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—Sí, pero…

Toller hizo una pausa, dándose cuenta de que su objeción había sido un reflejo, porque a él personalmente no se le había ocurrido nunca considerar el arco como un arma. La propuesta era sensata, especialmente si las flechas se proveían de una cabeza en forma de anzuelo para poder fijarse al material del globo. E incluso un mediocre arquero volador, como suponía que era él, no tendría dificultades en acertar en un blanco tan grande como el globo de una nave espacial.

—¿Pero qué, milord? —preguntó Berise, sintiéndose animada por la evidente aprobación de los otros pilotos hacia su sugerencia.

Toller le sonrió.

—¿Sería eso jugar limpio con el enemigo? Armados con arcos y flechas de fuego sería tan fácil acabar con ellos como para un niño reventar pompas de jabón. Va contra mis nobles instintos adoptar tal…

Sus palabras fueron acalladas por las carcajadas generales en la fila de pilotos.

Toller se inclinó ligeramente hacia Berise, después se dio la vuelta, sin querer privar a los pilotos de un momento de júbilo. Era el único miembro del grupo con experiencia personal en la guerra, y sabía que no importaba lo bien que pudiesen ir las cosas para los overlandeses: el tiempo de tranquilidad, diversión y optimismo estaba llegando a su fin, tanto si vivían como si morían.

En el punto medio entre los dos planetas, los términos «noche» y «noche breve» habían perdido su significado. El ciclo diurno está dividido en dos períodos iguales de oscuridad, de algo menos de cuatro horas cada uno (cuando el sol estaba oculto detrás de Land o de Overland) y dos períodos de luz de unas ocho horas. Toller dejó de distinguir entre noche y noche breve, antedía y posdía, contentándose con dejar pasar el tiempo en una secuencia imperceptible que concluía sólo con los viajes de retorno a Overland en la bolsa de caída. Especialmente cuando estaba descansando, dormitando en su hamaca de red, parecía no haber ninguna señal para apreciar el paso del tiempo excepto la leve desviación de los rayos del sol que se colaban por las portillas, y las imágenes de los sueños se volvían más reales que la vida…

El sonido de una discusión trajo a Toller lentamente de nuevo a la conciencia.

No era extraño oír a los miembros de la tripulación de las fortalezas discutiendo por algo, pero en esta ocasión había una mujer involucrada y Toller supuso que sería Berise. Por alguna razón que no podía explicar, le interesaba Berise Narinder. No se trataba de algo sexual… de eso estaba seguro, porque cuando Gesalla dejó en claro que el aspecto íntimo de su matrimonio ya podía darse por terminado, su capacidad para la pasión física murió de repente. El proceso fue sorprendentemente rápido e indoloro. Desde entonces era un hombre que no tenía necesidad de sexo, que nunca pensaba en él ni se lamentaba de su ausencia, y sin embargo estaba pendiente de todo lo que hacía Berise. Sin ningún esfuerzo aparente, solía saber cuándo sus turnos de servicio coincidían con los de ella, dónde estaba y qué hacía en cada momento.

Abrió los ojos y vio que Berise estaba de guardia —tarea obligatoria para todo el personal—, atada cerca de uno de los grandes prismáticos fijos que siempre estaban enfocados hacia Land. A su lado vio la figura alta y angulosa de Imps Carthvodeer, el administrador del Grupo de Defensa Interior, quien normalmente se encontraba detrás de una mampara de mimbre en el otro extremo de la estación de mando, un espacio angosto que a él le gustaba llamar su oficina.

—Puedes dibujar o puedes vigilar —le decía Carthvodeer en tono irónico—. Pero no puedes hacer ambas cosas a la vez.

—Tal vez tú no puedas hacer dos cosas a la vez, pero para mí es muy fácil —contestó Berise, juntando sus pobladas cejas.

—Eso no es lo que quiero decir —la cara alargada de Carthvodeer mostraba su frustración ante el hecho de que, aunque los pilotos de los vehículos de combate tenían el rango nominal de capitán, en la práctica eran superiores a los no combatientes—. En el servicio de vigilancia se supone que debes concentrar toda tu atención en la posible aparición de naves enemigas.

