Выбрать главу

Luego, de repente, estuvieron allí.

Inesperadamente bellas, aparecieron en su campo de visión como un enjambre de diminutos semicírculos de luz, uno sobre otro, en perfecta formación. Durante un momento se quedó admirado del logro que implicaba aquel espectáculo, y de la audacia y el valor que suponía cruzar el abismo interplanetario en unas frágiles estructuras de tela y madera. Aquella gente tendría que ser capaz de volver sus ojos hacia el universo en vez de desperdiciar sus energías en…

—No deben de estar muy lejos —dijo Biltid, mirando hacia arriba con otro par de prismáticos—. A treinta o cuarenta kilómetros. No tenemos mucho tiempo.

—Hay tiempo suficiente —afirmó Toller, volviendo al mundo pragmático.

En un impulso, se lanzó hacia su hamaca de red, desenganchó la espada del muro y la fijó a su cintura. Era consciente de la incongruencia de aquella arma en los acontecimientos que se avecinaban, pero era un apoyo psicológico para él. Salió atravesando la cámara de aire y vio que los otros ocho pilotos de su escuadrón estaban ya en sus máquinas, y los ayudantes flotaban alrededor de ellos encendiendo los quemadores cubiertos que habían sido instalados delante de los asientos. La misma escena se repetía, en miniatura, a cierta distancia en el azul sin límites, donde los otros dos escuadrones se preparaban.

Algunas de las máquinas verdes y azules ya se dirigían a la Estación de Mando Uno para formar una fuerza conjunta, con sus rutas marcadas por estelas de vapor blanco condensado. Al ir aumentando el tamaño del grupo empezaron a producirse suaves colisiones entre los vehículos, dando lugar a bromas de los pilotos y provocando comentarios airados de los mecánicos, que temían ser aplastados. Cuando Toller salió de la estación, se protegió los ojos del sol con la mano enguantada y miró hacia Land.

Descubrió que los invasores podían ser vistos ahora sin ayuda óptica —como manchas plateadas en el límite de la visibilidad—, y deseó contar con algún método para calcular la distancia. Debían entablar el combate contra el enemigo debajo del plano de referencia —para que todas las naves destruidas cayesen hacia Land—, pero si bajaban mucho para hacerles frente, las reservas de combustible de los vehículos de combate se agotarían. Parecía que la capacidad de calcular las distancias con precisión iba a ser más importante allí que en un combate de tierra.

Cuando los tres escuadrones estuvieron dispuestos, Toller montó el Rojo Uno e introdujo las puntas de sus pies en los estribos fijos. Extrajo el arco, lo sujetó a su muñeca izquierda con la presilla de seguridad y comprobó que los carcajes situados a cada lado de la cubierta estuvieran bien aprovisionados de flechas. Su corazón latía con fuerza otra vez, y fue consciente de la familiar excitación, teñida de un inexplicable elemento sexual, que siempre precedía a los peligros del combate. Mientras accionaba el reservorio neumático del alimentador de combustible, observó la línea dispersa e irregular de los vehículos de combate. Los pilotos eran formas andróginas dentro de sus trajes espaciales, las caras ocultas por las bufandas y las gafas protectoras; sin embargo, distinguió de inmediato a Berise Narrinder y se esforzó por pronunciar unas últimas palabras de alerta.

—Hemos ensayado el plan de batalla muchas veces —dijo en voz alta—, y sé que estáis ansiosos de probar vuestro temple contra el enemigo. Sé también que os conduciréis con valentía, pero tened cuidado de no ser demasiado valientes. En la fiebre de la batalla es posible volverse temerario, sentir el impulso de correr riesgos innecesarios. Pero tened en cuenta que cada uno de vosotros posee el poder de destruir muchas naves enemigas, y por tanto todos tenéis una gran importancia para nuestra causa, mayor de la que le otorgáis a vuestras vidas.

»Hoy golpearemos con fuerza al enemigo, con mucha más fuerza de lo que éste puede imaginar, pero no aceptaré ninguna pérdida en nuestras filas. ¡Ni un piloto, ni una máquina de combate! Si gastáis todas las flechas no intentéis atacar con el cañón. Retiraos de la batalla y consolaos con la idea de que seréis un oponente mucho más hábil y peligroso en una ocasión próxima.

