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¿Cuánto habrían descendido ya? ¿Quince kilómetros? ¿Veinte? ¿Treinta?

Maldiciendo al sol por favorecer caprichosamente al enemigo, Toller protegió con la mano sus ojos y miró hacia la flota que ascendía. Las velocidades combinadas de los dos ejércitos los había aproximado mucho en poco tiempo, y ahora la formación de resplandecientes semicírculos podía distinguirse a simple vista, cada uno como una miniatura del planeta que empezaba a iluminarse detrás de ellos. Estaban concentrados en una pequeña zona de cielo, como setas centelleantes.

«Ya estamos bastante lejos», se dijo Toller. «Esperaremos aquí».

Extendió ambos brazos en una señal prefijada y desconectó el motor. El silencio absorbente del infinito invadió de repente el escenario cuando los demás pilotos cerraban el paso del combustible. Los vehículos se mantuvieron alineados durante algún tiempo, desordenándose gradualmente a medida que la resistencia del aire los despojaba de su velocidad; las formaciones en V se deshicieron al irse deteniendo uno tras otro. Toller sabía que la sensación de estar inmóviles era una ilusión; las máquinas habían entrado en el campo gravitacional de Land y estaban cayendo, pero con el plano del planeta tan lejano frente a ellos, la velocidad era imperceptible.

—Nos quedaremos aquí —dijo en voz alta—. Será mejor que tengamos paciencia y dejemos que llegue el enemigo, porque cuanto más tiempo pase más se apartará el sol de su posición tras las naves. Aseguraos de que los quemadores están en buen estado, y no permitáis que vuestros brazos y piernas se entumezcan demasiado por la baja temperatura. Si os parece que tenéis mucho frío podéis realizar un pequeño vuelo circular para calentaros con el calor de las máquinas, pero recordad que debéis conservar la mayor cantidad posible de cristales para la batalla.

Toller se dispuso a esperar, deseando tener algún medio fiable de medir el tiempo. Los relojes mecánicos eran demasiado grandes para los propósitos tácticos, y el reloj militar tradicional había demostrado su inutilidad en la zona de ingravidez. Éste consistía en un fino tubo de vidrio que contenía una ramita de caña marcada con pigmento negro a intervalos regulares. Cuando se colocaba en el interior del tubo un escarabajo marcapasos, éste devoraba la ramita por un extremo, moviéndose a la velocidad constante común a su especie, y de esta forma indicaba el paso del tiempo con una exactitud que resultaba bastante buena para los comandantes en el campo de batalla. En la gravedad cero, sin embargo, se había comprobado que el escarabajo se movía de un modo errático y, a veces, dejaba de comer. Al principio se pensó que debía de estar afectado por el intenso frío, pero los mismos resultados insatisfactorios se obtuvieron al mantener caliente el tubo, llegándose a la conclusión de que el diminuto escarabajo se trastornaba por la falta de peso.

Toller se sentía intrigado por aquellos descubrimientos, los cuales hacían que su mente estableciera un vínculo entre los seres humanos y las más pequeñas e insignificantes criaturas del planeta. Todos formaban parte del mismo fenómeno biológico, pero sólo los humanos tenían la inteligencia que los capacitaba para superar los dictados de la naturaleza, para imponer su deseo sobre la maquinaria orgánica de sus cuerpos.

Podía oír a los pilotos del escuadrón conversando durante la espera, y le agradó advertir que no se producía ninguna risotada repentina, que con frecuencia indicaba una traición de los nervios. En particular era de su agrado la conducta de Tipp Gotlon, el joven montador ascendido al rango de piloto en contra de la opinión de Biltid. Gotlon, que había demostrado una gran capacidad intuitiva para comprender la mecánica del vuelo, intercambiaba de vez en cuando alguna palabra en voz baja con Berise Narrinder, y observaba el cielo protegiéndose los ojos con la mano. Con dieciocho años, era el más joven de los pilotos, pero parecía conservar una gran calma y ser dueño de sí.

En el transcurso de los minutos, Toller empezó a distinguir otro sonido: un retumbar que identificó como procedente de los conos de escape de la flota que se aproximaba. Los globos de las naves de Land iban haciéndose más visibles a medida que la fuente de luz se desviaba hacia un lado, y su tamaño se fue incrementando. Umol y Daas se volvían con frecuencia hacia Toller, en espera impaciente de la orden de ataque, pero él había decidido aguardar hasta que le fuera posible distinguir con detalle las bandas de la corona y las cintas de carga de los globos enemigos; y para eso, el primero debería estar a menos de dos kilómetros por debajo de su nave de combate.

La falta de referencias en el vacío inducía a los ojos a confundirse, pero las naves espaciales parecían ascender en grupos de tres o cuatro, con intervalos verticales bastante grandes entre los niveles. Formaban una especie de nube alargada de muchos kilómetros de profundidad, y las que estaban al fondo parecían lejanas y pequeñas en comparación con las que se encontraban en los primeros puestos. La disposición era lógica respecto a consideraciones de seguridad de vuelo, en especial durante las horas de oscuridad, pero era casi la peor posible para penetrar en un territorio defendido. Toller sonrió al ver que los landeses, sin proponérselo, le concedían una ventaja que compensaba ampliamente la desafortunada posición del sol.

Cediendo a un repentino deseo de batalla, sacó la espada y usó aquel arma incongruente para realizar el movimiento descendente que constituía la señal de ataque.

Lo que siguió no fue una bajada en picado hacia los invasores, sino un deliberado y sistemático proceso de destrucción. En una reunión con Biltid y sus dos jefes de escuadrón, Toller había decidido que, en la primera batalla de esta clase de toda la historia de la humanidad, no sería sensato hacer que veintisiete máquinas se arremolinaran y zambulleran a toda velocidad en un volumen de espacio aéreo relativamente pequeño. Además, por razones psicológicas que consideraba importantes, no deseaba unos éxitos mal planeados, con algunos pilotos surgiendo como héroes y vanagloriándose de haber eliminado a muchos enemigos, mientras a otros les era imposible conseguir la primera sangre que era tan importante para su moral.

En consecuencia, en respuesta a la señal de Toller, sólo el piloto noveno de cada formación hizo avanzar su máquina y descendió para ir al encuentro del desprevenido enemigo. Los tres vehículos trazaron líneas de vapor que convergieron en los niveles más altos de los landeses, después se desviaron a la derecha, lanzando cada uno de ellos una ráfaga de luz ámbar. Segundos después, tres de los globos que iban en cabeza quedaron envueltos en penumbras de humo, convirtiéndose en flores oscuras en cuyos centros oscilaban el rojo y el anaranjado de las llamas. Toller se sorprendió por la gran velocidad con que se consumieron, comparada con la del globo diana usado por ellos en las prácticas; después comprendió que aquellas naves, al ascender, creaban una corriente que no sólo alimentaba las llamas sino que también las dirigía hacia abajo, por los lados de la envoltura de lienzo barnizado.

«Otro regalo, otro buen presagio», pensó, mientras el segundo trío de vehículos se alejaba rugiendo, entre retazos de vapor condensado. Uno de ellos se dirigió hacia la nave que quedaba de las cuatro del nivel superior, apartándose hacia la derecha, mientras sus compañeros siguieron descendiendo al encuentro de sus blancos, en el nivel siguiente. Su éxito fue evidenciado por el florecimiento de nuevos capullos.