—Espero que no se pongan a llorar si me retiro, caballeros —hizo una pausa, esperando que la broma relajara un poco la tensión, pero había pasado inadvertida—. Tengo negocios en otros mercados.
—Iré contigo, si te parece bien —dijo Orice Shome, apareciendo al lado de Bartan cuando éste se alejaba del grupo.
Shome era un trabajador itinerante, uno de los pocos contratados recientemente por miembros de la comunidad. Un joven de aspecto algo salvaje al que le faltaba la mayor parte de una oreja, pero del que Bartan no había oído nada malo. Y por eso, aceptó su compañía de buen grado.
—Ven conmigo, si lo deseas —dijo—. Pero, ¿no te espera Alrahen para trabajar?
Shome sostenía una pequeña bolsa de viaje.
—Me marcho. No quiero quedarme aquí.
—Ya veo.
Bartan se echó hacia atrás la engrasada capucha y subió a la carreta. La lluvia caliente seguía cayendo con fuerza, pero en el horizonte occidental había una franja amarillo pálido que crecía por minutos, y supo que el tiempo pronto mejoraría.
Shome se sentó en el banco a su lado. Bartan dio una sacudida a las riendas y el cuernoa-zul partió, con sus cuartos traseros brillantes de lluvia alzándose y descendiendo a un ritmo constante. Inexplicablemente, se encontró cavilando sobre las burlas acerca de su esposa, y para alejar esos pensamientos decidió entablar conversación con su pasajero.
—No has estado mucho tiempo con Alrahen —dijo—. ¿No era un buen patrón?
—Los he tenido peores. Es el lugar lo que no me gusta. Me voy porque hay algo extraño aquí.
—¡Oh, no, otro alarmista! —Bartan dirigió una mirada de reproche a Shome—. No pareces un hombre que se deje llevar por fantasías absurdas.
—Las fantasías pueden ser peores que cualquier cosa que venga de fuera. Quizá por eso se mató la hermana de Artoonl. Y he oído decir que su hijo no desapareció; he oído que ella lo mató y enterró el cuerpo.
Bartan se enfadó.
—Parece que has oído muchas cosas, para ser alguien con una sola oreja.
—No hay razón para ofender —dijo Shome tocándose la otra oreja.
—Lo siento —dijo Bartan—. Es que toda esta palabrería… Dime una cosa, ¿qué vas a hacer ahora?
—No lo sé. Estoy harto de romperme la espalda para que otros se hagan ricos, ésa es la verdad —replicó Shome, mirando al frente—. Tal vez pruebe suerte en Prad. Allí hay mucho trabajo, trabajo limpio y fácil, quiero decir, a causa de la guerra. El problema es que Prad está demasiado lejos. Necesitaría… —Shome miró a Bartan con nuevo interés—. ¿No eres tú el que tiene una de esas aeronaves?
—Está desmontada —contestó Bartan, preocupado por la mención de la guerra—. ¿Qué noticias tienes? ¿Aún persisten los invasores?
—Persisten, sí. Pero siempre son repelidos.
Según la experiencia de Bartan, los trabajadores itinerantes no se identificaban con los objetivos nacionales, pero había un inconfundible tono de orgullo en la voz de Shome.
—Es una guerra extraña, de todas formas —añadió Bartan—. Sin armas, sin campos de batalla…
—No estoy seguro de que no haya campo de batalla. He oído que los hombres del espacio se montan a horcajadas sobre los tubos propulsores como si fuesen cuernazules, y se alejan a kilómetros de sus fortalezas, volando. Y ya no hay globos, ningún globo, nada que les evite caer a la tierra —Shome se estremeció notablemente—. Me alegro de no estar allí arriba. Un hombre puede morir con mucha facilidad.
Bartan asintió.
—Ésa es la razón por la que los reyes ya no conducen a sus ejércitos a la batalla.
—Eso no cuenta para lord Toller. Has oído hablar de lord Toller Maraquine, ¿no?
Bartan asoció el nombre con los lejanos acontecimientos de la Migración, y se sorprendió un poco al oír que aquel personaje histórico continuase aún en activo.
—No estamos del todo aislados de la civilización, ¿sabes? —contestó.
