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Estaba sentado en su nave de combate Rojo Uno, observando la nave diana a través de los prismáticos y esperando a que el piloto que había ido a situarla volviera. Habían pasado más de cuarenta días desde la llegada de las dos primeras fortalezas a la zona de ingravidez, y seguían sin señal alguna de la flota invasora de Land. En algunos grupos crecía la esperanza de que Chakkell se hubiera equivocado en sus pronósticos, pero Toller y Zavotle se negaron a darse por satisfechos. Habían decidido sacar la máxima ventaja de la deriva estratégica, y para ese fin se pensó en una nave espacial cuyo globo estaba llegando al fin de su vida útil, sacrificándolo como diana.

La imagen amplificada en los prismáticos de Toller mostró un piloto que emergía de la barquilla de la nave espacial y se montaba en un vehículo de combate atado a ella, que pertenecía al Escuadrón Azul, hasta el momento incompleto. El piloto lo soltó, y el vehículo salió disparado en medio de una nube blanca de condensación; segundos más tarde, llegó hasta ellos el fuerte estruendo de su motor. Dirigió el aparato en una curva ascendente y desapareció en las agujas radiales de luz que emanaban del sol.

—Entra inmediatamente —gritó Toller, gesticulando hacia Gol Perobane, el piloto situado a la izquierda, al final de la línea de vehículos de combate.

Perobane saludó y condujo su aparato hacia delante, haciéndolo rugir. La nave de combate pronto disminuyó en la distancia; después se lanzó en picado hacia la cubierta de la nave espacial y, en el momento en que se alejaba de la curva, ambos cañones despidieron vapor. Toller, que seguía la operación con los prismáticos, estimó que Perobane había disparado exactamente en el momento adecuado. Trasladó su atención hacia el globo, esperando verlo temblar y deformarse, y se decepcionó al comprobar que su curva parecía intacta.

¿Cómo puede haber fallado?, se preguntó, haciendo la señal al siguiente vehículo de combate para que despegase al momento.

Hasta que la cuarta máquina, conducida por Berise Narrinder, realizó otro ataque infructuoso más, Toller no ordenó que interrumpiesen las prácticas. Introdujo cristales en su motor y voló hasta la nave diana, parándolo para que la resistencia del aire lo detuviera cerca del gran globo. Desde allí pudo distinguir varios agujeros en la envoltura de lienzo barnizado, pero eran sorprendentemente pequeños, como si el material casi hubiese cerrado sus heridas, y estaban muy lejos de las roturas catastróficas que se esperaban de las balas de cañón. El globo empezaba a mostrar algunas arrugas, pero Toller las atribuyó a una pérdida natural de calor más que a los insignificantes orificios. Para él era evidente que la nave espacial sería aún capaz de realizar un descenso seguro a tierra.

—¿Significa esto que tendremos que empezar disparando a las barquillas? —preguntó Umol, que había llegado en su Rojo Dos. Su pecho se esforzaba visiblemente por respirar el aire enrarecido.

Toller negó con la cabeza.

—Si atacamos a las barquillas nos exponemos a un contraataque. Debemos disparar desde arriba, permaneciendo dentro del ángulo sin visibilidad del enemigo, y destruir sus globos con… con…

Se detuvo, intentando imaginar el tipo de arma que necesitarían sus hombres, y en ese momento un gran meteoro atravesó el cielo por debajo de ellos, iluminando brevemente el escenario.

—Con algo como eso —dijo Umol, bajándose la bufanda para mostrar su sonrisa.

—Eso está fuera de nuestras posibilidades, pero… —Toller se detuvo de nuevo hasta que el retumbo que seguía al meteoro se apagó—. ¡Pero tus pensamientos van en buena dirección, amigo! Haremos que alguien suba a la nave y ponga calor en el globo. Manten todo tal como está hasta que yo regrese.

Apoyó el pie contra un lado de la nave de combate de Umol, que se había acercado a la suya, derivando, y la empujó con fuerza. Las dos máquinas se separaron con un lento remolino. Toller abrió la válvula de admisión de combustible, empleando la extrema sensibilidad táctil que había desarrollado desde su primer vuelo, y el aparato se alejó gruñendo para pasar a pocos metros del globo diana. En cuanto ganó la suficiente velocidad para que las superficies de control fueran eficaces, se elevó, dio la vuelta y planeó hasta volver a la estación de mando.

El arma que trajo poco tiempo después era una simple lanza de hierro con una estopa impregnada en aceite rodeando el extremo romo. La prendió con una mecha de fósforo y, girando la lanza para extender la llama, realizó un descenso ligeramente vertical hacia la nave de combate, y pasó cerca del hemisferio superior del globo. Cuando lanzó la azagaya, ésta voló limpiamente, con la estabilidad de un dardo, y se introdujo totalmente en el material flexible de la envoltura. El lienzo barnizado se incendió en seguida, produciendo un humo denso y marrón. Cuando Toller se detuvo a una cierta distancia de la diana, ésta ya ardía en llamas. En menos de un minuto el globo empezó a plegarse sobre sí mismo, palpitando y perdiendo simetría, mientras los gritos de los pilotos que lo observaban demostraban su aprobación. Sin corrientes de convección que lo disipasen, el humo rodeó la nave atacada como una especie de nube inmóvil.

Toller volvió a reunirse con el escuadrón de combate. La línea era irregular: no había dos aparatos paralelos o siquiera con la misma orientación, pero esto era algo que había aprendido a aceptar. A menos que los vehículos de combate estuviesen en movimiento, los pilotos podían hacer poco para controlarlos, y algunos de los jóvenes más dotados —aquellos que ya se sentían a sus anchas en esta nueva forma de vuelo— parecían experimentar un perverso placer manteniendo conversaciones con él en posiciones enfrentadas. Toller no hizo ningún intento por reprimir el buen humor de los muchachos. Creía que, cuando la guerra llegara, los mejores pilotos serían aquellos que estuviesen menos ligados a las costumbres y puntos de vista militares tradicionales.

—Como acabamos de ver —gritó—, el fuego es una buena arma contra un globo, pero eso fue demasiado fácil. Pude acercarme mucho, y a poca velocidad, porque no había defensores en la nave ni ninguna otra nave enemiga cerca, intentando derribarme. Al ir a baja velocidad pude permanecer en el ángulo de invisibilidad de la nave durante todo el ataque, pero en la batalla las cosas serán muy diferentes. La mayoría de los descensos ofensivos tendrán que realizarse a gran velocidad, lo que significa que no podréis desviaros tan rápidamente y caeréis en el ángulo de tiro de los defensores. En esa fase seréis muy vulnerables; especialmente si los landeses han desarrollado un cañón de disparo instantáneo, como han hecho con los rifles.

Perobane bajó su bufanda.

—Pero sólo será durante unos segundos, si actuamos con rapidez —hizo un guiño a los pilotos más cercanos—. Y os aseguro que yo voy a ser rapidísimo.

—Sí, pero corres el riesgo de irte directamente hacia otra nave —dijo Toller, reprimiendo unas carcajadas.

Berise Narrinder hizo un gesto para indicar que deseaba hablar.

—Milord, ¿no podrían utilizarse arcos y flechas? Disparar flechas, quiero decir. ¿No podría un arquero remontar el descenso mucho antes y permanecer fuera de peligro?