Una noche, durante sus primeros turnos de servicio, Toller advirtió un débil sonido silbante pero continuo, y lo localizó en un gran nudo de la madera del entablado de la parte central de la nave. El núcleo del nudo se había contraído y permitía que el aire escapara. Cuando Toller lo golpeó con los nudillos, éste salió despedido hacia el vacío exterior y, como él había sido el causante circunstancial del daño, se encargó de reparar el orificio con corcho y almáciga. Llevó a cabo la tarea gustosamente, sabiendo que la noticia se extendería con rapidez, reforzando de esa forma la imagen de que lord Toller Maraquine no se consideraba por encima del más bajo recluta del Servicio del Aire.
Hacía tales cosas con una innegable premeditación, pero se excusaba ante sí mismo diciéndose que sólo ese tipo de líder era adecuado y aceptable en las tensas circunstancias de la guerra interplanetaria. El rey podía obligar a sus soldados a subir hasta la zona de ingravidez amenazándolos con la muerte; pero una vez allí, debían tener un comandante que obtuviera el máximo provecho de ellos, demostrándoles que estaba dispuesto a compartir todas las privaciones y a afrontar todos los peligros.
Y los peligros, evidentemente, eran innumerables.
Desde luego, había sido una suerte para los defensores que el rey Rassamarden, ocupado por asuntos inimaginables en el inimaginable ambiente del Viejo Mundo, no lanzara su flota invasora en el menor tiempo posible. Habían pasado decenas de días desde la instalación de las dos primeras fortalezas sin que se produjera ningún signo de actividad enemiga, y el período de gracia fue usado, bajo la dirección de Zavotle, para medir el radio del estrechamiento de aire de baja densidad en el punto de unión de las dos atmósferas. Una nave espacial había rotado en el plano de la zona de ingravidez, desplazándose lateralmente con el empleo de propulsores durante unos noventa kilómetros, calculados antes de que el piloto empezara a perder la conciencia a causa de la asfixia. En el proceso de rotación de la nave para el regreso, el globo se rompió debido a una torsión excesiva de los rotantes. El piloto logró mantenerse lo bastante lúcido para llegar hasta el campo gravitacional de Overland mediante su propulsor neumático personal, y al día siguiente aterrizó con el paracaídas a poca distancia de Prad. Su salvación sirvió para tranquilizar notablemente a los miembros de la tropa del Servicio del Espacio, pero la información aportada preocupó a la alta jerarquía.
El acceso —como se llamó al puente de aire respirable— era una zona transversal de más de dieciséis mil kilómetros cuadrados, y era evidente que no se podría evitar el paso de los intrusos con la cantidad de fortalezas disponibles sólo con el uso de las armas.
Una vez más fue Zavotle, el tenaz solventador de problemas, quien encontró una solución. Inspirado en el éxito de los aparatos de vuelo individuales, propuso la forma más simple posible de nave de combate: un tubo propulsor, sobre el que un hombre pudiese sentarse a horcajadas como si estuviese sobre un cuernazul. Los motores, semejantes a los de las aeronaves corrientes, tendrían el tamaño adecuado; y serían alimentados con cristales de pikon y halvell, lo cual permitiría al guerrero desplazarse a muchos kilómetros de su base. Los cálculos preliminares de Zavotle, suponiendo como radio de combate efectivo unos dieciocho kilómetros, demostraron que toda la zona del acceso podría cubrirse con sólo veintiocho fortalezas.
Sobre la hamaca, derivando por los suaves confínes del sueño, Toller recordó el rostro de sorpresa y satisfacción del rey Chakkell cuando recibió la inesperada buena noticia. No había duda de que hubiera ordenado la construcción de las cien fortalezas estimadas originalmente, pero el gasto de material y de recursos humanos hubiese sido enorme. Chakkell se encontró con el problema adicional de que la mayor parte de sus súbditos eran demasiado jóvenes para tener experiencias personales sobre los horrores de la pterthacosis y, por tanto, no se sentían inclinados a aceptar un gran aumento de trabajo a causa de una guerra que les parecía irreal. La idea de la nave de combate a propulsión fue aceptada por Chakkell con un entusiasmo sin límites, lo cual condujo a la realización de la primera serie en el brevísimo tiempo de cinco días, gracias a que la naturaleza ya había hecho la mayor parte del trabajo de construcción.
