A poca distancia, en la vereda, vio algo que se movía, un reflejo marrón, y en seguida supo que era otra de aquellas horribles orugas. Y sus temores aumentaron; nunca las había visto antes, ni había oído mencionarlas a nadie, pero empezaban a estar por todas partes. Alteró su paso para que su bota cayera directamente sobre la oruga, aplastándola contra el suelo.
Sondeweere se estremeció en sus brazos, iniciando una serie de violentos temblores y, como si surgiera del final de un larguísimo pasadizo, sonó la versión silbante de aquel misterioso grito.
Dos veces más en el camino a la casa encontró aquellas innominadas criaturas, dirigiéndose trabajosamente hacia él con sus múltiples patas, y en cada ocasión las aplastó con la suela del zapato y Sondeweere reaccionó de la misma forma. Bartan no podía creer que hubiera algún tipo de afinidad o relación entre su esposa y las orugas y, sin embargo, a pesar de su estado inconsciente, se sobresaltaba cada vez que una de ellas moría. Los gritos también eran dignos de consideración. ¿Cómo podía emitirlos sin abrir la boca, y porqué le producían a él tanta inquietud?
Una sensación intensa de lobreguez y frío en su columna vertebral le indicó que la luz del sol que brillaba a su alrededor era falsa, que estaba penetrando en unos lugares que quedaban más allá de su comprensión.
Al llegar a la casa, dejó a Sondeweere cuidadosamente sobre la cama. Su frente no denotaba fiebre y el color de la cara era normal, dando la impresión de estar dormida. Pero no reaccionó al ser sacudida, ni cuando gritó su nombre una y otra vez. Le quitó el impermeable; y estaba haciendo lo mismo con los zapatos, cuando advirtió una mancha de sangre seca en el tobillo derecho. La mancha desapareció con facilidad al pasar un trapo húmedo sobre ella, y en la piel de debajo no había ninguna clase de herida, descartando la idea de que pudiera haber sido mordida o picada por uno de aquellos monstruos. Pero algo le había ocurrido a Sondeweere y, aunque lo intentó, no pudo apartar la idea de que las criaturas tenían relación con ello. ¿Podían exudar un veneno que actuara sólo por contacto y fuese capaz de dejar inconsciente a una persona?
De pie junto a la cama, contemplando el cuerpo inerte de su mujer, Bartan sintió que su fortaleza empezaba a resquebrajarse. Artoonl tenía razón en lo que me dijo, pensó. No informé de sus advertencias y los conduje a todos a este lugar. ¿Cuál ha sido el resultado? Dos suicidios, una desaparición que probablemente es un asesinato, abortos, locos, extrañas visiones y pesadillas, los amigos que se vuelven contra los amigos, hay malicia donde antes había bondad y ahora esto. ¡Sondeweere también ha sido afectada y la tierra vomita esos monstruos!
Haciendo un considerable esfuerzo, logró apartar sus pensamientos de la espiral en descenso y luchó por recuperar su optimismo normal. Él, Bartan Drumme, sabía que los fantasmas no existían; y, si no existían espíritus malignos, ¿cómo podía existir un lugar maldito? Era cierto que se había producido un exceso de desgracias desde la llegada de los granjeros a La Cesta de Huevos, pero las rachas de mala suerte siempre se acababan tarde o temprano y eran seguidas por las de buena suerte. Artoonl había cometido un error al marcharse después de haber invertido tanto dinero y esfuerzo. Lo que los campesinos tenían que hacer era permanecer en sus tierras y esperar a que las cosas mejorasen. Él debía quedarse con su mujer y hacer todo lo que estuviese en su mano para que volviese a ser la de siempre.
Mientras velaba junto a la cama, sus pensamientos volvieron hacia las criaturas reptantes que habían precedido la misteriosa enfermedad de Sondeweere. Muchas extrañas formas de vida, algunas bastante repugnantes, se habían encontrado en Overland, y era lógico que algo como aquello fuera conocido por alguien más. Al destruir a los monstruos, había actuado por reflejos, sin pensar. En caso de encontrar otro reprimiría su asco y lo atraparía, guardándolo para que algún experto lo examinase.
