Mientras la matanza continuaba a través de nuevas oleadas de vehículos de combate, Toller empezó a considerar la posibilidad de que toda la flota de Land fuese destruida en un solo enfrentamiento masivo. Debido al gran tamaño del globo de una nave espacial, comparado con su barquilla, el ascenso tenía que realizarse a ciegas, confiando en que en el cielo situado arriba no existía ningún peligro. Cuando muchas naves viajaban juntas y en columna, el rugido de los quemadores cubría cualquier otro ruido y, en consecuencia, las tripulaciones de las naves situadas a menor altura no se enterarían de los cataclismos que se produjeran arriba hasta que ya fuese demasiado tarde para emprender cualquier acción evasiva. Si los vehículos de combate lograban realizar su trabajo hasta el final, incendiando las naves espaciales nivel por nivel, no sobreviviría ningún enemigo para describir a su rey cómo se había conseguido destruir a su ejército. Era evidente que una derrota total de ese tipo terminaría con la guerra interplanetaria el mismo día de su comienzo.
La mente de Toller estaba absorta en el sugestivo proyecto cuando, al contemplar el cielo, vio que se estaba transformando y ensuciando a consecuencia de la contienda. Los rastros de vapor eran como una maraña de hilos blancos enrollados sobre un núcleo irregular y granular de humo y llamas, y a medida que nuevos grupos de vehículos de combate se lanzaban al ataque se hacía más difícil imponer un orden en el escenario. El plan de batalla cuidadosamente trazado estaba siendo manchado por los garabatos enloquecidos de la condensación.
Cuando llegó el turno de despegue del penúltimo trío de vehículos, Toller describió una curva amplia con la mano libre, indicando que deberían desviarse hacia fuera durante el descenso e intersectar la columna de naves espaciales bajo el peor de los casos. Los pilotos asintieron y despegaron rugiendo hacia sus blancos. Estaban a punto de desviarse hacia dentro otra vez, cuando de alguna parte de la niebla producida por los estragos surgió el ruido de una poderosa explosión.
Toller supuso que algún arma de las naves de Land —probablemente una bomba de pikon y havell— había estallado por accidente; un suceso catastrófico para la nave que la transportase, pero que podía beneficiar a la flota invasora. El ruido recorría toda la columna, alertando a los niveles inferiores de que algo no iba bien. Al oírlo, cualquier piloto prudente usaría los propulsores laterales para desplazar su nave de costado, inclinándola, y así poder observar claramente el cielo de arriba.
Toller miró con una nueva inquietud a los jefes de los dos escuadrones, Daas y Umol, que eran ahora sus únicos compañeros en la serenidad del aire superior.
—¿Preparados? —gritó.
Daas apoyó una mano en la parte inferior de su espalda.
—Cuanto más rato nos quedemos aquí, peor será para mi reuma.
Toller alimentó con cristales su motor, sintió que su cabeza era tirada hacia atrás a causa de la aceleración, y observó cómo la zona de batalla se ampliaba, llenando su campo visual. Nunca antes había sido tan consciente de la velocidad del vehículo a propulsión. Los rastros de vapor que avanzaban hacia él tenían la apariencia del mármol blanco esculpido, y encontró difícil no acobardarse cuando los que parecían sólidos muros se precipitaron desde todos lados, a veces convergiendo en una promesa de muerte segura.
Grandes extensiones heladas se deslizaron ante él antes de que pudiera divisar el naufragio de las naves de Land. Su impulso ascendente las había alzado hacia los jirones en llamas de sus globos. Vio a soldados que trataban frenéticamente de apartar las barquillas de los globos que ardían, y se preguntó si comprenderían la futilidad de sus intentos. Las naves, con los globos destrozados, se veían quietas en apariencia, pero ya estaban cediendo al canto de sirena de la gravedad de su planeta: una zambullida hacia la superficie rocosa que aguardaba a miles de kilómetros por debajo.