El motor de propulsión era básicamente la parte inferior de un árbol joven de brakka, junto con la cámara de combustión que había arrojado sus descargas polinizadoras. Los cristales de pikon y halvell, introducidos en la cámara bajo presión neumática, se combinaban explosivamente para producir grandes cantidades de gas, que era expulsado a través del extremo abierto del tubo para conducir el motor hacia delante.
La transformación del motor básico en una nave funcional requería una cubierta completa de madera al objeto de que los usuarios pudieran montar sobre él con cierta comodidad. Un asiento parecido a una silla de montar fue instalado para el piloto, detrás del cual estaban las superficies de control giratorio. Parecían gruesas alas, pero en las condiciones de ingravidez su única función era controlar la dirección del vuelo. El armamento del aparato consistía en dos pequeños cañones de retrocarga, fijados a los lados de la cubierta, con los que sólo podía apuntarse alineando toda la nave con el objetivo.
Toller, entre el sueño y la vigilia, recordó vividamente su primer vuelo en una de las máquinas de extraño aspecto. Lo voluminoso de su traje espacial aumentó con la unidad propulsora y el paracaídas, y le llevó cierto tiempo adaptarse al asiento y familiarizarse con los mandos. Totalmente consciente de que era observado por los hombres del espacio que estaban dentro de la Fortaleza Uno y alrededor de ella, accionó el reservorio neumático dándole toda la presión, después adelantó la palanca de admisión de combustible. En lugar de la moderada potencia que esperaba, se sobresaltó con el impulso de aceleración que acompañó al rugido del tubo de escape. Tardó tal vez unos tres minutos, con el aire frío cortándole la cara, en dominar la nave de combate describiendo una espiral mientras el aparato bramaba a través del cielo. Después paró el motor, dejando que se detuviese por la resistencia del aire y se volvió en la silla, riéndose, para solicitar el aplauso de sus compañeros pilotos que le esperaban junto a la fortaleza.
¡Y la fortaleza no estaba allí!
Esa impresión, esa profunda punzada de pánico absoluto, fue su introducción en la nueva física del vehículo de combate. Tardó varios segundos en localizar y reconocer la fortaleza como una mota diminuta de luz intensa, casi perdida en el azul del universo salpicado de plata, y darse cuenta de que había viajado a una velocidad que hasta entonces no había soñado ningún hombre.
Los nueve vehículos de combate del Escuadrón Rojo estaban alineados, con sus superficies superiores destellando bajo el sol. A poca distancia sobre ellos estaba lo que había sido la primera fortaleza, recientemente ampliada con la adición de tres nuevas secciones para formar una estación de mando. Otras fortalezas que componían el Grupo de Defensa Interior estaban situadas en las proximidades, pero eran objetos insignificantes, difíciles de ver en el azul profundo a pesar de los reflectores instalados para aumentar su visibilidad. Overland, flanqueado por el sol, formaba el techo bordeado de fuego del universo, y la inmensidad de Land constituía un suelo circular, azul y verde moteado de ocre, y adornado con espirales blancas.
El otro objeto importante para los pilotos de combate era la nave diana. Aunque estaba a más de un kilómetro de distancia, el volumen del globo destacaba con la aparente solidez de un tercer planeta. Había sido colocada fuera del plano teórico de ingravidez, en la dirección de Land, al objeto de que las balas de cañón que le dispararan se desviaran hacia el campo gravitacional de Land. Uno de los accidentes más graves ocurrido en el período de entrenamiento lo sufrió un piloto joven cuando estaba realizando una carrera de práctica a gran velocidad y fue despedido de su aparato por una bala de cañón que chocó directamente contra su pecho. Al principio se pensó que había sido disparada accidentalmente por otro piloto; después se dieron cuenta de que la bola de hierro de cinco centímetros de diámetro estaba suspendida inmóvil en el aire, un residuo mortífero de una práctica anterior. Para evitar accidentes similares, Toller dio la orden general de que sólo se disparase apuntando hacia Land.