Levantó la mano inerte de Sondeweere hasta sus labios y la mantuvo allí, deseando que la vida volviera a su cuerpo, cuando le alertó un débil ruido, como si alguien arañara. Inclinó la cabeza y escuchó atentamente. El ruido era apenas perceptible, pero parecía provenir de la entrada de la casa. Se levantó extrañado y atravesó la cocina hasta la puerta principal. La línea brillante de luz que se filtraba bajo ella estaba intacta, y sin embargo el ruido continuaba. Abrió la puerta y algo que trepaba por el dintel, algo que se retorcía y serpenteaba, rozó su cara al caer al suelo.
Bartan dejó escapar un grito involuntario, haciendo un gesto de sorpresa y repugnancia, al tiempo que retrocedía. La oruga cayó boca arriba, de golpe, mostrando su parte inferior gris clara; después se giró y empezó a moverse hacia la casa como si actuara intencionadamente. Su grueso tentáculo estaba extendido hacia delante, ondulándose, indagando. La esperanza de objetividad de Bartan no llegó a materializarse. Puso el pie sobre la criatura, apretó con fuerza y oyó como su cuerpo reventaba al ser aplastado; y en su cerebro resonó el grito de angustia de Sondeweere.
Cerró la puerta de golpe y apoyó la espalda contra ella, consternado, recordando las ocasiones en que había visto a seres humanos —la esposa de un campesino y a unos niños que jugaban— extendiendo un brazo y ondulándolo con un extraño movimiento que imitaba el del tentáculo central de aquellas espantosas orugas.
Capítulo 8
Después de un año de servicio casi continuo en las fortalezas, Toller aceptó que nunca le sería posible dormir bien en condiciones de ingravidez. La inexplicable sensación de estar cayendo continuamente que sentían los tripulantes de la estación podía superarse en la horas de vigilia, pero la mente no tenía defensas contra eso durante el sueño. Era normal entre los miembros de la tripulación pasar su período de descanso murmurando y retorciéndose en sus hamacas de red, viendo cómo se acercaba a ellos la superficie planetaria a una velocidad cada vez mayor, y despertarse en el momento del choque imaginario lanzando gritos que se introducían en los sueños de sus compañeros y los distorsionaban.
Toller había desarrollado un sistema particular que le permitía resolver el problema. Durante los dieciséis días de período activo no intentaba dormir, contentándose con descansar y dormitar mientras no se requerían sus servicios. Cuando llegaba el momento de volver a Overland, se acurrucaba dentro de la matriz de lana de la bolsa de caída y dormía casi todo el tiempo que duraba el viaje, mecido por sus suaves bandazos y confortado por el débil gorgeo del aire que se filtraba por el cuello de la bolsa. La primera vez, se sorprendió por su capacidad para dormir plácidamente en tales circunstancias; después supuso que saber que estaba cayendo realmente producía una armonía entre su intelecto y la sensación del cuerpo.
Sólo le quedaba un día para acabar su actual turno de servicio, y el cansancio se había hecho tan grande que a los pocos segundos de echarse en la hamaca lo invadió un sopor —entre el sueño y la conciencia— en el cual apenas podía distinguir los recuerdos del pasado de una vaga aprensión del presente. Reinaba la tranquilidad en la Estación de Mando Uno, que había elegido como vivienda para estar cerca del centro de operaciones en todo momento. Los únicos sonidos que le llegaban eran los procedentes de la conversación fragmentaria y monótona de los dos hombres que vigilaban, y el silbido ocasional de los fuelles, que mantenían una presión de aire hasta cierto punto adecuada. Toller estaba de cara a la pared de la estación y descansaba cómodamente, algo que no le había sido posible al principio de la guerra. Las paredes estaban ahora aisladas con borra y cubiertas de piel, lo que reducía las pérdidas de calor y también ayudaba a prevenir perforaciones accidentales de la cubierta.