Toller esperaba que hubiese un cierto espacio de separación entre las capas de naves que ardían, y se sorprendió al descubrir un solo conglomerado, a veces casi tocándose unas a otras. Se dio cuenta de que las primeras naves atacadas habían parado sus motores, y las de abajo, todavía avanzando, habían tropezado con ellas, compactando verticalmente el escenario de destrucción. Flotando aquí y allá entre los gigantes de humo, había figuras humanas, algunas luchando inútilmente y otras inmóviles, residuos patéticos de las barquillas que habían explotado. Apenas tuvo tiempo de comprobar que no llevaban paracaídas, después se encontró atravesando el espacio atestado del cielo y cayendo sobre un grupo de cuatro naves.
En los márgenes de su visión pudo ver a Daas y a Umol avanzando paralelos a él. Los pilotos de Land debían de haber reaccionado rápidamente al sonido de la explosión, porque tres de las naves estaban ya inclinadas y podían verse hileras de rostros sobre las barandas de las barquillas. Bastante más abajo de estas naves, capa tras capa, todas se estaban desviando hacia los lados.
Toller cerró el paso de combustible y dejó que el vehículo marchase por inercia, mientras sacaba una flecha de uno de los carcajes. La punta impregnada en aceite se encendió en cuanto la introdujo en el quemador; colocó la flecha en el arco y lo tensó, sintiendo el calor de la punta en la cara, y disparó al globo de la nave más cercana, usando la técnica de puntería instintiva de un cazador montado. Incluso moviéndose rápidamente y cambiando súbitamente de dirección, la enorme convexidad del globo era un blanco ridículamente fácil. La flecha se ensartó en él y se adhirió como un mosquito perverso, extendiendo su veneno de fuego. Mientras Toller dejaba atrás la barquilla y a sus ocupantes, se produjeron varios truenos y estallidos sobre la cubierta de madera del motor, a pocos centímetros de su rodilla izquierda.
«¡Qué rapidez!», pensó, sorprendido por la velocidad con que los landeses habían usado sus rifles. «¡Esa gente sabe combatir!».
Dirigió su máquina hacia la derecha y miró por encima de su hombro, para ver que los otros dos globos empezaban a arrugarse entre espirales de humo negro. Daas y Umol, montados sobre sendas plumas de vapor condensado, describían amplias curvas para unirse con el grupo formado de nuevo por los tres escuadrones.
Según pudo comprobar Toller, todos sus hombres habían sobrevivido al primer ataque y todos proclamaban su triunfo; pero el rumbo de la batalla estaba cambiando, y ya los ataques no procederían de un solo lado. La etapa de ejecuciones calculadas y a sangre fría había terminado, y de ahora en adelante entraría en juego el temperamento individual, con resultados imprevisibles. En concreto, ya no habría descensos en picado en los ángulos sin visibilidad de las naves espaciales. Éstas no sólo estaban desplazándose hacia los lados, sino que lo hacían de tal forma que los vulnerables hemisferios superiores de sus globos se encontraban inclinados hacia el centro de cada grupo. A Toller no le cabía duda de que los cañones montados sobre los bordes ya estaban cargados, y aunque los landeses no tuviesen metales, las cargas tradicionales de guijarros y piedra machacada serían lo bastante efectivas contra los desprotegidos pilotos de los vehículos de combate.
—Atacad cuando podáis —gritó—, pero tened…
Sus palabras se perdieron entre los rugidos de los múltiples tubos de escape. El aire circundante se llenó de neblina blanca, cuando los pilotos más impetuosos se lanzaron en dirección a las naves espaciales aparentemente inmóviles. Los cañones empezaron a retumbar casi de inmediato.
Demasiado pronto, pensó Toller. Después se dio cuenta de que la velocidad de los vehículos de combate sería ahora un inconveniente en este tipo de guerra aérea. Poco después de que una nave disparase con un cañón, estaría rodeada por una nube relativamente estática de fragmentos rocosos, inofensivos para las naves —que se movían lentamente—, pero potencialmente mortíferos para los pilotos de los vehículos atacantes.