—Cuando las naves enemigas vengan, si es que vienen, se verán con muchas horas de anticipación.

—Mira, ésta es una instalación militar y debe funcionar de acuerdo con las normas militares. A ti no se te paga para que te dediques a pintar —Carthvodeer miró malhumorado hacia el papel que Berise sostenía en la mano—. Ni siquiera demuestras capacidad artística.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella, enfureciéndose.

Al otro lado del túnel de la estación, un hombre que manejaba los fuelles estalló en carcajadas. Toller intervino apaciblemente:

—¿Por qué no dejáis de dar voces y permitís que un hombre pueda descansar un poco?

Carthvodeer se giró de golpe hacia él.

—Siento haberle molestado, señor. Tengo que preparar al menos una docena de informes y detalles antes de descender en la próxima bolsa de caída, y no puedo concentrarme oyendo el chirrido permanente del lápiz carbón de la capitana.

Toller se sorprendió al advertir que Carthvodeer, un oficial de cincuenta años, estuviese irritado por algo tan trivial.

—Vuelve a tu oficina y continúa con tus informes —dijo, desatándose de la red—. No volverá a distraerte.

Carthvodeer asintó con labios temblorosos y se alejó rápidamente con movimientos poco coordinados. Toller se lanzó en un lento vuelo que concluyó al alcanzar un asidero cerca de donde estaba Berise. Los ojos verdes de la mujer le miraron directamente, con sereno desafío.

—Tú y yo —le dijo Toller en voz baja— estamos en una posición privilegiada en comparación con alguien como Carthvodeer.

—¿En qué sentido, milord? —de todos los pilotos que estaban bajo su mando, ella era la única que continuaba tratándole de forma protocolaria.

—Nosotros quisimos venir aquí. Salimos cada día de estos oscuros confines de madera y volamos por el espacio como águilas. Esta larga espera es dura para todos, pero piensa lo que debe ser para alguien que no deseaba venir aquí y que no puede evadirse.

—Hum. No me daba cuenta de que el carboncillo hacía tanto ruido —dijo entonces Berise—. Buscaré un lápiz para dibujar, si no tiene objeción que poner.

—Me da igual. Como bien dijiste, los landeses no nos cogerán por sorpresa.

Toller estiró el cuello para ver el dibujo de Berise. Representaba el interior de la estación; ella había remarcado con énfasis los haces paralelos de la luz del sol sesgados que entraban desde la fila de portillas. Las figuras humanas y las portillas estaban sugeridas más que detalladas y en cierto modo a Toller le gustó, aunque no estaba calificado para juzgar su arte.

—¿Por qué haces eso? —le dijo.

Ella le sonrió.

—El viejo Imps dice que no cumplo con mi deber, pero yo creo que todo el mundo en Overland tiene más de un deber. Cada uno de nosotros debe buscar y desarrollar sus facultades artísticas. Yo no sé si alguna vez llegaré a ser buena dibujante, pero estoy esforzándome para ello. Si fracaso, probaré con la poesía, con la música, con la danza… Seguiré buscando hasta que encuentre algo que sea capaz de hacer, y después lo realizaré de la mejor forma que me sea posible.

—¿Por qué tenemos ese deber?

—¡Por la Migración! No se puede hacer lo que hicimos sin pagar las consecuencias. Dejamos el alma de nuestra raza en el Viejo Mundo. ¿Sabía usted que en ninguna de las naves que tomaron parte en la Migración había una sola pintura? Ni libros, ni esculturas, ni música. Lo dejamos todo atrás.

—No fue precisamente un viaje de placer, ¿no lo comprendes? —dijo Toller—. Éramos emigrantes que llevábamos lo esencial para sobrevivir.

—¡Trajimos joyas y dinero inútil! ¡Toneladas de armas! Toda raza necesita un armazón cultural para apoyar los otros aspectos de su existencia, y nosotros no tenemos ninguno. El rey no lo ha incluido en sus planes para un nuevo Kolkorron. Dejamos todo eso detrás, y por esta razón Overland está tan vacío. No es porque seamos pocos y estemos diseminados por todo el planeta; nuestro vacío es espiritual.