentimiento a Bartan durante un momento, después su rostro se puso aún más sombrío cuando llegó a su mente un nuevo pensamiento—. Todo esto es por tu culpa. Tú fuiste quien nos trajo a este lugar de desdichas.
—Siento lo que le ocurrió a tu hermana —dijo Bartan—. Fue terrible, pero tienes que pensar con calma sobre ello y darte cuenta de que no hay ninguna razón para abandonar todo por lo que has trabajado.
—¿Quién eres tú para decirme lo que debo o no debo hacer? —el rostro encendido de Artoonl expresaba la misma desconfianza y hostilidad que Bartan había encontrado al entrar en la comunidad—. ¿Qué sabes tú de la tierra, señor ensartador de cuentas, señor arregla broches?
—Sé que Lue no se ofrecería a comprarte tu parcela si no supiera que tiene valor. Se está aprovechando de ti.
—Cuida tu lengua —dijo Ellder, acercándose a Bartan un poco más, con su barbuda mandíbula hacia fuera—. Estoy más que harto de ti, señor… —buscó un nuevo insulto, estrechando los ojos a causa del esfuerzo mental, y finalmente se vio obligado a copiar a Artoonl—…ensartador de cuentas.
Bartan observó al grupo de figuras encapuchadas que lo rodeaban, apreciando el talante general, y con sorpresa y decepción se dio cuenta de que existía una verdadera posibilidad de violencia contra él si se quedaba allí. Era otra indicación —que contradecía sus propios argumentos— de que los campesinos habían degenerado desde que ocuparon La Guarida. En el año que llevaba casado con Sondeweere, había visto cómo se iba erosionando el viejo espíritu de camaradería y era reemplazado por una mezquina competitividad, por la que las familias más grandes y prósperas negaban su ayuda a los vecinos. La autoridad que le habían otorgado a Jop Trinchil le fue retirada, y esta pérdida le había producido un deterioro físico y psíquico. Encogido y con aspecto enfermizo, ya no le era posible ejercer una fuerza cohesiva en la comunidad, y pocas veces se le veía fuera de los límites de la parcela de su familia. Bartan nunca pensó que añoraría al viejo Trinchil, con sus modales toscos y pendencieros, pero el grupo parecía haber perdido el rumbo al estar sin él.
—Ya no soy un ensartador de cuentas —dijo Bartan, con toda dignidad, a la asamblea mojada por la lluvia—. Es una pena, porque con algo de hilo y mi aguja más pequeña podría haber hecho una fina gargantilla con todos vuestros cerebros. Una gargantilla finísima.
Sus palabras provocaron una respuesta furiosa en casi veinte gargantas. El ruido era tan confuso como el de las olas del mar azotando una pequeña cala, y sin embargo —mediante un adiestramiento de percepción selectiva—, Bartan fue capaz, o le pareció serlo, de entender una frase: «Sería más provechoso para ti dedicarte a fabricar un cinturón de castidad».
—¿Quién ha dicho eso? —gritó, disponiéndose a esgrimir una espada que nunca había llevado.
Los sombreados arcos de algunas capuchas se enfrentaron entre sí y luego se volvieron hacia Bartan.
—¿Quién dijo qué? —preguntó un hombre en un tono que contenía cierto regocijo.
—¿Ese joven Glave Trinchil sigue echándote una mano en las tareas? —preguntó otro—. Si alguna vez se cansa me gustaría ocupar su puesto. En mis tiempos yo era conocido por arar unos surcos excelentes.
Bartan estuvo a punto de lanzarse sobre el último que habló, pero el sentido común y la prudencia lo retuvieron. Los campesinos habían ganado otra vez, como siempre, porque una docena de garrotes es más contundente que cualquier puya verbal. Los propios comportamientos groseros eran considerados por ellos como algo totalmente original y valioso, y por eso su ignorancia se convertía en su armadura protectora.