Nattahial, el piloto del Azul Tres, mostró su acuerdo y el vapor se filtró en jirones a través de su bufanda.

—Como usted desee, señor.

Toller negó con la cabeza.

—No se trata de deseos, se trata de órdenes. Quien se comporte como un idiota tendrá que responderme después, y puedo aseguraros que será una experiencia mucho más desagradable que luchar contra unos cuantos hombrecillos de Land. ¿Lo habéis entendido bien?

Varios pilotos asintieron con énfasis, quizá con demasiado énfasis, y otros se rieron entre dientes. Con pocas excepciones, todos eran jóvenes voluntarios del Servicio del Aire; estaban ansiosos por comenzar la aventura, y el aburrimiento de la larga espera de este día los había llevado a un exceso de tensión. Toller deseaba en verdad que hiciesen caso a sus instrucciones, pero sabía por su experiencia en el combate que era difícil establecer un equilibrio entre la prudencia y la pasión. Un guerrero demasiado preocupado por su supervivencia podía ser una traba incluso mayor que un loco en busca de la gloria, y en pocos minutos se revelaría cuántos de ellos iban a servir realmente.

—¿Os parece —preguntó, ajustándose los guantes— que ya hemos dedicado suficiente tiempo a los discursos?

—¡Sí! —el grito general de asentimiento llenó el cielo por un instante.

—En ese caso, vamos a la guerra.

Toller alzó su bufanda para cubrirse boca y nariz, y emprendió un descenso en curva, con Land en el centro de su campo visual. El sol sobrepasaba un poco el borde del planeta, arrojando contra él millones de agujas de luz que no proporcionaban ningún calor. Entre el rugido creciente de los escapes de los motores, los otros combatientes ocuparon las posiciones asignadas, cada escuadrón dispuesto en forma de V.

Poco detrás de Toller, a su izquierda —a la cabeza de los azules—, estaba Maiter Daas y, a su derecha, en el vértice del Escuadrón Verde, Pargo Umol. Se preguntó cómo se sentirían los dos, hombres de mediana edad, veteranos del viejo Escuadrón Experimental del Espacio y de la Migración, al caer hacia el planeta donde habían nacido en circunstancias que nunca hubieran podido prever.

Analizando sus propias emociones, de nuevo se sintió inquieto al descubrir que estaba alegre, satisfecho y vivo. Una parte de él deseaba encontrarse en casa con Gesalla, tratando de compensar las veces que le había fallado; pero ya que eso era imposible, rogaba para que este momento que estaba viviendo se prolongara indefinidamente. En un mundo irracional y mágico, él hubiera escogido vivir de esta forma hasta su muerte, vagando para siempre entre los rayos de luz pura y fría, haciendo frente a adversarios fantásticos y a peligros desconocidos; pero en el universo real, esta fase probablemente duraría poco… quizá sólo lo que dura una batalla, y cuando todo hubiese terminado, la vida sería mil veces más tediosa que antes, sin tener otra cosa que hacer excepto esperar pasivamente la llegada de una muerte sin gloria. Quizás —el pensamiento se filtró en su cerebro— sería mejor no sobrevivir a esta guerra.

Asombrado por el lugar al que le había conducido su arrebato de introspección, Toller obligó a sus pensamientos a volver a la tarea que tenía entre manos. El plan era iniciar el combate a unos quince o veinte kilómetros bajo el plano de referencia y, como siempre, le desesperó la imposibilidad de calcular la distancia o la velocidad en los océanos de aire, carentes de puntos de referencia. Cuando miró por encima de su hombro, vio que los veintisiete vehículos habían formado una especie de camino aéreo con sus estelas condensadas. Se estrechaba a lo lejos hasta que las blancas líneas de vapor se unían por la perspectiva, y ya le era difícil ver las estaciones agrupadas, aunque sabía exactamente en qué dirección mirar. La condensación se dispersaría más tarde hasta desaparecer, y cuando eso ocurriese los tres escuadrones estarían en peligro de perderse.