Выбрать главу

Las ideas de Berise eran extrañas para Toller, y sin embargo sus palabras parecieron encontrar un eco en algún lugar dentro de él; en particular las referencias al vacío. Siendo joven en Ro-Atabri siempre había disfrutado contemplando las puestas de sol y la lenta invasión de la oscuridad; pero últimamente —incluso teniendo a Gesalla a su lado—, lo que antes le agradaba y hasta emocionaba se había transformado en algo irrelevante y cotidiano. No importaba lo hermosa que fuese la puesta de sol, ya no había ningún placer en rememorar los logros de ese día, ninguna curiosidad hacia el mañana. La emoción asociada —y ahora se daba cuenta— era una profunda tristeza. El cielo occidental de Overland, a medida que se iba oscureciendo, pasando por el dorado y rojo hasta el verde azulado, parecía envolverlo en un… vacío.

Resultaba curioso que la palabra adecuada se la hubiera proporcionado una persona relativamente extraña. Él había atribuido sus propios sentimientos a una desazón interior imposible de identificar. ¿Era más cierta la explicación que ella le ofrecía? ¿Sería en el fondo un esteta, atormentado por la creciente conciencia de que a su gente le faltaba la identidad cultural?

La respuesta llegó rápidamente cuando la parte pragmática de su naturaleza se impuso: «No», pensó. «El gusano que come la médula de mi vida no tiene nada que ver con la poesía ni con el arte; y yo tampoco».

Esbozó una media sonrisa al darse cuenta de lo lejos que había vagado en sus pensamientos en un momento de descuido; después vio que Berise lo estaba observando.

—No me estaba riendo de tus ideas —le dijo.

—No —contestó ella pensativamente, aún escrutando su rostro—. No pensé que fuese de eso.

Y de todas las escenas que se representaban una y otra vez en la memoria de Toller, la más vivida e incisiva era la del día en que vio que la verdad de la guerra empezaba…

Habían pasado setenta y tres días desde la instalación de las dos primeras fortalezas. No era un período de tiempo largo para los hombres y mujeres ocupados en tareas rutinarias en la superficie de Overland, pero la evolución era rápida en el singular ambiente del azul central.

Toller había concluido sus prácticas de arco y vuelo directo por ese día, pero se sentía poco inclinado a volver demasiado pronto a los opresores confines de la estación. Su vehículo de combate flotaba a unos quinientos metros del plano de referencia, un punto desde el cual podía observar el flujo y reflujo de actividad en el Grupo de Defensa Interior y en el espacio que lo rodeaba. A su izquierda pudo ver una nave de abastecimiento ascendiendo lentamente sobre Prad, con su globo como un enorme disco perfilado sobre las formas convexas de Overland; a su derecha estaba la Estación de Mando Uno, destacada por la luz del sol sobre el añil del cielo. Cerca de él había unos espacios menores —de tres secciones— que se usaban como talleres y almacenes, y un desperdigado grupo de vehículos de combate del Escuadrón Rojo. Docenas de figuras humanas se movían hacia objetivos determinados, y podían verse con todo detalle a pesar de su pequeñez, como figurillas salidas de la mano de un artesano experto.

Como siempre, Toller se sentía impresionado por el rápido progreso conseguido en el escaso tiempo de que habían dispuesto desde el primer ingenuo plan de cubrir toda la zona de ingravidez con fortalezas, que implicaba el uso de rifles para repeler la invasión. Las naves de combate habían constituído el avance más importante: su sorprendente velocidad acabó con la idea de que cada fortaleza se considerara como una entidad aislada y autosuficiente. En realidad dejaron de ser fortalezas y se les asignaron funciones concretas, destinándolas a dormitorio, taller, almacén o depósito de armas, para apoyar las esenciales naves a propulsión.

No importaba lo inteligente que fuera el proyectista teórico que trabajaba en tierra, había comprendido Toller; la innovación y el desarrollo generalmente eran el resultado de la experiencia práctica. Incluso Zavotle, con su mente adaptada a la gravedad normal, no había previsto los problemas que se plantearían con el material de desecho y los desperdicios a causa de la ingravidez. La muerte de joven Argitane, el piloto que chocó contra una bola de cañón que flotaba suelta, fue un ejemplo dramático, pero la degradación del ambiente a causa de los desechos de los humanos empezaba a convertirse en algo preocupante.

La tensión psicológica de la vida en el acceso aumentó por la humillación y la repugnancia derivada de la realización de las funciones fisiológicas en condiciones de gravedad cero, y a ningún comandante podía satisfacerle la perspectiva de que las estaciones estuviesen rodeadas por una creciente nube de porquerías. Se ordenó a Carthvodeer que organizara un equipo de recogida —al que pronto se le denominó con propiedad la Patrulla de la Mierda—, cuya tarea nada envidiable consistía en recoger todo el material de desecho en grandes bolsas, que después eran arrastradas varios kilómetros en dirección a Land por un vehículo de combate y abandonadas allí para que continuasen su viaje atraídas por la gravedad del planeta. Era una práctica que provocaba numerosas bromas entre los tripulantes de las fortalezas.

Otro problema, todavía sin resolver, era el establecimiento de un anillo defensivo exterior. La idea original consistía en situar las estaciones en un anillo de unos cuarenta y cinco kilómetros de diámetro. Esto ampliaría enormemente el área protegida, pero con separaciones de más de seis kilómetros se hacía difícil la localización y el aprovisionamiento. Entre los pilotos de los vehículos de combate ocurrió un segundo accidente —quizá a causa de una vista defectuosa—, cuando uno de ellos se perdió al volver de una estación alejada, y fue quemando todos los cristales de energía en vanos esfuerzos por localizar su base. Privado del calor generado por el motor, pereció a causa de la hipotermia, y fue encontrado después por pura casualidad. Desde entonces, la política había sido tratar de concentrar todas las estaciones en el grupo central y confiar en los vehículos de combate para ampliar el área de la zona de influencia cuando fuese necesario.

Al igual que los demás pilotos, Toller descubrió que su capacidad pulmonar se incrementaba para adecuarse a la atmósfera enrarecida, pero fue imposible adaptarse al frío permanente de la zona de ingravidez. Cuando ya llevaba flotando a la deriva y meditando durante veinte minutos, todo el calor residual se había filtrado a través de la cubierta de madera del motor, y empezó a temblar pese a la protección del traje espacial. Estaba accionando el reservorio neumático de su vehículo, disponiéndose a volver a la estación de mando, cuando su atención fue atraída por una estrella que, de repente, incrementó su luminosidad durante un segundo y ahora emitía pulsos regulares de irradiación. Tan pronto como dedujo que la estrella era en realidad una estación y que estaba enviando un mensaje luminoso, oyó el sonido de una corneta que se desvanecióo rápidamente en el aire fluído. Su corazón se paró, quedando detenido durante una subjetiva eternidad; después, inició una serie de latidos acelerados.

«¡Ya vienen!», pensó, aspirando profundamente el aire. «¡El juego comienza al fin!»

Alimentó su motor y descendió en picado hacia la estación de mando. Cuando el aire empezó a chocar contra sus ojos, se puso las gafas protectoras e, instintivamente, escrutó el área del cielo que había entre él y la vastedad curva de Land, pero fue incapaz de ver nada fuera de lo normal. Las naves lentas de la armada enemiga podían estar a más de cien kilómetros de distancia, siendo visibles sólo a través de los telescopios.