—Dicen que lord Toller ha pasado más tiempo arriba, luchando contra los apestosos habitantes de Land, que ningún otro hombre.
Hablando con fervor patriótico, Shome se lanzó a contar una serie de anécdotas —algunas de las cuales debían de ser inventadas— sobre las hazañas heroicas de lord Toller Maraquine en la guerra interplanetaria. A veces su voz se hacía grave y temblaba por la emoción, sugiriendo que representaba las historias en su imaginación y se situaba a sí mismo como figura central.
La atención de Bartan empezó a derivar otra vez hacia las puyas que le habían dirigido quienes antes eran amigos suyos. Sabía bien que no debía dar importancia a los insultos habituales y burlas que solían usar; pero sin embargo deseaba que el nombre de Glave Trinchil no hubiese sido pronunciado. Glave era uno de los pocos que aún iban por la granja y ayudaba en los trabajos pesados, pero —y el pensamiento se clavó en la conciencia de Bartan como la punta de un puñal— generalmente cuando Sondeweere estaba sola. Apartó de sí aquel pensamiento, pero a su mente acudió la imagen de un suceso ya casi olvidado: Sondeweere y Glave junto a la carreta de Trinchil cuando creían que nadie les observaba, el momento de intimidad que no había sorprendido a ninguno de los dos.
«¿Por qué estoy ahora dudando de mi esposa?», pensó Bartan. «¿Qué me está ocurriendo? No puedo estar equivocado sobre Sondeweere. Y aunque reconozco que otros hombres se han cegado por amor, yo sé que soy demasiado inteligente, que tengo demasiada experiencia para ser burlado de esa forma por una campesina. Dejaré que esos patanes se diviertan a su gusto y no permitiré que influyan en mí».
La lluvia iba disminuyendo y los definidos bordes del escudo de nubes estaban ahora sobre sus cabezas, creando la sensación de que la carreta emergía hacia la luz del sol desde la sombra de un gran edificio. A poca distancia de ellos, el camino por el que viajaban se cruzaba con otro más ancho, por donde Bartan debía girar hacia el oeste si quería ir a Nueva Minnett. Unos surcos llenos de agua reflejaban el cielo claro como si fuesen rieles de metal pulido.
Sintiéndose un poco culpable, Bartan se volvió hacia Shome y dijo:
—Tendrás que disculparme, pero he decidido no ir hoy al mercado. Desde aquí hay un largo camino andando, pero…
—No te preocupes —dijo Shome, encogiéndose de hombros con resignación—. Ya he recorrido andando la mitad de este planeta, y creo que podré con el resto.
Se echó la bolsa al hombro, saltó de la carreta en el cruce y se alejó hacia Nueva Minnett a buen paso, deteniéndose un momento para despedirse con la mano. Bartan devolvió el saludo y dirigió el cuernazul hacia el oeste, hacia su parcela.
Su sentimiento de culpabilidad creció al admitir que estaba tendiéndole una trampa a Sondeweere. Ella no lo esperaría hasta el anochecer, y el viaje a la ciudad estaba planeado desde hacía dos días, dándole tiempo suficiente para poder fijar alguna cita con Glave. La recriminación y el desprecio hacia sí mismo se mezcló con una curiosa excitación, mientras su mente abordaba un nuevo problema. Si divisaba desde lejos el cuernazul de Glave, amarrado junto la casa, ¿detendría la ruidosa carreta y avanzaría a pie, sin hacer ruido? Y si encontraba a la pareja en la cama, ¿qué debía hacer? Un año de trabajo tenaz había robustecido el cuerpo de Bartan, proporcionándole fuertes músculos, pero carecía de experiencia en la lucha y, además, Glave tenía más envergadura.
«Es terrible», pensó en un arrebato de emoción. «Lo que más deseo en la vida es encontrar a mi mujer sola, trabajando alegremente en nuestra casa. ¿Por qué correr el riesgo de perder la felicidad que tengo? ¿Por qué no doy la vuelta, alcanzo a Shome y me voy al mercado como era mi propósito? Podría sentarme con antiguos conocidos, animarme con la cerveza y olvidarme de todo esto».